La última sirena – Shana Abe

Temblaba. Medía la distancia entre donde estaba él y la escalera y sabía que nunca lo lograría. El océano estaba mucho más cerca.

—Lamont —dijo él con ferocidad—. Trabaja para Lamont.

—No sé quién es —gritó ella.

—No me mienta.

Intentó morderse la lengua con la verdad y no pudo.

—Dijo que se llamaba Johnson.

Permanecía cruel, parco e inmóvil. Sus ojos eran de un azul ártico.

Luego, se movió. Sin apartar la mirada, sin decir nada más, llevó una mano a su garganta y tomó los lazos de su mantilla. Sus dedos le dieron una sacudida y el nudo se desató con el pequeño salto de los firmes hilos. Satén y lana cayeron en una pila sobre la cubierta.

Y entonces, su mirada se congeló en la de ella. Lord Kell comenzó a quitarse la ropa.

Capítulo 10

Ya había desenvainado la daga antes de que él terminara de desabrocharse la camisa.

—Lejos —le ordenó, y el sol brilló por la hoja como una delgada serpiente de plata. Leila sabía como utilizarla y sabía que se notaba; la mano no le temblaba, aunque parecía que todas las demás partes de su cuerpo lo hacían.

Lord Kell hizo una pausa y bajó las manos. Sus ojos fueron desde la daga hasta su rostro. Sus labios se levantaron en aquella sonrisa peligrosa.

—¿Va a matarme ahora, Lina?

—No. Todo lo que quiero es… que se quede allí. No se mueva.

—¿Adonde iría? Está en mi barco. Está a millas de distancia en alta mar.

El viento le soplaba el cabello y se lo introducía en los ojos. Leila parpadeaba mientras su mente corría a toda velocidad. La escalera, la puerta. ¿Había un cerrojo del otro lado? Sin duda que sí. Por cierto debía haber algo para asegurarla contra las tormentas y los ladrones…

—Camine hacia la izquierda —le ordenó—. Despacio, no crea que no puedo herirlo.

Las pestañas color tostado bajaron.

—Sí. Ya lo se.

—Excelente. Entonces escúcheme, milord. No quiero lastimarlo. Sólo quiero marcharme. A la izquierda, si no le importa.

Él no se movía.

—¡Lord Kell! —Su voz se quebró con su nombre. —¡A la izquierda! ¡Ahora!

Levantó la mirada hacia ella pero no volvió a sonreír.

—¿Cuánto le pagó?

No se iba a mover. No le temía a ella, ni a su daga. Su corazón le latía con fuerza; se sentía mal por dentro y nada en el mundo lo iba a mover.

—Lina. ¿Cuánto por mi vida?

—Ya le dije —comenzó a moverse poco a poco hacia un costado, hacia la escalera— que no me llame así.

—Deténgase.

Lo dijo en voz baja, pero la palabra resonó en sus delicados oídos como una campana que tañía y tañía una nota larga y repetida. Le paralizó los pies y las piernas. Intentó levantar un pie y no pudo.

¡No! No, no podía sucumbir ante eso; no otra vez. Leila apretaba la mandíbula y pensaba: ¡Concéntrate! El viento soplaba racheado y la empujó hacia atrás; pudo mantener el equilibrio y luego retroceder un paso más. La daga tembló. Sin embargo, el conde sólo miraba con el rostro firme, calmo y hermoso.

Ella imaginaba un halcón que sobrevolaba silencioso en una corriente de aire, una muerte salvaje que se mantenía bien en lo alto, que esperaba con paciencia por su presa, por un solo error inevitable.

—¿Cómo puedo llamarla? —preguntó Ronan con suavidad—. Tiene otro nombre, lo sé. ¿Cómo la llama Lamont?

Negó con la cabeza y el cabello volvió a introducirse en sus ojos.

Otro paso. Otro. Ella se atrevió a mirar hacia la escalera. Se iba acercando. Podía lograrlo… Iba a hacerlo…

Cuando miró hacia atrás, Lord Kell estaba parado justo detrás une de ella. Sus ojos mantenían esa mirada fija continua.

—Deme el cuchillo.

Leila abrió los dedos. Un sonido similar a un sollozo dio de su pecho.

—Démela.

Él extendió la mano y la daga cayó de su palma. La levanto, la observó y notó el cuero gastado de la empuñadura: con una pequeña marca en la hoja que ella le hizo cuando le erró al blanco de heno y en su lugar, cortó el cable del fardo. Luego, el conde se dio la vuelta y la arrojó al mar.

Mientras estaba de pie, callada y observando, él pasaba sus manos por delante de ella, por detrás y a los costados, fue una búsqueda rápida, desapasionada que dejó ver la abertura escondida de sus faldas y su camisa, la liga que llevaba en el muslo y en la que había guardado la daga. Con los rostros próximos y la mirada de él congelada en la de ella, abrió su mano contra su piel desnuda; siguió la liga por todo su contorno y luego hizo lo mismo con la otra pierna. Recordó que el estilete de repuesto estaba muy bien guardado bastante lejos, en el baúl.

Él retrocedió con los ojos oscuros.

Se quitó la camisa.

Se sacó el cinturón y la vaina.

Apartó con cuidado sus botas y la espada y las colocó contra la pared inclinada del casco.

Comenzó a desabrocharse los pantalones y Leila cerró los ojos, pensaba: Corre, corre, corre. Pero nunca se movió, ni siquiera cuando sintió que sus brazos la rodeaban y su respiración estaba en su oído.

Se inclinaron juntos y cayeron; el agua fría la golpeó como la inconsciencia.

* * * * *

Estaba muy fría para ella. Ronan lo sabía. La sostuvo y esperó el cambio, que la sensación de la espuma y la luz alcanzaran su nivel más alto en él, que su herencia lo consumió ni como lo hacía siempre en el agua salada y entonces otra vez fue todo lo que era.

Ella intentó girar para escaparse pero no se lo permitió El vestido daba vueltas y se abría como una flor de loto en las olas. Estaba fría y no podía respirar. Deseaba herirla y se daba cuenta de que no podía: Ronan la apretó junto a él y siguió las corrientes que lo llevaban a casa. A Kell.

Mantuvo la cabeza de ella por encima del agua. Se aseguró de que así fuera con los dedos firmes en su garganta. Podía sentir su pulso bajo la palma de la mano, cómo latía cálido y rápido, y luego frío y rápido, y luego más y más lento.

La empujó sobre la ensenada arenosa. Tenía los ojos cerrados y los labios pálidos. Sus manos caían lánguidas a los costados con los dedos relajados y el encaje empapado. Se inclinó sobre ella y presionó un beso que rechinó en sus labios, sin poder ayudar demasiado y luego impuso el cambio otra vez, más fuerte y con más tranquilidad en Kell que en ningún otro lugar en el mundo. Ronan levantó a su asesina en los brazos y se puso de pie, desnudo y brillante por el agua. La cargó por las viejas escaleras desmoronadas hasta el interior de las ruinas de la sirena.

La luz del sol se inclinaba sobre ellos. Leila bajó el rostro contra el pecho con un pequeño gemido.

¡Viva! Por fin…, pensó él denodadamente.

No pesaba casi nada. La mayor parte de su peso, en realidad, parecía ser el vestido turquesa, ahora empapado, que chorreaba gotitas de mar y arena.

Recordaba el abanico con el estilete silencioso dentro, la daga oculta. Sólo Dios sabe que más había oculto en su persona.

Muy pronto pensaba descubrirlo.

Leila despertó fría y con la garganta rasposa o irritada. Estaba oscuro y se sentó para buscar la taza de agua que siempre tenía junto a la cama. Su mano sólo tanteaba en un espacio vacío.

No había taza. No había mesa de noche. Sintió una sacudida con sensación de mareo a causa de la desorientación, por la confusión y el pánico. Se puso de rodillas y luego de repente sintió el impacto con el duro piso de piedra en lugar de las alfombras cálidas de su habitación.

—¿Despierta? —dijo una voz desde la oscuridad y Leila se sobresaltó y giró. Su mente corría en un aluvión… El conde y el barco y el mar…

De manera instintiva estiró la mano para tomar su daga pero ya no estaba. Sólo sintió su pierna desnuda… No llevaba nada puesto, ni siquiera su camisa. No era de extrañar que estuviera helada.

—No se moleste —dijo él mientras ella giró de nuevo en la cama—. No tiene nada más que esconderme, querida.

Buscó a tientas hasta que encontró una manta y se envolvió en ella. Hasta le había desatado el cabello; se enredaba en las dobleces al arroparse. Leila saltó encima de la cama y permaneció allí al acecho. Intentaba ver más allá de la oscuridad total, intentaba escuchar cualquier indicio de él por encima del estruendo apagado de las olas y el leve silbido de la brisa en las piedras.

Sintió el escalofrío de su mirada. Él podía verla. Podía verla en esa noche oscura y ella no podía verlo a él.

—No estoy asustada —dijo, aunque su voz era ronca y débil.

—¿No lo está?

Se encontraba a su derecha. Adivinaba que estaría a unos veinte pasos. Leila se dio la vuelta en esa dirección.

—Si hubiera querido matarme, ya lo hubiera hecho.

—Tal vez no. Tal vez quiero… torturarla un poco primero.

—Puede intentarlo —replicó ella con un certero tono amenazador.

Él hizo un sonido que podría haber sido una risa.

—Hay diferentes métodos de tortura, Adelina.

Permaneció callada; escuchaba. Él parecía acercarse. Ella tenía la suficiente habilidad para saber cómo luchar a ciegas; si se acercaba, pensaba que podía cogerlo de la garganta o la ingle. Un golpe tendría que bastar. Leila sabía que no tendría una segunda oportunidad.

—Se imagina una tortura física, por supuesto —dijo Lord Kell con su voz melodiosa—. Pero yo conozco otras formas. Cuénteme, Lina, ¿sabe lo que es perder a alguien que ama?

—Sí—dijo ella.

—¡Vaya! —Hizo una pausa a no más de quince pasos. Pensaba que casi podía verlo, grande, una sombra entre las sombras—. No le creo.

—No me importa.

—Pruébemelo, Adelina. Quizás le demuestre piedad. Nunca se sabe.

—Cuando tenía diez años mi padre masacró a mi abuela y quemó mi pueblo entero hasta dejarlo en cenizas. —Dio un pequeño brinco sobre la cama para comprobar el muelle y calcular su patada—. Y eso era todo lo que amaba.

—Una historia realmente triste.

—No por completo. Escuché que él mismo tuvo una muerte desagradable. Locura. Por la sífilis.

La habitación… ¿alcoba?… quedó en silencio. Ella respiró superficialmente y levantó los puños.

—¿Quién es Don Pío?

—Mi amante. Mi marido. El hombre que lo matará.

—Hay algo en su tono que carece de sinceridad, Lina.

—¡Vaya! —exclamó—. Soy muy sincera. Si lo encuentra, lo matará.

—Sin duda. —El conde sonaba divertido—. Pero no es su amante, ¿no es cierto?

Se había movido otra vez. Cambiaba de lado. Ahora estaba a su izquierda. Ella contrarrestaba su maniobra retrocediendo en la cama y corriendo una manta a sus pies.

—No —dijo el conde decidido—. No es su amante. No besa como una mujer bien amada.

Eso la hirió, puesto que sabía que era a propósito.

—¿Por qué no hablamos de usted, Lord Kell? ¿A cuántas mujeres sedujo, raptó y atormentó en la oscuridad?

—Fueron muchas —murmuró—. Me temo que perdí la cuenta.

El viento traía su perfume… ¿o era el océano una vez más? Leila se movía sobre el colchón incómodo. Intentaba mantenerlo delante de ella.

—Ni siquiera preguntó dónde estaba, Adelina. Estoy un poco sorprendido. Por lo general, es lo primero que quieren saber mis víctimas.

No estoy asustada, pensaba ella mientras arrollaba los dedos de sus pies en la cama blanda. No lo estoy.

—Quizás ya lo adivinó, entonces. Parecía tan demacrada en el barco que pensé mostrarle Kell directamente. ¿Qué piensa, querida? ¿Le agrada?

—Deme una luz —dijo ella sin pausa— y se lo diré.

—Hmm. Prefiero que no. Disfruto ver cómo me buscas puedo verla, Lina. Tal vez eso también lo adivinó. Y entonces debo suponer que sabe lo que soy. Me pregunto, realmente me pregunto cómo pudo sacar esa conjetura. Es un secreto muy bien guardado.

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