La última sirena – Shana Abe

Una tarde, mientras él se encontraba en East End, ella se había tomado el tiempo para abrir su propia y modesta cuenta bajo un apellido francés. Estaba contenta por depositar una infinidad de billetes y monedas que había conseguido reunir y esconder de él metidos por años en la ropa, los zapatos, las cajas de los sombreros y cualquier otro lugar que encontrara. Era una suma considerable pero nada cercano a lo que necesitaba. Todavía no.

Che Rogelio no sabía nada sobre esa cuenta, ni sobre su sueño. Ella esperaba, rogaba que no lo supiera. A veces lo pillaba mirándola en dirección oblicua; lo imaginaba adivinando sus pensamientos, escudriñando en ellos uno por uno, como un avaro que buscaba una pepita de oro. Después de todo, la había criado y la conocía lo suficientemente bien.

Sí, la había criado. Y es por eso que sabía cómo mentir, incluso mejor de lo que él lo hacía.

Había fingido un malestar todo el camino de regreso a la posada. Se había caído, suspirado y había ido a su alcoba, donde lo despidió con el recado de buscar agua de rosas para su cabeza. Cuando la presionó para que le diera detalles sobre Lord Kell, farfulló algo sobre el mar y su cabeza y ese dolor terrible y ¿por qué no tendría la decencia de ir a buscar el agua de losas cuando sabía que era lo único que la ayudaría?

Y entonces, cuando se fue, llegó la nota de Johnson. Decidió recuperarse lo suficiente como para mostrar cuando regresara.

Nos encontramos esta noche en el teatro Royal, en Haymarket.

Leila advirtió que podrían exigir el resto del pago. Podrían ver lo ávido que era el hombre.

Al final, Che estuvo de acuerdo. Ella sabía que la prometa de más dinero sería demasiado tentadora como para resistirse. También lo conocía lo suficientemente bien… La Mano.

—Tarde, tarde, tarde otra vez —murmuró Che. Estaba de pie junto a ella en la platea del teatro, vestido como un londinense, con la mirada en la obra que se llevaba a cabo en el escenario. Le hablaba casi en el oído e incluso ella apenas podía oírlo; el ruidoso teatro no era un lugar para susurrar.

Leila era una camarera de cocina en su noche libre, llevaba un vestido barato, un delantal y un sombrero de paja estropeado, y con cuidado cortaba en tajadas una pera que tenía en la mano.

—Si nos falla de nuevo, terminamos —dijo Che apenas más fuerte. La cascara de una naranja cayó de un palco de arriba y aterrizó sobre el hombro de él, tambaleó allí por un momento, luego resbaló. Ella la observó caer en silencio.

—Te lo juro, Leila. Esta es la última vez. Sabía las condiciones cuando nos contactó por primera vez.

Sobre el escenario, una comtesse escandalosa le gritaba a su mucama, quien corría en círculos con sus faldas demasiado altas. Los hombres de la platea soltaron una fuerte ovación.

—Sí—le dijo a su pera, debajo del ruido—. Entiendo.

La mucama se desplomo con las piernas en el aire e incremento los abucheos y los silbidos.

—No lo recuerdas —dijo Che de repente, mirándola—. De verdad no recuerdas lo que viste con Kell.

—Era confuso —respondió ella, al menos en eso era honesta—. Colores, figuras. Como con nadie. Muchísima oscuridad.

—Pero no lo suficiente como para satisfacerte. No lo suficiente como para seguir adelante.

—No todavía.

La comtesse se abanicaba a sí misma y luego a la mucama, mientras la regañaba todo el tiempo.

La pera de Leila estaba tibia y estropeada. Mordió un trozo y luego escupió una semilla al suelo. Che se apartó con el borde de sus labios apretados.

Escupió otra vez, por si acaso.

La espantosa obra avanzaba al segundo acto. Ella la veía sin mirarla mientras jugaba con el cuchillo en la mano y tallaba la pera en pedazos groseros. Gritaba cuando los demás lo hacían, reía cuando los demás lo hacían. Sólo una simple omisión para divertirse un poco. Con su cabello lacio rojizo y su piel picada de viruela, era tan invisible en la multitud como podía.

Un hombre flaco y pálido comenzó a avanzar poco a poco hacia ella. Notó el movimiento de reojo y entonces se inclinó hacia Che.

—Está aquí.

Como el truco de un hechicero, Che desapareció de su vista, tragado por el público. Sólo podía ver la parte superior de su peluca que avanzaba con lentitud y paso seguro hacia la salida. Incluso antes de que ella lo conociera, él nunca se encontraba con los clientes enseguida; permanecer oculto acrecentaba la mística de La Mano. Leila se encargaba de esta parte del negocio… y últimamente, de la mayor parte del resto.

Ella volvió a su pera, que ahora era un poco más que el corazón pegajoso en la palma de su mano. El hombre se detuvo a su lado, hizo retroceder a empujones a un joven petimetre que intentaba meterse entre ellos y se pasó una mano por la ceja. Leila observó que sudaba de manera bastan te copiosa.

—Vino usted —dijo Johnson con una voz tan fuerte y tranquila que ella casi hace una mueca.

Si, señó —contestó ella, con su mejor acento de los barrios bajos de Londres—. Lil’Sal siempre viene, ¿no es cierto, cariño?

Él bajó la voz.

—No estaba seguro de si la había localizado. —Voilá. Aquí estoy. ¿Dónde estaba en el baile, señor Johnson?

—Hubo un problema.

—Sí. El problema fue que estuvo ausente.

—No… —Se limpió de nuevo el rostro—. El conde estaba allí.

—Se suponía que el conde estuviera allí, creo.

—Casi me ve. Me recono… —volvió a entrecortarse, hizo una mueca extraña hacia el escenario.

—Ah —dijo Leila, entendiendo—. Lo conoce. Sabe lo que usted hace. Sí, ya veo. Ése es el problema.

Johnson la tomó del brazo.

—Necesito que termine el trabajo ahora. Tan pronto como sea posible. No puedo esperar.

—Me temo que La Mano de Dios está muy disgustado con usted. —Hablaba con el más suave de los lamentos—. Desperdició su tiempo y su talento. Ahora habla de dejar el país.

— ¡No, no! Haré lo que pida. Pagaré más.

Ella admiraba su cuchillo a la luz de las velas, sin decir nada.

—El doble —dijo él con desesperación—. Pagaré el doble.

Al menos Che estará contento. Che estará…

Entonces se le ocurrió, un plan tan claro y perfecto que brillaba como un diamante en su mente. De repente la tenía, la solución a todos sus problemas, si jugaba bien, si era inteligente, afortunada y diligente. ¡Vaya si funcionaría! ¡Podría funcionar!

—El triple —le dijo al hombre, con la calma de una roca.

—¿El triple? —Quedó boquiabierto—. ¿Está loca?

Leila sonrió y comió otro pedazo de pera.

—Dios, no puedo… no…

Ella esperó. La multitud a su alrededor gritaba ante alguna broma torpe.

—Muy bien, sí, maldición. El triple, entonces, si así tiene que ser.

Ella inclinó la cabeza en reconocimiento.

—Estoy segura de que La Mano estará satisfecho.

—Mejor que termine pronto el trabajo entonces. Por esa suma de dinero…

—Paga por el mejor, señor Johnson. Obtendrá lo que desea.

—Dios —dijo él otra vez con el ceño fruncido mientras la miraba fijamente.

Leila dejó caer el corazón de la fruta y se lamió los dedos para limpiarlos.

—Apueste a eso, señor.

Johnson vaciló, obviamente asqueado, luego le dio la mano.

…maldita, maldito, venderé las joyas que Eva no notará, nunca usa las perlas, de todos modos. Recuperaré todo. Después de Kell, después de la isla, lo recuperaré cien veces más…

La soltó. Fue rápido y corto pero el dolor de cabeza estalló en ella sin consideración, un dolor terrible y devastador, apretó los dientes y apartó la mirada, tragó fuerte, luchaba, luchaba. No podía sucumbir ahora.

Johnson comenzaba a retirarse. Lo cogió de la manga.

—Un depósito —logró decir mientras sus dedos apretaban la tela—. A voluntad.

—¿Qué? ¡Ah, sí! —Hurgó en su chaleco mientras ella se esforzaba por soltarlo —. Tome.

Leila tomó la bolsa y la escondió con rapidez en el bolsillo de su delantal.

—¿Cuándo sucederá? —dijo Johnson entre dientes.

Ella volvió a tragar.

—Bien podría comenzar esta noche. Estaremos… en contacto.

Le lanzó otra mirada con el ceño fruncido y se dio la vuelta para retirarse.

* * * * *

Che comía una naranja cerca de la puerta. Cuando ella se acercó, hizo a un lado la fruta y retiró un pañuelo del puño para limpiarse las manos. Ella continuó caminando. Él caminaba con ella.

—Sí, continuamos —dijo Leila en voz baja—. Johnson estuvo de acuerdo en pagar el doble.

—Te sangra la nariz.

—Debía asegurarme —dijo ella, y aceptó el pañuelo tan pronto como dejaron el teatro.

Capítulo 6

El camino estaba empapado y bordeado de escarcha; los cascos de los caballos agrietaban el hielo embarrado con cada tranco. Era un día plomizo, con nubes que amenazaban con la caída de aguanieve de ahí a unas pocas horas, según el cálculo de Ronan. Noviembre siempre era una época mala para viajar hacia el norte. Pero hacia el norte iban. Al norte hasta Kelmere, y Kell.

A pesar del tiempo, sentía que su corazón se elevaba con el pensamiento.

Habían pasado por la muralla de Adriano el día anterior por la mañana; se sentía bien al estar fuera de Inglaterra, de vuelta al campo abierto con el aire limpio, los prados ondulados y el cielo azul. Bien… un cielo que sería azul detrás de esas nubes. Por sus rostros podía adivinar que los demás sentían lo mismo, incluso con el viento y el frío. Era el viento escocés, y el frío escocés. Eso marcaba toda la diferencia.

Las colinas se volvían más empinadas, largas extensiones de terreno despojadas de cebada y centeno, seguidas de bosques vírgenes. Había nevado no hacía mucho, había hecho calor después y luego había refrescado otra vez, por lo que los árboles y los cultivos con rastrojo permanecían cubiertos de carámbanos. Unos rebaños de ovejas de cabeza negra vadeaban con serenidad mientras hacían crujir el hielo al igual que la paja.

En la distancia, Ronan imaginaba ver que comenzaba el borde de las verdaderas montañas, dentadas y filosas, una belleza estridente y espléndida que los esperaba. Y al otro lado de ellas, el océano.

Ahora estaría revuelto, con espuma por las tormentas invernales. Profundidades oscuras, espuma blanca, frío, salvaje y atractivo. En Kell golpearía la costa en un color azul, verde por la ensenada… verde pálido, como…

No.

Estaba haciéndolo otra vez, lo que juró en privado que no haría. Pensaba en ella. No era propio de él desperdiciar su tiempo. Y eso es todo lo que era: un desperdicio.

Se levantó el viento, soplaba húmedo en su rostro. Miró hacia el cielo, levantó la mano y observó que su guante tenía motas oscuras. Maldición. Aguanieve escocesa. Se había equivocado al pensar que demoraría un poco más. Tendrían que buscar un refugio para la noche.

Se acomodó en la silla de montar y vio que Baird se ajustaba el tartán para cubrirse mejor el cuello.

—New Cumnock, detrás de nosotros —dijo el hombre—. O Auchinleck por delante. No llegaremos a Ayr esta noche.

—No. —Ronan estaba de acuerdo. Volvió a observar el cielo, el aguanieve caía sesgada en apretujados dardos blancos—. Auchinleck. ¿Qué dicen, muchachos?

Habían llegado lejos, aunque no lo suficiente. Kelmere estaba suspendida, brillante, como una promesa del otro lado de las nubes. Nadie deseaba desandar el camino. Los caballos estaban sin aliento, suspiraban y sacudían la cabeza, y los cuatro hombres del Clan Kell empujaban hacia adelante a través de la tormenta creciente.

Auchinleck era pequeña y sólo había una posada, aunque era más una taberna con una gran chimenea. Ronan había estado en Quaichs antes… mucho tiempo antes, pero no creía que el posadero lo recordara. Había sido al menos un siglo atrás.

Estaba contento de ver los edificios viejos aún en pie, una nueva capa de pintura debajo del hielo y no uno, sino dos mozos de cuadra que corrían para darles la bienvenida. Casi llenó una medida adicional de avena para sus caballos y cogió el equipaje. Con algunos pisotones, se quitó el barro de las botas y llevó a sus hombres hacia la entrada, donde un muro de aire cálido los empujó cuando abrió la puerta.

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