La última sirena – Shana Abe

Desmontó con la ayuda de un muchacho de ojos grandes que le brindó apoyo con su mano para que luego saltara al suelo. Se volvió y saludó a su pueblo y al unísono, la aclamaron. Un rugido; un enorme clamor. Las llamas de las antorchas temblaron y centellearon.

El corcel dio un caprichoso paso y Caliese retrocedió para tomar las riendas. Deslizó su mano hasta el hocico y el c aballo se tranquilizó y luego hundió la cabeza en su busca, como pidiendo consuelo. Era una imagen preciosa: la bella y joven reina con una coronilla de lilas en el cabello; el poderoso corcel negro resaltaba junto a ella.

El sacerdote que estaba junto a la soberana observó el momento. Con gran majestuosidad se acercó más y se dirigió hacia ella en voz baja:

—El príncipe ahora está en un mejor lugar, mi reina.

Caliese levantó la cabeza. Por primera vez en días sonrió; una sonrisa alegre y resplandeciente que casi le quitó el aliento al sacerdote.

—Gracias, Padre —respondió—. Lo sé.

* * * * *

Esa noche mientras su hermana era coronada como Reina de las Islas, Aedan no durmió en lo más mínimo.

Ione lo encontró al amanecer, dormido en la habitación que su padre prefería, llena de objetos humanos colocados, según una vez le había dicho, de modo humano. Tres sillas alrededor de una mesa decorada con vidrio de color; un armario para objetos prácticos, mapas y pergaminos, tinteros, una vasija con arena fina; dos baúles con vestimentas, cerrados y contra la luz; un tapiz de un castillo, más pequeño que el suyo, con granjeros que caminaban a su alrededor y esparcían semillas en la tierra.

Aedan dormía desgarbado en una de las sillas con las piernas por delante y el mentón sobre el pecho. No parecía muy confortable. Sin lugar a duda, hubiera estado más cómodo en su lecho.

Io tomó una de las sillas desocupadas, se sentó con cuidado y esperó a que despertara. No contó las horas que pasaron. Sólo lo miró; admiró el rubor de la nueva luz que caía sobre él, su forma, sus brazos cruzados, su aliento.

Sí. Se decidió: le agradaba mucho más mientras dormía.

Durante las horas de sueño, su ferocidad se domaba; parecía más joven, las líneas de preocupación se esfumaban. Dejaba de ser una bella estatua de piedra, era nuevamente de carne y hueso, un simple ser humano, bronceado y con una incipiente barba que tornaba sus mejillas azules.

Se dio cuenta de que estaba contemplando sus manos, dedos fuertes que tomaban los codos, con rasguños pero igualmente elegantes. Manos capaces; sostenía un sable o un cáliz con igual gracia.

Recordó cómo se sentían sobre su cuerpo. Recordó el calor de sus labios, cómo la había besado como si fuera el rocío del verano, brillante y delicioso.

Ione apoyó la mejilla sobre su puño y reprimió un suspiro. Quería sentir ese beso una vez más.

¿Cómo era posible que pudiera sentir esas cosas por un hombre que apenas conocía? Aedan era todavía un misterio para ella; no sabía nada de él más allá de Kell. Era como si hubiera nacido del océano, como lo había hecho ella mucho tiempo antes, y todo lo anterior había palidecido y se había eclipsado hasta ese día. Pero no era así. Era un mortal. Había nacido de padres mortales en algún lugar, había crecido en una tierra de mortales. Había aprendido y vivido quizás en una de esas aldeas de mortales que ella espiaba.

¿Cómo era posible que su corazón estuviese tan lleno de él?

Io no encontraba una explicación. Sólo había mirado en sus ojos y había quedado cautivada, encantada por el espíritu que yacía en él; la dura y pura honestidad de su alma. Tendría problemas por la elección que había hecho. Siempre había tomado decisiones con rapidez, con precipitación, según su madre. Pero Ione no se arrepentiría de haber llevado a ese hombre entre sus brazos hasta su hogar.

No le importaba lo que sucediera.

En sus momentos de ocio, se preguntaba si eso era lo que le había sucedido a la primera sirena y a su pescador perdido. Esa dulce y ardiente esperanza en el pecho.

Aún dormido, Aedan giró la cabeza y una de sus ásperas trenzas se deslizó sobre un pómulo. Tenía el cabello desordenado, claramente necesitaba lavarlo y peinarlo.

Ione se inclinó y acomodó la trenza en su lugar. La bruma era extrañamente agradable debajo de sus dedos.

Cuando finalmente despertó, Ione no se movió, no quería sobresaltarlo. Aedan frunció el ceño, ofuscado, ante la nueva alcoba. Se acomodó en la silla con un quejido y se maneó el cuello. Sin embargo, ella siguió esperando y cuando la mirada de Aedan se posó en sus ojos, lo sólo hizo un gesto hacia la mesa de su padre.

—Te traje comida para interrumpir tu ayuno.

Pan duro y carne salada sobre una fuente. Un tazón de cerveza amarga obtenida de un barril intacto.

Ione deseó que le agradara. Ansió que fuera lo adecuado; sabía que los hombres comían diferentes alimentos en diferentes horarios. Pero no podía recordar bien qué alimentos iban en qué horario y nunca había tanta variedad en los barcos que la isla de Kell destruía. La cerveza había sido un golpe de suerte. El barril flotaba entre dos paredes de un casco hundido. Se había arriesgado al recogerlo. Las olas eran fuertes, pero se las había ingeniado para asegurarlo e imaginaba el rostro de Aedan cuando lo viera. Imaginaba el placer que sentiría con una bebida familiar.

Se filtró una corriente de aire. Llegó al escocés y pareció revitalizarlo; restregó sus ojos, se enderezó de modo tal que la silla quedó pequeña. Permaneció allí, contempló el tributo de Ione, sin hacer movimiento alguno para tocarlo.

Después de unos instantes, Ione dijo con vacilación:

—Si no te agrada, pescaré.

—No. —Se acomodó la pierna para poder sentarse más cerca de la mesa, todavía evitando la mirada de Ione—. Así está bien.

Aedan se concentró en la comida. Era simple y sencilla; el sustento de los marineros y de los hombres prácticos. Era la clase de comida que encontraría en cualquier lugar, en su casa o en casa de desconocidos al recorrer las tierras de su pueblo o en el extranjero, en uno de los barcos de su padre.

Pero no estaba en ninguno de esos lugares. Estaba en un lugar al que ningún hombre se arriesgaría a viajar, junto a una criatura que ningún hombre se atrevería a penetrar. Se dio cuenta de que Ione era lo opuesto a los alimentos que ofrecía, en todo sentido; incluso ella misma había dicho que era fuera de lo común, una fábula y un sortilegio, una mujer que no era mujer y sin embargo, era mucho más.

Sí; conocía bien cuánto más era.

En ese momento, con el sol que comenzaba a asomar, allí en una alcoba arenosa y azotada por corrientes de aire de un antiguo castillo, en una antigua isla, Aedan inició su proceso de aceptación. No tenía elección; aceptaba su destino o se volvía loco. Era inútil retar al destino, su padre se lo había dicho largo tiempo atrás con la mirada posada en la madre de Aedan y su largo cabello negro y sonrisa rápida y fulgurante.

Su madre había pertenecido a los Old Ways. Todos lo sabían; nadie hablaba acerca de ello. En secreto, ella había adorado la luna y aclamado el sol; había cortado mandrágora para los hechizos y muérdago para la suerte. De niño, Aedan la había seguido; como hombre, apenas la había amado; había aceptado la gran diferencia que había con su padre y los hombres de la iglesia. Cuando falleció, después del cumpleaños número diecisiete de Aedan, solo había regresado a la tumba en la oscuridad de la noche para ofrecerle una última ceremonia de humo, luz de luna y mirra.

Pensó, no sin una pizca de humor, que su madre habría estado de acuerdo con su increíble salvadora, al menos con su comportamiento.

Aedan levantó el tazón hacia Ione, quien lo miraba con su acostumbrado interés azulado. Luego, comenzó a comer.

La comida era horrible. El pan estaba duro como una madera, la carne tan tiesa que apenas podía morderla. Sólo la cerveza era decente y sospechó que era sólo porque le servía para quitarse la sal de la boca.

—¿Está sabroso? —preguntó, mientras Aedan daba otro mordisco.

—Sí —mintió, y estuvo feliz de hacerlo cuando Ione sonrió.

Al igual que la vez anterior, Ione no probó bocado. Aedan devoró cada migaja.

—Has terminado —dijo Ione, como si fuera una gran acción cuando Aedan posó el tazón vacío—. Salgamos.

—¿Adónde?

—Te dije que te demostraría que no estás loco. Estoy lista.

Ione se sentó hacía delante en su silla, ruborizada y hermosa, casi como una niña normal. Esa mañana tenía el cabello suelto, no había lazos con perlas ni adornos que pudiera ver. Caía por delante de sus hombros en mechas de un color que ni siquiera podía mencionar: rojizo y dorado, fuego y sol. Llevaba una capa rojiza, ajustada con broches de plata. Le llegaba hasta los tobillos, cruzados tímidamente debajo de la silla.

Ione notó que la estaba estudiando; una ceja levantada, una expresión que Aedan recordaba muy bien.

—Aunque sólo si es que estás preparado para enfrentar la verdad, escocés.

—Bien —dijo mientras se ponía de pie—. Estoy listo para ir.

Asintió con la cabeza y fue hacia un par de baúles que Aedan no había visto la noche anterior.

—Necesitarás algo más abrigado que esa túnica. Hace frío en las cuevas.

—¿Cuevas? —casi pronunció, pero se detuvo a tiempo.

Desde el otro lado de la alcoba, le lanzó un bulto de telas. Lo atrapó con facilidad y al agitarlo descubrió que era una túnica limpia color arena, tejida finamente con lana.

—¿Calzas? —preguntó Aedan.

Ione echó una mirada de duda hacia las tablillas de sus piernas.

—¿Botas? —insistió, e Ione se volvió y hurgó hasta que encontró un par.

Aedan tomó asiento una vez más y se colocó las botas mientras Ione permanecía de pie sin ofrecerle ayuda. Lo miraba a él y luego a la ventana y luego una vez más su mirada se posaba en Aedan. Se tomó su tiempo a propósito. Desató los cordones, colocó el pie dentro de la bota. Las tablillas entorpecían el proceso. Las suelas de cuero de venado todavía tenían la forma del pie del último dueño, finalmente, la sangre en su cabeza era difícil de soportar. Se ató la segunda bota con mayor rapidez, luego se sentó y parpadeó para hacer a un lado las manchas negras que le entorpecían la visión.

La túnica yacía sobre su falda. Miró a Ione. Ella le devolvió la mirada.

—¿Y bien?

—Sal —dijo Aedan.

—¿Por qué?

—Porque quiero que lo hagas —respondió de modo cortado.

Ione arqueó ambas cejas esta vez, pero se fue.

La tela color arena era suave y pesada; era un gran avance frente a su vieja túnica que no sólo estaba harapienta sino que también olía a la cena de la noche anterior. En un principio pensó que sería pequeña. Él era uno de los hombres más grandes de su clan, como decían siempre las costureras de Kelmere. Sin embargo, la nueva túnica parecía haber sido hecha para alguien aún de mayor tamaño, así que le quedó bien. Había una línea de caballos marrones cosidos en las mangas, extraños pero llamativos. Se preguntó por el origen del raro diseño, por la mujer que lo habría cosido y por el hombre que lo habría usado, al menos por un tiempo.

Ione lo esperó en el pasillo, cabizbaja, con el rostro oculto por el cabello. Cuando Aedan apareció, ella comenzó a caminar, sin volverse para mirar si Aedan la seguía.

Aedan caminaba más lento que Ione, su pierna ya había comenzado a dolerle y el madero de naufragio era realmente corto para un uso cómodo. Con rapidez, Ione tomó distancia y se deslizó por el pasillo sin sol. Cuando ya había recorrido la tercera parte de la escalera principal, se volvió con impaciencia y fue a buscarlo, agazapada. Le pasó una mano sobre la pierna y luego, por la cabeza; su caricia era templada, no así su rostro. Aedan no se movió y disfrutó del alivió que huía como agua fría por sus venas.

Caminaron juntos.

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