La última sirena – Shana Abe

Leila cerró los ojos casi jadeando. Estaba mareada. Dios la ayude, allí, delante de todos esos extraños. Iba a vomitar.

Ronan pronunció su nombre. Poco a poco, comenzó a sentir la palma de sus manos sobre sus mejillas. Las frotaban y le daban calor. Logró enfocar la mirada en su rostro, que se mantenía adusto frente al de ella.

—No has exagerado —comentó— sobre los dolores de cabeza.

Ella tragó saliva.

—No. —La lógica comenzaba a filtrarse a través de las náuseas—. La gente… dónde…

—Tranquila —susurró él, distante—. Quédate quieta. Ya se fueron y estamos solos. Siéntate tranquila. Pronto terminaré.

No tenía necesidad de preguntar qué estaba haciendo. Lo sentía. El calor se expandía en ella, sofocaba al dragón, lo volvía dócil y exiguo y luego, desapareció. Lo observaba alejarse. El aspecto distante que se deslizaba sobre él. El endurecimiento de sus rasgos que en la luz vacilante lo convertía en una efigie esculpida y luego, en un ser de carne y hueso otra vez.

Los ojos de él estaban muy oscuros. Nunca dejaron los suyos.

—Gracias —dijo ella.

Las pestañas de él bajaron. Dejó que sus manos cayeran y se apartó de ella. Soplaba aire a través de los dientes. Entonces ella se dio cuenta de que estaban en una habitación que debía de ser una alcoba, su alcoba, por supuesto, y estaba sentada en su cama, cuatro columnas de palo de rosa con nudos, hundida en las mantas.

La luz provenía de la chimenea, de candelabros de plata fijados a las paredes revestidas en seda china. Junto al fuego había sillas, una mesa de backgammon y unas cuantas estatuillas de porcelana que miraban desde el hogar de mármol. Había una pintura de un caballo enmarcada entre ventanas de vidrios negros; un armario; un espejo y un reloj cuyas manecillas le informaban que eran más de las tres.

Ronan estaba agachado sobre sus talones en una alfombra con borlas. Ella se deslizó hasta quedar de rodillas frente a él, buscó sus manos y las sostuvo entre las suyas.

—Te duele, ¿no es cierto? —le preguntó ella, aunque ya sabía la respuesta.

—No —mintió de manera abrupta.

Lo contemplaba. Extendió sus dedos para entrelazarlos con los de él. Parecía más cansado de lo que ya bahía notado. Era atractivo incluso con sombras debajo de los ojos y aquella línea dura de su boca.

—No lo hagas si te duele. No por mí.

—Si no lo hago por ti —dijo él con una tensión tranquila—, entonces por quién lo voy a hacer.

Miró por el rabillo del ojo las manos de ambos. Luego, poco a poco, las llevó juntas hasta su espalda, acercándola, con su pecho rozando el de él. Él presionó un beso caliente hasta su garganta.

—Mejor —murmuró él mientras su boca merodeaba, exploraba—. Mucho mejor.

Soltó sus manos y ella las deslizó por su espalda, debajo del tartán. Se mantenía firme mientras él dejaba besos en sus mejillas.

—La puerta —protestó ella con ligereza.

—Al demonio con la puerta.

—Debe estar cerrada con el cerrojo.

La recostó sobre la alfombra.

—Lo está.

—Las ventanas…

—Sí, también.

Ella dio la vuelta a su rostro para tomar aire mientras él forcejeaba con la masa de sus faldas.

—¿Hay agua? ¿Un cuenco?

La respuesta de él fue apagada. Inspiraba hondo, como si pudiera ahogarse en su perfume.

—No.

—Puedo verlo desde aquí. No bebas…

—Sí. —Sus dedos encontraron el centro de ella; su voz se volvió áspera mientras la tocaba allí—. Sí, a cualquier cosa que digas. Sólo permíteme…

Ella perdía el hilo de la razón e intentaba, con vaga urgencia, volver a encontrarla.

—Ronan, debes escuchar…

—Leila. —La mano de él se movía en sus pantalones. Lo sentía libre, rígido y dispuesto entre sus muslos.

—Todo —dijo él con un gemido y empujó dentro de ella— está como debería estar.

* * * * *

Por la mañana ya no había más dudas en la mente de nadie con respecto a la identidad de la muchacha que pasó la noche en el lecho del señor. Ronan se aseguró de eso.

Guardiana, le dijo a su grupo de gente. Protectora. Como nosotros la protegeremos a ella.

No les dijo mucho más que eso. Dio algunos detalles a los oídos correctos sobre la historia de ella, sobre su heroísmo, su doble intento de salvarlo a pesar del villano bastardo que la aplastaría en sus manos. «Una doncella en peligro» también podría haber dicho, y vio que el brillo se contagiaba y echaba chispas de un ojo a otro.

No había nada que un hombre o una mujer escocesa disfrutara más que una seria intriga con un toque de romance coronada con un toque de dolor. El señor estaba feliz de alimentar los chismes. Quería dejar claro que la señorita era bienvenida allí.

No les contó nada sobre las cosas más dulces, sobre la manera en la que él quedaba despierto por las noches para mirarla, para seguir el suave pasaje de su respiración. Sobre la manera en la que siempre se frotaba la nariz y soltaba un breve suspiro cuando se acostaba a dormir, casi melancólica, antes de relajarse en sus sueños.

Sobre la manera en la que le había prohibido llevarla a la cama hasta no antes deshacerla hasta la base de madera, sacudir cada sábana, cada manta y almohada, buscar serpientes o escorpiones o alguna otra pequeña alimaña. Él se quedaba a un costado y la observaba pasar la mano por las finas sábanas a través del colchón desnudo en busca de cualquier tipo de problema que pudiera surgir y se maravillaba de la vida que había llevado, de la profundidad de una mente qué pensaría en poner una aguja mortal en el centro de la cama de un hombre.

Una vez satisfecha, la ayudaba a acomodar las cosan otra vez y luego la tumbaba allí, donde ella se apoyaba en su pecho y se dormía instantáneamente.

Por eso, él se quedaba despierto.

No le agradaría despertarse sola; lo sabía. Había tomado el papel que le había ofrecido con una vehemencia firme; él no sabía si sentirse más halagado o asustado.

Ronan se preguntaba cómo reaccionaría si tuviera alguna idea verdadera sobre lo difícil que era matarlo. No se lo diría. La verdad era que ni siquiera él estaba seguro.

No obstante, el señor se fue y tuvo una charla con su administrador y luego con el ama de llaves y los guardias. Lo había dicho a Leila que no había enemigos en Kelmere, y era verdad, hasta ese momento. Pero pronto se desparramarían bajo la montaña los rumores sobre la señorita que allí se encontraba. Contaba con una legión de hombres atrincherados en las colinas, una multitud de almas robustas y el astuto ingenio de las Tierras Altas de Escocia. El mismo Lamont se había escondido, pero cuando su asesino entrara a hurtadillas en el reino de Ronan, quería estar completamente preparado.

Por Leila. Por su corazón.

Capítulo 15

Estaba sola cuando despertó.

Al principio fue algo normal: sola en una cama mullida con el sol amarillo que le entibiaba el rostro. Acercó una almohada a su cabeza y olió a rosas, lo cual fue suficiente para hacerla abrir los ojos y echar un vistazo alrededor.

Ronan se había marchado. Se sentó con tanta rapidez Que tuvo que esperar unos instantes para que se le pasara el mareo. Cuando ocurrió, vio que la puerta de la habitación se abría sigilosamente. Se paró de un salto antes de que la mujer pusiera un pie dentro de la habitación.

— ¡Vaya! —dijo la mujer con voz alegre y sincera—. El señor pensó que dormiría toda la mañana. —Traía agua caliente, y la que venía detrás de ella llevaba toallas, y la siguiente, ropa y perfume, y la última de todas, una bandeja con comida.

Leila se daba cuenta de que era un ritual, y le resultaba extraño. No estaba acostumbrada a que la atendieran; no sabía que hacer mientras trabajaban con prisa a su alrededor y le ponían su desayuno y el baño. Depender de otros era una debilidad. Che lo había enseñado eso los primeros días que estuvo con él. No sólo una debilidad sino también un disparate ya que el peligro podría esconderse con facilidad detrás de una sonrisa servil y era mucho más fácil ocasionarle la muerte a los descuidados.

Leila nunca se descuidaba.

Tomó la mano de la mujer que la ayudaba con el baño.

…tan flaca como un palo pobre muchacha. Le pediré al cocinero algo bueno para recomponerla…

Le echó un vistazo a los dedos de la que le dio las toallas.

…qué niña tan preciosa. Supongo podría haber elegido peor…

Dejó que las otras dos la ayudaran a ponerse el vestido nuevo.

…tímida. Ni siquiera dijo una palabra. Quizás no sepa hablar bien en inglés…

Era de seda color rubí. Y por último, apartó las manos mientras le arreglaban la manta escocesa a su alrededor.

Les agradeció, pero aún no habían terminado. La última cepillada y tirón de cabello apenas aliviaron su cabeza dolorida, pero se rindió ante eso sin moverse. Les permitió pensar que era tímida. Mantuvo la mirada en un punto más abajo del espejo. No miraba sus rostros mientras trabajaban sino sus manos y sus faldas mientras la cepillaban y la peinaban y le colocaban horquillas de perlas que sacaban de bolsillos invisibles.

Las horquillas eran una dificultad. Requirió de toda su fuerza de voluntad para permanecer inmóvil en esta parte de la ceremonia, para confiar en estas desconocidas con objetos con forma de agujas puntiagudas en su cabeza. Tuvo que concentrarse mucho en el broche que usaba la mujer mayor. Se aprendía de memoria cada detalle de la plata, cada faceta de los granates cuadrados colocados en círculo.

—Ya está —dijo esa mujer—. ¿No se ve bien? Vamos, muchacha… ¿Le teme a su propio rostro? Levante el mentón, así se hace. ¡Qué bonita vista para saludar al señor! Pronto pondremos algo de color en esas mejillas, se lo garantizo.

Ella miró. Si «bonita» era la palabra que deseaban, no iba a discutirlo, pero según su punto de vista, Leila veía algo más grave que eso: una mujer con cabello suavemente dócil, oscuras cejas arqueadas y ojos en una búsqueda intranquila de luz.

—¿Dónde se encuentra el señor? —quiso saber.

—Ah, por ahí —fue la respuesta exhaustiva, seguida de promesas de que pronto la buscaría, ahora que sabría que estaba despierta y vestida.

—No —dijo ella y se puso de pie—. Yo misma iré a buscarlo.

Y por alguna razón, esto les agradó muchísimo. Leila las siguió al salir del cuarto soleado del señor. Pudo ver por primera vez, la primera vez de verdad, los pasillos del hogar más convencional de Ronan.

La seda color rubí se agitaba y flotaba como un céfiro brillante a sus pies. La tonalidad del vestido era tan cálida que mojaba los pisos lustrosos. Las mujeres escocesas caminaban adelante, deliberaban dónde podría estar el señor, y Leila observaba en silencio las paredes, los retratos, los bustos de mármol y memorizaba el camino de regreso. Pasaron por puertas abiertas y cerradas y luego, por una puerta abierta de donde salían voces.

El tono de esas voces llamó la atención de Leila de inmediato: quebradas y preocupadas; sombras claras de un punto crítico.

Disminuyó la marcha y se volvió. Se dirigió de manera deliciosa hacia la puerta.

—…qué más podemos hacer? No comerá, no puedo obligarlo a beber. Se despierta y respira con dificultad y el dolor no cesará.

Era una mujer, de pie junto a una cama con dosel.

—Ahora duerme. Déjelo descansar. Dele esto cuando despierte.

—A menos que quiera que lo ate, doctor —dijo la mujer con mordacidad—. No sé cómo lo lograré.

—Déjelo dormir —repitió el hombre en un susurro firme. —Llámeme cuando despierte.

—Sí—fue un suspiro irritado.

—Pobre Baird —murmuró una de las mujeres en el oído de Leila. El médico se dirigió hacia la puerta, vio al grupo y se abrió paso saludando con la cabeza. Leila siguió su figura hasta el vestíbulo para luego volver a mirar hacia el cuarto oscurecido.

—Baird —dijo ella—. ¿Baird Innes?

—Sí. Llegó a casa no hace más de quince días… Bueno, eso lo sabe, por supuesto… pero con los días se cogió una fiebre terrible. No dejará que Allie haga nada más que apretar su mano y preocuparse.

La mujer, la señora Innes, caminaba sobre el piso de parqué, alta con una gorra blanca y un delantal con volantes.

Leila ingresó al cuarto.

* * * * *

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