La última sirena – Shana Abe

Morag se puso de pie con un movimiento suave, se acercó a Sine y lo colocó la mano sobre la boca. Las cejas de Sine descendieron con una señal fatídica.

—Yo confío en ella —dijo Morag—. ¿Viste la forma en que lo defendió en la playa, sin armas, contra todos nosotros? No sabía quiénes éramos. No me conocía. Todavía creo que no lo sabe —reflexionó—. Pero ¿cómo explicarle todo eso? Aedan era prisionero en la fortaleza; ahora está libre. A pesar de todos nuestros planes, nosotros no lo logramos. Ella, sí.

Sine se puso de pie, estiró su falda con fuertes e infelices palmadas. Su cabello castaño rojizo colgaba suelto sobre su espalda.

—¿Le viste el rostro? —insistió Morag—. ¿No reconociste la expresión en su rostro?

Sine miró de reojo el suelo. Sus labios expresaban terquedad.

—Por supuesto que lo has hecho —Morag la tomó de las manos—. Ella lo ama. Estaba preparada para morir por él. Conozco bien esa mirada. Conozco ese sentimiento. Y tú también.

—No eres más que una soñadora extravagante —respondió Sine, pero su tono de voz no fue incisivo—. Buscas amor en todas las personas.

—Hay peores cosas que buscar.

—Sí, ¿como adversarios, quizás? ¿Maldad? ¿Decepción? Es solo una guerra, después de todo… Ah, pero busca el amor. Eso seguramente nos salvará.

Morag se volvió hacia Aedan.

—Lo salvó a él.

Sine suspiró con impaciencia e intentó soltarse, pero Morag la sostenía con fuerza.

—Escúchame. Somos gente del bosque, tú y yo. Sabemos de magia. Si los dioses nos han querido favorecer con ese don… —Una mano se deslizó hacia arriba, más allá de una mecha de cabello hasta que los dedos se detuvieron en el mentón de Sine—. Entonces, ¿quiénes somos… para negarnos?

El beso de Morag fue suave y liviano, casi como la caricia de un murmullo. Sine retrocedió. Sus ojos brillaban, luego se volvió y apagó la lámpara de carey.

—A propósito, su nombre es Ione —agregó Morag unos instantes después, como una reflexión adormilada—. Poco común, ¿no crees?

* * * * *

Sus recuerdos volvieron a él antes que su conciencia. Soñó con su vida, con su muerte, con Ione y Kell y la secuencia de eventos elaborados e increíbles que lo habían llevado a la traición, a ser capturado en su propio bosque, el confinamiento, la furia, la muerte otra vez. Ione. Ione.

Y luego… nada.

Pero cuando despertó, Aedan lo recordó todo, cada segundo, cada estremecimiento y sufrimiento miserable. Después de varios días en el mar, había encontrado Kelmere sólo para perderlo nuevamente, no en manos de los pictos, como había pensado, sino de los sajones. Sajones en los bosques disfrazados de pictos. Sajones que le habían tendido una trampa hacía tanto tiempo, sajones que ahora se arrastraban y avanzaban lentamente en su reino como gordos y hambrientos gusanos, destruían su hogar, devoraban a su pueblo y sus vidas.

Sajones. Y Caliese.

Escuchó mientras Morag se lo explicaba, veía cómo se movían sus labios e intentó comprender las palabras. Su padre había muerto. Su hermana se había aliado con el enemigo. Su hermana lo había traicionado; los había traicionado a todos.

Caliese le había tendido una trampa. Había guiado a los sajones hasta la fortaleza de su padre y luego, los había m vitado a entrar. Caliese.

Recordaba su rostro en la emboscada aquel atardecer, con la mirada sorprendida. Una maravillosa dramatización. Una vez más la angustia que sintió por ella llenó su ser, cómo había pensado que moriría, pero no había muerto. Para nada. En cambio, lo había ofrecido a él a la muerte.

Morag no le mentiría; tenían demasiado en juego. Habló sin rodeos, casi con simpleza, como si fuera para un niño perdido y Aedan la escuchó, asintió y enfureció en silencio.

Morag había movilizado sus fuerzas y estaba preparada para montar una defensa. Entendía lo que sucedería; si Kelmere estaba en manos de los sajones, Cairnmor sería la siguiente en caer. Había planeado rescatarlo, si podía. Había oído acerca de su encarcelación, había desenmarañado los diabólicos planes que Caliese había disfrazado y entretejido con tanto cuidado.

No se molestó en dudar de ella. Morag siempre tenía recursos cuando menos se esperaba.

—Pero lo que desconozco —dijo finalmente, apoyada sobre el desorden del camastro— es qué sucedió contigo después de la primera batalla. Pensamos que habías muerto.

Cerró los ojos y llevó una mano a su frente; esbozó una sonrisa sombría.

—Mi explorador pensó que eras un fantasma cuando te vio en el bosque —dijo Morag, después de una pausa—. Afortunadamente, es un hombre sensato, al menos cuando está sobrio. Juró que no había tomado ni una gota ese día. Le creí. Estaba cazando y necesitaba todos sus sentidos.

Aedan no dijo nada, su sonrisa tensa todavía tiraba de él.

—Y después, hace justo unos días, recibí otra noticia, de una mujer solitaria, una princesa que había llegado a la corte de tu hermana. Pensé en ese entonces, ¿cómo podría ser? Dijo que te conocía. Cenó con la reina y lloro lágrimas de sal cuando se enteró de la noticia de tu muerte.

—¿Lloró? —preguntó Aedan y bajó su mano.

—Eso es lo que oí.

La miró, escéptico.

—Y pensé —continuó Morag con serenidad—: ¿quién llora por el príncipe perdido a los pies de su asesino? ¿Qué clase de mujer llega sola a la tierra de mi enemigo y habla acerca de mi esposo? Oí que su belleza era suficiente para dejar atónito a hombres adultos, dejar al soldado más temerario impotente.

Resopló con furia, ni siquiera una sonrisa. Morag asintió.

—Imagina mi sorpresa cuando la descubrí yo misma. Estoy de acuerdo, Aedan. Es bellísima. Casi… inmortal.

Aedan contempló las paredes inclinadas de la tienda, el suave juego de una sombra frondosa sobre la tela.

—Nadie pudo encontrar tu cuerpo después de la emboscada —dijo Morag—. Los rumores decían que habías ascendido sobre las alas de los ángeles directamente al cielo. Otros rumores decían que habías sido tragado por las montañas o robado por las bestias del bosque y protegido en sus guaridas. Y hubo rumores —terminó más despacio que antes—, más humanos, que te habían llevado en un bote. Al mar, a la mismísima isla de Kell y que habías sido enterrado en las heladas aguas, donde nadie nunca pudiera encontrarte.

La tienda quedó envuelta en silencio.

Morag apoyó su mano sobre la de Aedan.

—No me gustan los rumores. Hice mi mayor esfuerzo para desenredar los hechos, pero hay algunos misterios que ni siquiera puedo resolver. Sin embargo, creo que este último… puede haber sido cierto.

—No me enterraron en el mar —dijo hacia las hojas en sombra.

—No, cariño. Claramente no. —Permaneció lleno de vida otra vez—. Ha pasado mucho tiempo, Aedan. No me malinterpretes. Estoy feliz de haberte encontrado vivo. Sorprendida, pero feliz. Regresaste del océano, de la muerte misma, con una mujer que puede nadar muy bien y que es impensablemente hermosa. En verdad, el destino te ha bendecido.

—Cierto —murmuró y comenzó a sentarse.

—Pero no me dirás quién es o dónde has estado —concluyó Morag, sin ofenderse. Vio como tiraba de las mantas y se abría camino. No le ordenaría que se quedara o descansara.

Lo conocía bien.

—Podría adivinar, por supuesto. —Lo miró por el rabillo del ojo—. Soy muy buena adivinando.

—Podrías. —Se levantó del camastro y flexionó los músculos doloridos de sus piernas, sus brazos y luego la miró a los ojos con sinceridad—. Pero, ¿quién te creería?

Morag sonrió, se volvió y buscó una túnica que colgaba de la silla y se la dio a Aedan.

—Te está esperando, ¿sabes? Te ha estado esperando todo este tiempo.

Y su esposa salió de la tienda.

Capítulo 14

Lo llevaron directamente al pozo del sauce y Aedan tuvo recuerdos de su lejana infancia: una corriente de espuma blanca que caía en un pozo color esmeralda; un aro de sólidas piedras que rodeaban el borde. Musgo, pececillos de agua dulce, barro negro tachonado con mica brillante.

Llevó tiempo llegar allí. Una vez fuera de la tienda, fue rodeado por un grupo de personas, incluido el curandero, quien no tenía la paciencia prosaica de Morag con él. Aedan saludó a sus camaradas, ignoró las advertencias de Urien, aceptó el bastón que en silencio le había ofrecido Morag y finalmente siguió el sendero hasta el pozo donde el aire se tornaba frío y el cielo se convertía en un cáliz azul enlazado con árboles.

Le dijeron que Ione había pasado la mayor parte de su tiempo allí, en soledad, sin esperar nada, sin pedir nada excepto que le permitieran ver a Aedan dos de los tres días que permaneció en su letargo, mientras luchaba con los sueños envueltos en niebla.

Ahora estaba despierto. Todavía mareado, pero estaba despierto.

E Ione estaba allí, sola como le habían dicho, sentada sobre una gran piedra blanca desde donde contemplaba las aguas que corrían debajo de ella. Llevaba puesto un vestido, el vestido de otra persona, de lana suave, verde acebo, de manga larga y con cinturón. Tenía la cabeza inclinada y el cabello brillaba suelto. No se dio cuenta de que Aedan estaba allí.

Con el mentón escondido, Aedan no podía verle el rostro, sólo un pálido indicio de la frente, pestañas gruesas, la línea recta de su nariz. Estaba sentada sobre la cadera con las piernas cruzadas. Un pie descalzo rozaba ligeramente la superficie del agua y le masajeaba los dedos de los pies.

El contraste de la vista lo golpeó con una fuerza inesperada. Ione, perla y llama contenida entre el gris y el verde y el negro; exuberante, tonalidades de terciopelo, naturaleza primitiva delante de él.

Fue como si estuviese viendo a una extraña. Pensó que la había conocido bien en Kell, su porte, sus pasos, su esencia. Su gloria y misterio. Le había parecido un elemento natural de la isla. Sí, allí había sido fácil. Kell era mística y también lo era Ione. Había sido un intruso allí.

Pero ahora Aedan estaba apoyado sobre su bastón prestado, vendado, alimentado y descansado; una vez más su mundo entero y lamentable vio claramente lo que había sido tan simple de aceptar una semana antes: Ione era una sirena. Cada parte de ella, cada curva encantadora de su cuerpo hablaba de magia antigua, de una belleza mística e icónica. Estaba fuera de lugar allí, incluso con el vestido prestado. Estaba sentada con tanto encanto sobre la roca que permitía que el sol con sus rayos color ámbar la cubriera con un brillo dorado y, sin lugar a dudas, pareciera brillante, maravillosa y totalmente foránea.

Y este pueblo que le brindaba refugio, el pueblo de su madre, con seguridad la reconocería por lo que era, si ya no lo habían hecho. Morag no podía ser la única con preguntas.

Ione lo miró, con lentitud, todavía pensativa. Había sombras debajo de sus ojos que Aedan no había visto antes; una curva en sus labios. No sonrió, ni se volvió, ni se puso de pie. Sólo movió la cabeza cuando vio a Aedan, parado debajo de las hojas del sauce.

—Estás despierto—dijo con un tono de voz sereno.

—Estás vestida —respondió con el primer pensamiento que le vino a la mente.

Ione levantó los pliegues de su falda y los dejó caer.

—Tu esposa insistió.

—Ah —Aedan dio un paso hacia su valle y dejó que los sauces que se encontraban detrás de él formaran un muro.

Era difícil caminar sobre las piedras con moho y se concentró en ello y dejó a un lado las palabras que quería pronunciar o el extraño dolor que sentía en su pecho mientras se acercaba a ella.

Autore(a)s: