La última sirena – Shana Abe

Capítulo 4

Una vez, de niño, Aedan había perseguido una libélula a través del prado, había seguido la ardiente hebra azul hacia los bosques donde, se decía, habitaban las hadas.

La había perseguido con la alegría de la juventud, con saltos, brincos y aplausos hasta que una raíz oculta lo hizo tropezar y se golpeó la cabeza contra el suelo.

En sus sueños, las hadas del bosque seguían apareciendo, aladas, sonrientes y doradas. Cuando despertó y se recuperó no le contó a nadie acerca de ellas; incluso de niño, Aedan supo lo que significaba ser tocado por las hadas. Sería apartado de su gente, venerado y temido. Mantuvo ese secreto en lo profundo de su corazón. Sin embargo, a pesar de todos los años que habían transcurrido desde ese día de primavera (quizás como castigo por su silencio) las hadas Continuaban volviendo a él a su antojo, lo perseguían en sueños maliciosos y secretos.

Había pensado que la fantasía de la mujer era un eco de aquellas hadas. Tenía la misma clase de fantástico resplandor, los mismos ojos brillantes y una helada caricia.

Pero en ese instante, en la gran sala, Aedan sólo podía mirar y cuestionarse, ya que allí estaba una vez más… un hada que no lo era, porque la mujer en la silla no tenía alas y su brillante cabello era definitivamente más rojo que dorado, con lazos de perlas trenzados en él y piedras preciosas en las muñecas. Llevaba puesta una túnica de color verde con un estilo que él no reconocía, suelto, tan suelto que sólo cubría su hombro derecho, y dejaba un seno expuesto a la luz del sol, alabastro salpicado de rosado. Un brillante relicario de plata colgaba de su garganta.

Aedan cerró los ojos. Los volvió a abrir.

Todavía estaba allí.

Quería mirar su rostro y se dio cuenta de que no podía. Quería mirarla a los ojos que serían del color del atardecer, pero, una vez más, no pudo.

Ella era real… pero, ¿cómo podía ser? Por todos los cielos, acababa de soñar con ella…

—Hola —dijo la mujer con un tono de voz de dulce pecado al devolverle el saludo de hacía unos instantes atrás.

Aedan no respondió. En cambio, intentó ponerse de pie, se abrazó a la pared que estaba detrás de él. En su lucha, golpeó el cáliz hacia un lado; giró con un repique recriminatorio.

La mujer no se asustó, no tuvo miedo del movimiento brusco de Aedan, no debería, pensó con toque de humor negro. Ella se encontraba lejos y la pierna de él estaba inutilizada. Claramente, no constituía una amenaza. Las heridas que parecían enmudecidas poco a poco recobraban vida, implacables. Pero se sentía mejor al estar de pie, incluso con la pared como apoyo, y una vez que estuvo parado se esforzó para volverse y examinarle el rostro.

Era tal cual la recordaba: perfección, piel pálida, mirada cautivadora, labios de rubí, un escueto rubor en las mejillas. Había estado en lo cierto al pensar que era una fantasía; su belleza era casi perturbadora, como la llama de su cabello y la oscuridad de sus ojos.

No cabía duda de que había soñado con ella. Ella era quien lo había salvado, lo sabía. Ella era la mujer que había estado buscando, la otra superviviente de la isla.

Parecía muy poco probable; miró a su alrededor; con seguridad tendría que haber alguien más, un marinero encallado, un pescador. Ella no podía estar sola. ¿Cómo podría una mujer sola sobrevivir en Kell?

La mujer sentada en la silla elevó una de sus cejas aladas… Nunca supo si fue por diversión o curiosidad. Habló nuevamente, esta vez con un lenguaje fluido que no pudo comprender, y luego hizo una pausa, expectante.

—Hola —respondió Aedan, finalmente había encontrado su voz.

—Ah —comenzó a hablar la lengua de Aedan—. Escocés. Lo suponía.

Su acento no era puro. Tenía un ritmo, una leve nota de canción, escurridiza. O quizás lo estaba imaginando. Por Dios, se sentía tan extraño, como si el sueño no hubiese terminado nunca y estuviese atrapado dentro, sin saber qué hacer.

Despiértate, le reprendió su mente. Despiértate. Eres el líder del ejército. Las vidas dependen de ti. Decide. Ordena.

—¿Quién eres? —preguntó Aedan con voz suave, aunque ella todavía no mostraba señal alguna de temor.

—El guardián de la isla —respondió la dama.

—¿Guardián?

—Sí.

Miró una vez más a su alrededor, a las mesas y sillas, dos braseros altos que brillaban sutilmente detrás de ella, el incienso que había olido antes se disipaba más allá del hierro negro.

—¿Durante cuánto tiempo has estado aquí?

Hizo una mueca con los labios y una ligera sonrisa.

—Desde siempre.

—¿En qué barco… —preguntó con claridad— has venido?

—En ningún barco.

—¿Has nacido aquí? —no se esforzó por ocultar su incredulidad.

—No. —Y su sonrisa se volvió más amplia.

Ella lo estaba disfrutando. Aedan sintió una oleada de cólera al reconocer que estaba jugando con él en tan horrendas circunstancias, después del pasillo y las escaleras y su pierna rota que latía del dolor. Para cubrir su ira, se volvió para buscar su jabalina. Estaba apoyada sobre una de las mesas, no demasiado lejos. Cojeó hasta el lugar, la levantó. La espada no estaba a la vista.

Todo el tiempo lo observó, un gran silencio cubrió una vez más el gran trono.

Aedan de Kelmere había encabezado veintidós batallas desde los dieciséis años y sólo había perdido una. Había sangrado y llorado y sufrido por su gente, para que tuvieran una mejor vida y para cumplir con la voluntad de su padre. Había presenciado cómo amigos y enemigos morían en su nombre. Era un guerrero, un cazador, un príncipe. No se detendría a jugar con esa mujer, sin importar el color de sus ojos.

—¿Cómo llegué hasta aquí? —demandó, con mayor firmeza que antes—. ¿Dónde están mis hombres?

—No lo sé.

Ayudado por la jabalina, comenzó a caminar hacia ella, pasando por el sinuoso laberinto de mesas.

—Fuiste tú… ¿No es así?… El cáliz de agua. Las tablillas en mi pierna. Debes de saber algo de lo que me sucedió.

—Sé que estabas perdido y te encontré. Sé que te habían arrojado al mar y, en consecuencia, a mí.

—¿Qué?… —Sintió nauseas, repentinas y agudas. Tuvo que hacer una pausa para poder controlarlas; presionó la jabalina de tal forma que sus nudillos se veían blancos—. ¿Qué quieres decir con «arrojado al mar»?

—Te arrojaron por la borda. ¿No lo recuerdas, escocés?

—¿Yo estaba… en un barco?

—En un bote —corrigió—. Demasiado pequeño para el temporal que había. Quizás no fuiste el único sacrificio para el mar esa noche.

Y sin advertencia alguna, lo recordó: la amarga lluvia, el sabor a sal en su boca. Voces que debatían su vida. Y un rostro en el agua… el rostro de ella. ¿Cómo podía ser?

—Me rescataste —dijo Aedan y luego negó con la cabeza. —Pero, ¿cómo llegué hasta el bote? ¿Quiénes eran esos Hombres? ¿Cómo me encontraste en medio de la tormenta?

—No sé nada más sobre el bote o los otros hombres. Solo se de ti.

Y, por Dios, que él sabía sobre ella también.

Aedan luchó contra esa imagen; no lo ayudaba en ese momento recordar el sueño que había tenido, aquellos sueños acalorados que giraban en torno a una extraña. Necesitaba realidad, no fantasía. Necesitaba respuestas.

Aedan había llegado a tierra. Ella lo había encontrado. Eso es lo que debe de haber sucedido. Pero frunció el ceño mientras intentaba recordar y la náusea se hacía más fuerte hasta incluso llegar a su garganta.

Oscuro mar, una tormenta violenta lo sacudía más y más… Los brazos de la mujer a su alrededor, cabello largo arremolinado.

Aedan hizo a un lado sus recuerdos, mareado, luchó para no darse por vencido y caer de rodillas y tener arcadas. No sufriría vergüenza delante de ella… lo vencería. Apretó los dientes y miró el techo, contó las piedras y los hoyos Mita que sintió que el cuerpo le respondía nuevamente y que podía hablar.

—¿Quién eres tú?

—Ione.

—Ione. ¿Vives sola aquí?

—No —dijo con seriedad—. Tú también estás aquí.

¿Se estaba burlando de él? No había rastro de burla en ella, sólo esa mirada azul llena de soberbia rodeada de humo y luz.

—¿No hay nadie más? ¿Sólo tú y yo en toda la isla?

—Hay pájaros. Hay focas. Hay gran variedad de peces…

—Gente —interrumpió con sus dientes apretados—. ¿Hay alguna otra persona?

—Ah. Gente— dijo con suavidad—. No.

Quería tomar asiento, pero no confiaba en que su pierna le permitiera ponerse de pie luego. Se pasó una mano por el rostro, se olvidó del corte que le habían provocado los pictos e hizo una mueca al encontrar sangre. Malditos.

Había una silla cerca de Ione, justo en medio del rayo de luz. Aedan se dirigió hacia allí y apoyó las manos sobre el respaldo. Ione miró el progreso de su acción sin interés. Aedan mantenía la vista posada en el rostro de Ione, ignoraba su cuerpo iluminado por el sol, su seno desnudo y brillante… su perfume, ardiente con el sol y todo, todo tan femenino…

No dejaría de observarla. No se distraería por la suelta túnica verde, por su piel de marfil. Todavía tenía preguntas, tenía planes que hacer…

El pecho de Ione se movía rítmicamente, con serenidad. Con perfección, como todo lo demás. Aedan recordó sus sueños, su cabello satén. Sus pezones, tensos contra las palmas de sus manos.

—¿Sientes dolor, hombre?

—¿Qué? —Desvió la mirada que se mantenía fija en ella.

—Dolor. —La mujer, Ione, se inclinó hacia delante, dejando que su túnica se abriera un poco más—. Tu pierna. ¿Duele?

—Está rota —regañó. No miraría, no miraría hacia abajo—. ¿Qué piensas?

—Pienso —dijo— que no deberías estar fuera de tu lecho.

Quizás era el incienso que le nublaba los sentidos o el calor del sol sobre la cabeza. No podía pensar con claridad. Pronunció la palabra lecho y todo su cuerpo respondió «sí».

Io se acomodó en la silla. La luz del sol bañaba todo su cuerpo. Sabía cómo Aedan la veía: ardiendo en llamas como una solitaria chispa en la noche, colores brillantes y un deseo tácito. En los pálidos ojos color plata de Aedan, ella se veía reflejada y le gustaba lo que veía.

Aedan la deseaba, más allá del sufrimiento, más allá de la confusión. Aedan la deseaba. Ese helado abatimiento que había reservado en la ventana de la torre había desaparecido.

Bien.

—¿Subimos? —preguntó.

Aedan frunció el ceño; su atractivo hombre oscuro no respondía y algo acerca de él la conmovió; quizás la forma en que utilizaba la silla para calmar su dolor o el modo en que luchaba para pelear contra su inteligencia, o simplemente el surco de su ceja cuando la miraba. No podría haber sido tan fácil, ahogarse, morir, caminar hacia ella y hacia Kell.

Ione se estiró y apoyó su mano sobre el hombro de Aedan.

—¿Te sientes mal? Él miró su mano.

—Sí—respondió lentamente—. No me siento… bien.

Ione se puso de pie. Aedan no se alejó de ella, ni siquiera cuando los estorninos susurraron en el nido que se encontraba en las vigas que estaban por encima de ellos y enviaron un remolino de motas de tierra alrededor de ellos, una tormenta de duendes al sol.

Los músculos de Aedan estaban tensos, ardientes. Los dedos de Ione se deslizaron sobre la túnica de Aedan en una caricia desnuda.

—No tengas miedo. La enfermedad pasará; Kell te ayudará a recuperarte. Es mi casa. Eres bienvenido aquí.

Aedan no hizo nada para aceptar sus palabras ni su caricia; sólo bajó las pestañas, como para esconder sus pensamientos.

—Escoceses —suspiró—. Un romano me lo hubiera agradecido.

El hombre levantó el rostro hacia el cielo, hacia el sol y hacia aquellos inquietos pajarillos. Las líneas que rodeaban sus labios comenzaron a relajarse para esbozar una sonrisa. Era una sonrisa muy hermosa, débil pero una sonrisa que le recordó a Ione aquellas espléndidas noches estrelladas y sus propias ambiciones.

La sonrisa se convirtió en una risa silenciosa.

—Creo que debo de estar dormido todavía.

—Ven —le instó, todavía acariciándolo—. Ven conmigo, escocés.

—Mi nombre es Aedan —dijo. Y le permitió que lo ayudara a subir las escaleras.

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