La última sirena – Shana Abe

El gran salón estaba oscuro; el sol no estaba lo suficientemente alto como para penetrar el techo en ruinas. Ione lo guiaba ahora a través de las estériles mesas hacia una puerta abovedada oculta en un rincón. Llevaba a más escaleras, un descenso pronunciado, pero con el brazo de Ione a su alrededor no fue tan difícil como lo había pensado en un principio. Ione no habló ni tampoco él lo hizo; parecía natural no hacerlo, que sólo el sonido de sus pasos llenara el aire y que resonara en el angosto hueco de la escalera.

Se volvió más oscuro, luego más luminoso, más y, sorpresivamente, la luz. Una extraña luz, pálida y fría y con manchas turquesas. Las escaleras terminaban en una gastada plataforma de mármol, mojada con humedad. Más allá de la plataforma, estaba el mar, más bien el agua de mar atrapada debajo del castillo, debajo de la isla misma, ya que se encontraban, después de todo, en las cuevas.

Aedan miró fijamente, examinó el espacio ahuecado, las resbaladizas paredes de la caverna decoradas con cristales, el agua azul. No había salida al exterior desde allí, no había rastros de cielo. Hasta donde podía ver, toda la luz provenía de debajo del agua, de lo que debía de ser una abertura sumergida que llevaba al mar iluminado con la luz del sol.

Ione lo soltó. Caminó hacia el borde de la plataforma y se soltó la capa que cayó a sus pies. Estaba desnuda una vez más, pintada con los colores de otro mundo, su piel de un azul pálido, su cabello casi púrpura. Sin volverse para mirarlo, levantó los brazos, sus dedos se encontraron y formaron un capitel; con un suave y fuerte salto se zambulló en el agua resplandeciente.

Capítulo 8

Los primeros instantes eran siempre una bendición. Un alivio maravilloso, una sensación de autenticidad a su alrededor; el agua salada que limpia todas las impurezas. Io sintió que el dolor de la transformación la envolvía y se rindió ante ella, incluso la disfrutó, las burbujas hervían, el cambio se aproximaba cada vez más… Sí… Y en tan sólo un instante, sus piernas desaparecieron y su verdadera fisonomía reapareció y una vez más se volvió hermosa.

De la cabeza a la cadera, permaneció igual, con brazos y senos y una larga cabellera que se agitaba. Pero debajo de la cadera, comenzaba la magia: una cola de sirena de un verde brillante, extraordinariamente perfecta; cada escama estaba grabada en plata como cubierta por una fina capa de una brillante escarcha.

Hizo un círculo de felicidad, respiró el agua, estiró las largas escamas de sus aletas. Las sintió tan naturales como los dedos de sus manos en tierra. Sabía por instinto cómo moverlos, cómo presionar el agua para propulsarse hacia donde quisiera. Era audaz y graciosa: reina de los mares. Ese era su reino indiscutido. Que el hombre dudara de eso ahora.

Io se dirigió a la superficie, donde el escocés la esperaba. Parecía de piedra una vez más, no había expresión en su rostro. El madero de naufragio estaba inclinado de modo tal que formaba un marcado ángulo con relación a su cuerpo.

—Soy la última —dijo, mientras flotaba en el lugar—. No quedan más de nuestra raza.

—Creo que oí ese cuento alguna vez.

Ione no vio ninguna emoción en él, ninguna opinión en su rostro, más que aquellos ojos vacíos.

—¿Entonces conoces la historia?

—¿Historia? —rió; resonó entre ellos—. Sí. La conozco.

—Entonces me conoces —dijo complacida—. Soy la hija de la hija de la hija de la primera sirena.

—Seguro que lo eres. Es perfectamente razonable.

Ione se acercó a Aedan sin quitarle nunca la mirada del rostro.

—¿Te gustaría nadar conmigo?

—No —respondió, con cortesía—. No quisiera hacerlo.

—¿No te gusta el océano?

—No.

—Lo disfrutarías.

—No lo creo.

—Lo harás. —Sus pestañas adornadas con gotas de agua formaban un arco iris; rozó la superficie del agua con sus dedos y dejó que corriera entre ellos, hacia adelante y hacia atrás—. No está fría.

—Me imagino.

—Bueno, no tan fría —corrigió—. Y conmigo a tu lado, no lo notarás.

—Eso puede ser. —Su voz era tensa. A pesar de su tamaño, parecía extrañamente frágil, un hombre alto y desarrollado, de suaves músculos, con un corazón que latía. Sin embargo, lo sabía que si le daba un ligero golpecito, crearía una fisura oculta; Aedan estallaría en incontables piezas.

No podía permitir que eso sucediera.

Se acercó más. El cabello flotaba delante de ella y el océano golpeaba en sus espaldas.

—Ven conmigo, Aedan.

—No.

Una batalla de voluntades, una vez más. Ganaría esta vez; debía hacerlo.

—Entra —dijo con una seña y un tono de voz monótono, y vio cómo vacilaba ante la decisión que debía tomar. Aedan dio un paso poco dispuesto hacia ella, arrastrando un pie. Luego, otro.

Se encontraron en el borde de la plataforma. Ella lo sostenía con ambas manos; la cabeza hacia atrás.

—Eres tan bella —dijo, aunque sonó enojado.

—Lo sé —respondió, y tomó su bastón de madera retorcida con vetas gastadas por el mar—. No lo necesitarás aquí abajo.

Aedan se sentó y la miró con sus ojos de negras pestañas; el madero de naufragio se hizo a un lado en silencio. La barba sobre sus mejillas le daba un aire malvado, alerta y misteriosamente concentrado. Io le sonrió y buscó su mano. Lo acercó hacia ella aún más.

—Aquí abajo —prometió lo en voz baja—, puedes volar.

Algo en su rostro cambió. Todavía estaba enojado, todavía alerta… pero había más todavía. Atención. Sus ojos destellaron intermitentemente. Miraba los hombros desnudos de Ione, los pezones de sus senos visibles debajo del agua. Ione sintió esa mirada; un fuego comenzó a arder en su sangre, un retorcijón en su estómago. El rostro de Aedan se volvió pálido. Por un largo momento todo lo que hicieron fue mirarse el uno al otro.

Luego, Aedan se movió. Aún vestido, con las botas de suela de venado puestas, introdujo los pies en el agua y se dejó llevar. Batió las manos debajo de la superficie tranquila. Ione parpadeó y negó con la cabeza, luego continuó.

No le había preguntado si sabía nadar. Ella quería protegerlo, mantenerlo a salvo en su gruta así que apenas le importaba. Pero Ione vio que a pesar de su pierna enferma, sabía hacerlo, movimientos fuertes y rápidos que hacían que el agua rozara o piel Aedan la estudió y luego observó el suelo de la caverna; luego otra vez a ella, que se elevaba delante de él. Sus cabellos se enredaban con facilidad en las corrientes marinas.

Ione lo tomó de las manos. Colocó una sobre su hombro para que no tuviera que nadar y la otra en la cintura para invitarlo a que la explorara. Io los mantenía a ambos firmes y fue como ella había dicho: flotaba como un pájaro en el aire, sin peso.

La caricia de Aedan fue mesurada en un principio; sus dedos apenas la rozaban. Pero cuando el agua comenzó a mecerlos se volvió más atrevido, acomodó su mano al cuerpo de Ione, por encima de su cadera, encima de sus costillas. La palma de su mano rozó la curva de uno de sus senos, lo que enloqueció los sentidos de Ione, pero la mano volvió a la deriva, debajo de su cadera… y luego más abajo, donde comenzaban las pequeñas escamas, uniformes y finas.

Aedan acarició con su mano la cola de Ione, entre los brazos lánguidos de las algas marinas, estrellas de mar y cangrejos y un cardumen de peces cristalinos a la vista.

Y luego, maravillosamente… sonrió.

Ione besó su bella sonrisa. Los labios de Aedan estaban tensos debajo de los de ella, quien lo abrazó y los propulsó a ambos hacia la superficie, de nuevo hacia el aire helado de la caverna.

Salió a la superficie, jadeante, y se despejó el rostro de sus cabellos. Ione encontró su mano y entrelazaron los dedos.

—¿Te gustaría ver más?

—Sí—dijo, sus ojos claros y de un azul brillante.

Ione lo llevó nuevamente hacia el lecho de la caverna.

Había un tesoro allí, aunque no de la clase que se hallaba en los barcos y castillos. Había enormes pilares de roca, hogar de hipocampos y moluscos, vieiras rayadas y pequeños peces negros. Había grandes ramificaciones de corales, violetas y colorados y anaranjados. Había moluscos en vainas azules, salmonetes grises, un joven tiburón escondido entre las algas. Llevó al escocés por esos lugares y muchos más; alrededor del círculo luminoso del mar abierto, más allá del portal de la caverna.

Ione sujetaba con fuerza la mano de Aedan. Se elevaron con facilidad y salieron de la caverna, hacia aguas más claras y cálidas. Salieron a la superficie una vez más y esta vez, cuando Aedan llenó sus pulmones de aire, el océano apareció espumoso sobre su cabeza y la bruma del mar se elevó sobre ellos como neblina en un prisma. A su vez, Aedan giró y vio los altos acantilados de Kell, rodeados de plantas y maleza; luego se volvió al otro lado, hacia el gran mar.

—Allí —dijo, y señaló una línea de olas que rompían en forma de V—. Llévame hasta allí.

Y así lo hizo Ione, más allá del cielo sureño donde las corrientes convergían y se cruzaban entre ellas como la trama de una canasta y golpeaban hacia ambos lados.

Aedan pataleó con el pie sano y dejó el otro detrás e incluso se las arregló para mantenerse a flote y examinar el viento y el agua. Kell era un santuario verde desde allí, la única tierra a la vista, que emergía y se sumergía delante del océano. La línea de olas dobles que estaba estudiando llevaban directamente a la isla de modo contundente.

Ese era el camino a tomar para volver a casa.

Respiraba con más trabajo en ese momento. Ione frunció el ceño.

—Suficiente —dijo, y sin darse cuenta, enlazó sus dos brazos alrededor de Aedan y lo volvió a sumergir en el agua. Aedan se ahogó pero no pudo moverse; no deseaba moverse, porque ella lo arrastraba con tanta suavidad que apenas registró el mar que lo rodeaba. Había presión alrededor de ellos, una presión tremenda y los brazos de Ione estaban muy tensos y su cuerpo muy cerca. Aedan mantuvo los ojos abiertos, incluso cuando su visión comenzó a nublarse y el sonido en sus oídos era más del latido del corazón que del agua.

Cuando no pudo soportarlo más, cuando su pecho pedía alivio, y sacudió con fuerza la cabeza, de pronto sintió tierra debajo de él y viento en el rostro.

Se las había ingeniado para exasperarla. Se alejó de él, de vuelta hacia el agua. El océano le dio la bienvenida con olas blancas y burbujeantes y la foca resopló y aleteó detrás de ella, y ambos desaparecieron de su vista sin dejar rastro.

* * * * *

Cuando Aedan fue a alimentar su almenara, descubrió que estaba apagada y que la arena cubría cada rama. Ni una de las llamas había sobrevivido.

Con tenacidad, corrió la arena, juntó madera nueva y construyó una vez más su señal de ayuda.

Pasaron días antes de que Ione volviese, cinco días para ser exactos, lo suficiente para consumir una pálida montaña de maderos de naufragio. Aedan utilizó las horas de la mejor manera que pudo: mantuvo el fuego, exploró el castillo y la tierra, con dificultad con su lento paso y con otro bastón.

No estaba acostumbrado a estar solo durante tanto tiempo; en Kelmere estaba constantemente rodeado de personas, le interrogaban permanentemente, le aconsejaban, era un príncipe que dirigía y administraba. La tranquilidad de Kell le agradaba, le recordaba la caza de invierno a la que había asistido diez años antes, una búsqueda solitaria hacia el helado corazón de su territorio. Era un rito de pasaje que se llevaba a cabo en su pueblo y que unos cuantos jóvenes habían logrado y que a Aedan sólo le había llevado un mes.

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