La última sirena – Shana Abe

Él intentó tomarle la mano pero ella la soltó. Le cambió la expresión: su boca se ponía tirante y la tomó por la fuerza, con los dedos enhebrados entre los de ella.

Le molestaba que rehuyera a su roce; aunque Ronan entendía por qué le molestaba. Había sido abierto y honesto sobre quién era, se había expuesto por completo ante el sol y la tierra. Era demasiado tarde para esconderse de ella, aun aunque estuviera predispuesto a hacerlo, lo cual no era el caso. Ella se había enredado en su vida, y si sufría un poco las consecuencias. No podía compadecerse de ella. No lo haría.

Sin embargo, no quería que le rehuyera. No quería que se apartara de él como lo hacía ahora, con los ojos almendra bien abiertos y el pecho que se elevaba y caía un poco más rápido. Lo tocaba en algún lugar más profundo y tampoco quería eso.

Le preguntó:

—¿De verdad es casada?

Observaba cómo lo pensaba, sopesaba verdades, mentiras y consecuencias, y entonces se le cayó la máscara: su mirada de ojos verdes cambió, miraba algo por encima de los hombros de él, sus labios se aplanaron en una línea.

—No.

—Anoche le dije que no tenía intención de matarla —dijo Ronan—. Con toda certeza, es más de lo que usted me brindó, y no miento, Leila.

Ella volvió a mirarlo con las cejas levantadas. Sus ojos se proyectaron con mucha rapidez sobre el cuerpo desnudo de él.

—No suelo mentir —corrigió él y se alegró de ver que regresaba aquel rubor.

—¿Tengo que darle las gracias por eso? —preguntó con voz asfixiada—. Se abstiene de matarme, pero en cambio, ¿quedaré varada aquí? Anoche también dijo que mostraría piedad. ¿Esta es su idea sobre eso, milord?

—Creo que sólo dije «quizás».

Ella volvió a tirar de su mano y él sólo la sostuvo con más firmeza.

—Venga a comer —dijo Ronan con firmeza—. Me esforcé bastante por complacerla, doña Adelina.

Introdujo la mano de ella en la curva de su brazo y la condujo por las escaleras junto a él.

Como un niño, le agradaba imaginar cómo habría sido alguna vez el castillo cuando era nuevo y estaba intacto. Hoy apenas podía verlo, con el sol que brillaba en lanzas pálidas por el techo y cada una de las largas ventanas que aún se encontraban perfectamente enmarcadas en la piedra. Había telas que se ondulaban en algunas de aquellas ventanas (gallardetes medievales o banderas de barcos, según creía él, en fantasmagóricos colores desteñidos). Habían estado colgadas toda su vida y nunca las había bajado; no sabía por qué. Suponía que siempre le habían parecido silenciosas y elegantes, viento visible para seguir en noches largas y sin sueños.

No obstante, Leila las miraba con desconfianza, y ahora Ronan las veía otra vez: en jirones, deshilachadas y una elevación ingrávida y espeluznante. Ella caminaba más lento que nunca, se acercaba a él poco a poco. La manga tupida del vestido que había elegido para ella rozaba con suavidad su piel. Como un deseo. Como una invitación.

Sólo podía ver la curva de su hombro, donde terminaba el vestido. Sólo podía ver la caída de su cabello contra la capucha. Lo llevaba trenzado, una gruesa cuerda de luz y su contraste con la marta chocolate lo hacían pensar en cosas más oscuras. En deshacer la trenza. En extender sus dedos por su cuerpo y verlo, su cuerpo hermoso y esbelto, desnudo por completo sobre su cama. En la luz del día. Envuelta, acostada en la marta…

Leila tiró con bastante fuerza de su mano.

Él no la soltó.

Ronan la llevó a la cocina, donde la pared del sur hacía mucho tiempo que se había caído y había formado una especie de terraza escalonada al mar, piedra gris y aire limpio y el susurro de los pinos por encima de ellos. Ella hizo una pausa y miró fijamente la comida que él había puesto sobre las rocas, a la manta y las velas y los platos cubiertos. El vino y su cáliz.

—¿Qué es esto? —preguntó con recelo.

—El almuerzo —respondió y la llevó hacia adelante—. Su almuerzo, en todo caso.

Se acercó al borde de la manta de flecos v frunció las cejas. El aflojo los dedos y ella escondió ambas manos con rapidez en las faldas. Esta nerviosa, pensó, y le ofreció una sonrisa cruel.

—Creo que podríamos… hablar, Leila de España.

Ella miró a su alrededor, los helechos nevados, los arbustos y las hojas de pino brillantes que se mecían sobre sus cabezas. Su labio inferior sobresalía, dudoso una vez más; esperaba una trampa y aún no podía verla.

—Por favor —dijo Ronan, haciendo del pedido una orden—. Siéntese.

Así lo hizo, con cautela, teniendo cuidado con sus faldas llenas de arena. Se sentó sobre la manta como si fuera a ponerse de pie de un salto en cualquier momento. Bajó el mentón y lo miró a través de las pestañas; una vez más, ese bonito rubor volvió a sus mejillas.

—¿Le preocupa, milady? —preguntó con suavidad.

—En absoluto.

—¡Qué mentirosa tan atractiva es! —Se dio la vuelta y encontró el tartán que había dejado junto al cáliz; con rapidez lo envolvió en sus hombros y su cintura—. Pero entonces supongo que tuvo mucha práctica.

Ella sólo se sentó con su aspecto de tranquilidad distante, con las manos en el regazo.

Ronan se inclinó a su lado y retiró la cubierta del plato de carne sazonada.

—Pensé que le interesaría saber que su… socio, Don Pío, logró escapar de manera muy efectiva.

Levantó las pestañas.

—Sí —afirmó—. Fui a Kelmere y regresé. El Lyre atracó y su don Pío desapareció con las ratas. No es un compañero muy leal, supongo. Baird inventó un buen cuento sobre dónde nos habíamos marchado. Le dijo que usted estaba encerrada en su camarote con una enfermedad del mar fatal, pero por lo visto, a Pío le bastó con el cuento. Debe haber saltado del barco justo cuando llegaba al puerto. Lo siento —continuó con la mano apretada en el pomo de plata del tapaplato—. Siento mucho no haber llegado al Lyre más pronto para ahorrarle a mi gente el problema de salir a buscarlo.

—Proteja a su gente —le advirtió con seriedad— No atraparán a La Mano de Dios, y si lo arrinconan, matara sin dudas ni remordimiento.

Ronan hizo uso de su latín olvidado.

La Mano de Dios. ¡Qué bíblico!

Los labios de ella se curvaron y apartó su rostro.

—¿Quién es él en realidad, Leila? —Le alcanzó el plato de carne y extendió la servilleta. Ella lo aceptó sin mirarlo.

—Leila —la apuró con suavidad.

—Es el hombre que me crió. Después del regreso de mi padre, La Mano me encontró huyendo en lo que quedaba de mi pueblo. Me… me acogió.

—Qué generoso. Y sumamente increíble.

—Es la verdad. Se topó con los restos de Sant Severe y me rescató. Tenía la intención de pedir un rescate por mí. ¿Se da cuenta? —Le lanzó una mirada penetrante—. Mi padre era un hombre rico.

—Que tenía una hija en un pueblo.

—Su hija bastarda, sí.

Ella no comía. El comenzó a cortar la carne por ella.

—Entonces ¿por qué su padre lo quemó?

—Porque estaba borracho. Porque podía hacerlo. —Levantó un hombro y dejó ver un atisbo más profundo de piel color miel cuando el vestido se deslizó por su brazo. Lo subió otra vez con energía—. No creo que necesitara una razón. Don Federico era nuestro señor y todo lo que él quería, lo hacía. A quien quisiera, tenía.

—A quien quisiera —repitió Ronan, dejando las manos quietas.

—Mi madre. Mis primos. Cualquier rostro bonito le bastaba.

Él bajó el cuchillo y estiró la mano para tomarla del mentón.

—¿Cualquiera? —preguntó en voz muy baja.

—Ah, me temo que no, lord Kell. Yo escapé. —Leila lo miró con detenimiento, se negaba a mostrar debilidad, se negaba al cálido torrente de sensaciones que provenían de su roce—. Me fui al bosque y la dejé allí sola.

—A su abuela.

—Sí.

Se soltó de un tirón. Los recuerdos volvían a agolparse y no quería: la abuela y su rostro curtido, con su brillante cabello plateado como la luz de la luna contra la puerta de la cabaña; los caballos y los gritos, los niños dispersos por las colinas; Federico y la primera antorcha que agitaba riéndose sobre el techo de paja del herrero.

La abuela la empujó por la ventana de atrás y jadeó: «Corre, corre, mi corazón, corre y escóndete…»

—Pero usted sólo era una niña —dijo Ronan. Leila parpadeó y regresó, sobresaltada por encontrarse sentada allí junto a él en esa pequeña isla nevada, lejos de España y de aquella noche sangrienta.

Bajó la mirada al plato de carne fría. Levantó el tenedor (Lord Kell tenía el cuchillo) y lo bajó otra vez.

—Leila —dijo él—. ¿No cree que ella prefería que usted viviera?

El tenedor tenía dientes filosos. Era de plata, pesado, grabado con rosas y zarcillos. Otra Leila, en otra vida, sabría cómo transformarlo en algo horrible. En un arma, con fuerza rápida y brutal.

Esa era la Leila que su padre había forjado. Era la Leila que había nacido la noche en que murió su abuela.

Levantó la mirada hacia el conde. Él la observaba con aspecto de interés casual, con una rodilla levantada y el brazo relajado encima; sus dedos elegantes jugaban con el cuchillo, lo hacían girar y girar en círculos, pensativo. Ella se obligó a mirarlo, a encontrar sus ojos sin acobardarse, a ignorar el destello del cuchillo y la tentación maliciosa del tenedor.

No era esa persona. No debía ser esa persona.

—Ahora, ya todo terminó —dijo ella—. No tiene trascendencia lo que ella quisiera. Todo lo que me importa es lo que sucedió después. ¿Me va a liberar?

El cuchillo dejó de dar vueltas.

—No, no lo haré.

Ella lo aceptó asintiendo con la cabeza, mirando hacia el océano.

—Entonces ¿qué pasará ahora, Lord Kell?

—El almuerzo —respondió con ironía—. Como creo que le dije antes, y no necesita preocuparse. No lo envenené.

—Por supuesto que no.

—Me siento complacido, doña Adelina.

—No lo esté. —Clavó la carne y la levantó hacia la luz—. No me arrastró hasta esta roca de la isla sólo para envenenarme. Lo habría hecho en cualquier lugar.

—Es verdad. —Hubo una risa en su voz; cuando ella levantó la mirada hacia él, su rostro estaba cerrado y sus ojos azules brillaban—. Le confieso que tengo un plan mucho más diabólico en mente.

Ella se encogió de hombros una vez más, bravuconería pura, volvió a subirse el escote del vestido y comenzó a comer.

Carne, patatas, espárragos asados. Queso stilton y cheddar. Vino. Era una comida encantadora, digna de la casa más fina, dispuesta con una delicadeza de ensueño sobre porcelana y plata en una gruesa manta al lado de las ruinas con vista al mar.

Sin embargo, no era un sueño. Nada de eso provenía de la cocina en ruinas que se encontraba detrás de ella; debió haberla traído del barco de algún modo. Y lo debe haber planeado bien. La comida estaba fría pero seca; no era nada que hubieran arrastrado por el océano como a ella. Quizás la había traído en un bote de remos.

Tal vez había un bote en Kell. En algún sitio.

Como si ella pudiera descubrirlo. Como si le sirviera en lo más mínimo encontrar un bote de remos allí en medio del mar del norte. También podría preguntarle con amabilidad por el rumbo a Hades, ya que esto le sería de ayuda.

Lord Kell era un misterio debajo de la sombra cambiante la miraba con un interés encubierto. Observaba cada mordisco, cada movimiento de su mano. En un momento, se inclinó hacia delante y levantó el cáliz con piedras preciosas hasta los labios de ella.

—A su salud —le deseó por lo bajo.

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