La última sirena – Shana Abe

Quería llevarla a ese lugar. Quería que la vieran en el pueblo. Con él.

Había sido un día muy, muy largo. Sus nervios estaban deshilachados después del avión, el mar, la tormenta y Kell, quizás también porque estaba empapada y exhausta. Pero la idea de que Ian MacInnes la usara públicamente para satisfacer sus propias necesidades le produjo un ardiente resentimiento en su ser. Ruri examinó la habitación una vez más y sólo encontró miradas esquivas, hombres y mujeres que bajaban la mirada y murmuraban mientras Ian reflexionaba.

Hizo a un lado el vaso de golpe. El aire lánguido de Ian desapareció al instante. Llamó su atención de inmediato.

—Me voy a peinar. —anunció, y se puso de pie.

Ian también se puso de pie y abrió la boca para hablar. Luego, miró más allá de ella, hacia la ventana.

—Ya llegó el automóvil. ¿Puedes esperar unos minutos más?

Grande y silencioso, un vehículo de cuatro puertas estacionó delante del pub. El limpiaparabrisas se movía de un lado a otro y apartaba las gotas de lluvia.

Los rostros que abarrotaban la habitación ahora miraban a Ruri abiertamente; semblantes que iban de sombríos a reservados y a simplemente curiosos.

—Bien. —No esperó a que la tocara una vez más; tomó la chaqueta y salió. Sus ojos se posaron directamente en la puerta. Estaba casi allí cuando las sombras del rincón volvieron a la vida; apareció una mano que la tomó de la muñeca.

Ruri se echó hacia atrás, por instinto, y una mujer anciana y delgada, de cabello rubio, surgió de la oscuridad con los dedos todavía clavados en la piel de Ruri.

Poco a poco, la mujer se acercó más, respiraba con dificultad por la nariz. Su voz fue una vibración grave, un siseo gutural.

—Sé quién eres.

—¿Disculpe?

Ian estaba allí, calidez contra su hombro.

—Déjala ir Aileen.

La mujer lo ignoró y observó fijamente a Ruri con una mirada oscura y hostil, con los labios para adentro. Olía a humedad, como aquellas viejas prendas de vestir que se guardan por demasiado tiempo en un armario. Había lápiz labial en sus dientes.

Ruri llevó su brazo hacia arriba y hacia abajo y logró soltarse, sintiendo el rasguño de las uñas en su piel.

—Aileen. —Era Mab, al otro lado de Ruri—. Siéntate ahora, querida. Se están yendo.

—Lo sé —repitió la mujer, sin quitar la vista del rostro de Ruri—. Lo sé.

Ian abrazó a Ruri por el hombro; con un giro agraciado simplemente pasó junto a la mujer, llevando a Ruri junto a él hacia la lluvia. La puerta del pub se cerró detrás de ellos.

Ruri respiró el aire húmedo y frío.

—¿Quién era?

—Aileen Lamont. —La llevó hacia el interior del automóvil—. No te preocupes por ella. Es tan sólo el personaje excéntrico del lugar. Cada pueblo de Escocia parece tener uno.

Mientras el automóvil de cuatro puertas comenzó a dar brincos por el callejón, Ruri se volvió para mirar La Sirena y descubrió que una línea de rostros la observaba detrás de las ventanas.

—¿Sólo uno? —preguntó y, junto a ella, Ian rió entre dientes.

Capítulo 8

Kell quería un jardín junto a nuestro palacio.

Desde mi punto de vista, era tan sólo otro componente del ser humano, pero insistió en tenerlo y finalmente le dije que hiciera lo que deseara si ayudaba a que se sintiera satisfecho.

Y así lo hizo. Era pequeño y, me temo que en un principio fue desastroso, con flores silvestres que se marchitaban en ánforas y retoños que habían sido rescatados de los naufragios y luchaban por afirmar sus raíces para sobrevivir. Pronto, nuestros hijos estuvieron dispuestos a ayudarlo, dieron largos paseos por la isla para descubrir nuevas y fascinantes plantas, nadaron hacia el arrecife para buscar en los barcos hundidos cualquier planta que no hubiera sucumbido aún al agua salada.

Kell era aficionado a las plantas que se rescataban del arrecife.

Después de unos años, tengo que admitir, superó mis expectativas. Su jardín se convirtió en un lugar de un lujo próspero, con árboles exóticos que escurrían frutas en racimos adornados con joyas, hierbas y flores que desplegaban colores a lo largo de los estrechos senderos.

Le obsequié un banco que había encontrado en el fondo del mar, de alabastro sólido, intacto, apenas desgastado por las corrientes marinas. A la luz del día, se veía fino, en especial debajo de la sombra del árbol de granada. A menudo, solíamos sentarnos allí juntos, sólo nosotros dos, a contemplar la curva de la costa de abajo y el amplio mar azul. La paz fluía alrededor de nosotros como los sueños de los dioses.

El único fallo del jardín era el ciruelo, salvado demasiado tarde del arrecife como para volver a florecer alguna vez. Kell lo mantenía en una vasija de arcilla grande y lo ubicó en el mejor lugar del jardín, junto al banco. Varias hojas se habían marchitado, pero él nunca abandonó la esperanza. Cuando el viento silbaba, las ramas púrpuras se agitaban y las hojas que le quedaban, se movían en alerta.

Sin embargo, gradualmente, para mi sorpresa, la dedicación de mi esposo dio sus frutos. El ciruelo comenzó a brotar y a dar nuevas hojas.

—Has hecho un buen trabajo aquí —le dije un día mientras estábamos sentados juntos y yo apoyaba mi cabeza sobre su hombro bronceado.

—¿Te agrada? —preguntó, mientras acariciaba mi brazo.

—Sí.

—Eso era todo lo que quería.

Sonreí, hechizada.

—¿De verdad?

—Sí. —La caricia fue disminuyendo hasta terminar—. Mi madre…

Esperé, su mano se detuvo en mi codo.

—Sí, tu madre… —repetí para que continuara.

—Tenía un lugar así. No tan bello como éste, por supuesto. No tenía… —Su voz se volvió tenue y su mano se alejó completamente de mí. Levanté la cabeza.

Observaba el horizonte con la mirada perdida. Había un recuerdo en su rostro, un recuerdo que no me incluía a mí. Me acerqué más, deslicé mis dedos por su negro cabello. Después de todo ese tiempo, había algunas canas grises pero sus rasgos, cuando me devolvía la mirada, eran cálidos y atractivos como siempre.

—Tu madre tenía un jardín —dije—. Pero el tuyo es mejor. ¿Estaría celosa?

—No—negó con la cabeza—. Estaría… sorprendida.

—Y orgullosa.

—Quizás.

Un repiqueteo de risas surgió de la gruta que estaba debajo. Cuatro de nuestros hijos jugaban en el agua, se salpicaban entre ellos mientras jugueteaban con las olas. Eos nadó detrás de su hermano menor, lo levantó en brazos y giraron debajo del agua con un sólo aleteo de su cola. Después de unos minutos, reaparecieron llenos de alegría, dos criaturas doradas con una brillante cabellera que flotaba en el agua.

—A veces me preocupa —dijo Kell casi a sí mismo—. ¿Qué será de ellos?

—¿De quién? ¿De nuestros hijos?

Me volvió a mirar, no con la misma calidez de antes.

—Viven aquí con nosotros, prosperan y crecen, pero… ¿Qué será de ellos en el futuro? ¿Qué tendrá la isla para ellos entonces? En mi tiempo… en mi mundo… Eos está en edad de contraer matrimonio. Sin embargo, ella aquí permanecerá como una doncella, por siempre joven. ¿Será ese su destino?

Nunca había hablado de ese modo, separando nuestras vidas en dos reinos diferentes. El suyo. El mío. Me incorporé y cerré la mano para esconder un temor repentino.

—Ella se irá cuando sea el momento justo —le dije—. Cuando la canción del océano sea demasiado dulce de resistir, se irá. Y encontrará el amor.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque lo sé —respondí con impaciencia—. Es nuestra forma de ser.

Su sonrisa se volvió más fina.

—La forma de ser de una sirena.

—Sí—respondí, después de unos instantes.

Permaneció en silencio mientras miraba a los niños, uno de ellos propuso un desafío; más salpicaduras. Eos no participó de ese nuevo juego. Tenía a una de sus hermanas en brazos ahora; cabeza con cabeza. Supe que seguramente estaban intercambiando secretos.

—¿Volverá a nosotros? —preguntó Kell, despacio.

—Sí. Volverá. Éste es su hogar. Nuestro hogar —dije con énfasis y me premió con una sonrisa más verdadera que antes. Mi alivio se sintió en lágrimas; parpadeé y me volví hacia el pequeño árbol plantado junto a mí.

—Quizás cultive ciruelos para sus hijos.

—No, para mí —bromeó y cuando lo miré, su sonrisa era de oreja a oreja.

—Sí, amado mío, para ti. Mis ciruelos, mi corazón… —Coloqué mis manos detrás de su cuello y acerqué su rostro al mío—. Todo y siempre por ti.

Capítulo 9

Mientras Kelmere se ponía de manifiesto, en lo alto de una loma, Ian le señaló su casa y Ruri sintió una extraña sensación de risa en su garganta. Eso no era una casa. Era una hacienda, un feudo. Una mansión.

Había visto esos lugares sólo en guías de viajes o en películas. Una gran opulencia de piedra, magníficas arcadas, caprichosas cúpulas veteadas con neblina. No era una experta en arquitectura. La mayoría de lo que sabía lo había incorporado mediante lecturas informales; pero incluso Ruri podía darse cuenta de que la residencia de Ian era única, un ejemplo de ningún estilo en particular y de varios, desde ventanas adornadas con filigrana hasta majestuosas balaustradas y una torre medieval, o aún más antigua, sobre el ala occidental. Un césped perfectamente cortado se desplegó mientras se aproximaban al lugar; se extendía y se desvanecía en el bosque que estaba más adelante, un suave verde que se desdibujaba en el oscuro bosque de las colinas.

Incluso la niebla era más espesa allí, en lo alto de las montañas escocesas. Niebla que iba a la deriva con paso lento a naves de la ruta, los abrazaba y los liberaba con sus blancos y largos dedos. El automóvil nunca perdió su velocidad constante.

—¿Vives aquí? —preguntó Ruri, hasta que finalmente hicieron un alto frente a la escalera con forma de herradura de la entrada principal.

—Sí.

—¿Solo?

—Más o menos.

El conductor del sedán abrió la puerta de Ruri y se quedó allí listo con un paraguas.

—No se vuelve pequeño aunque esperes más —Ian le murmuró en el oído.

Ruri bajó del automóvil e Ian la siguió; aceptó el paraguas que el chofer le ofreció y con un pequeño gesto, lo despidió.

Ruri no vio el gesto, ni tampoco la forma en que el otro hombre hizo una reverencia, retrocedió y le echó una mirada rápida y ávida, (aunque estaría ya acostumbrada a eso, pensó Ruri con ironía), antes de regresar al sedán. El automóvil se fue por el camino de acceso una vez más. Una bocanada de dragón salió del tubo de escape.

Ian se inclinó un poco más para sostener el paraguas justo sobre la cabeza de Ruri; todo el mundo exterior fuera del pequeño refugio estaba congelado en vapor y lluvia. Se quedaron allí unos instantes y en silencio, respirando el mismo aire de montaña, antes de que Ruri comenzara a hablar.

—Un lugar agradable. ¿A qué te dedicas exactamente, doctor MacInnes?

Le provocó una débil sonrisa.

—¿Te refieres a qué es lo que hago exactamente como para poder vivir en un lugar como éste, señorita Kell?

—No trabajas de profesor.

—No. De tiempo completo, no. Ruri esperó, caía agua del paraguas en cintas de platino. Ian dijo:

—Soy un cazador. —Y la miró de reojo e interpretó correctamente la expresión de Ruri—. No de esa clase. Busco en los océanos.

—¿Qué cosas?

—Tesoros.

Las cejas de Ruri se levantaron e Ian sonrió una vez, más mientras miraba adelante.

—Tengo un don —dijo con docilidad— para encontrar barcos hundidos.

Ruri examinó la mansión que se vislumbraba.

—Debe ser un don bastante grande.

—Sí. Admito que es muy útil.

Comenzaron a caminar. Daban pasos medidos que no quedaban debajo del anillo protector del paraguas mientras cruzaban el camino de lajas. Al pie de la escalera, un nuevo pensamiento la golpeó y se volvió hacia él, tan cerca que sus alientos se entremezclaron y formaron una nube.

—Mi abogado me dijo que había barcos hundidos alrededor de Kell. ¿Es por eso que la quieres? ¿Por los tesoros?

—No. —Por un momento largo, Ian fijó su vista en ella, su mirada era casi una búsqueda; luego bajó las pestañas y proyectó una luz dorada en medio del crepúsculo—. Kell es simplemente… un lugar que he admirado durante años.

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