La última sirena – Shana Abe

Kell, esa isla abandonada. Kell, con lo que quedaba de un castillo, y playas vacías, y profundas aguas mortales.

Kell, con las reliquias de innumerables buques mercantes debajo de ella y todo ese botín sumergido, que sólo esperaba que lo recogieran. O así se decía.

El juego se había puesto en marcha en siglos pasados, nacido de barcos perdidos, leyendas y un arrecife demasiado letal. La codicia parecía ser eterna y así también los rumores de que Kell había crecido y proliferado con los años. No pasaba un mes sin que pillara alguna pandilla de forajidos en sus aguas, ya sea en apuros o por estarlo. Ronan no tenía paciencia con los intrusos. Dejaba que todos se hundieran. Si sólo eso le pusiera fin al problema… Sabía, mejor que nadie, que no era así.

Había esperado elevar una petición al rey para contraatacar con una fuerza oficial. Esperaba poder confiar en algo más que sólo leyendas y supersticiones para ahuyentar a los interminables ladrones. Sin embargo, la severidad de la corte retrasó su petición: el rey estaba ocupado, le dijeron; tenía negocios, le dijeron; usted comprende, muchacho, los deberes de la casa real, el parlamento y los jacobitas y cuántas cosas más.

Y Ronan, que muy abiertamente no era ni jacobita ni monárquico ferviente, no necesitaba a nadie que le explicara en detalle el hecho de que el rey tenía pocos deseos de satisfacer el pedido de un lord escocés solitario, sin importar la manera portentosa en la que él contribuía al Tesoro Real.

Habitualmente, Ronan prefería que lo dejaran solo. Habitualmente, nada le convenía más que ser ignorado por el gran apáralo pomposo que era Inglaterra. Como siempre lo había hecho, tomaba estas cuestiones en sus propias manos seguras.

Pero ahora esto. Algún maldito idiota estaba allí fuera para apartar la tierra de su señor, cuando todo lo que eso provocaría sería el ascenso de otro terrateniente, y otro.

Ninguno de ellos tendría la sangre de Ronan. Ninguno de ellos sería descendiente de sirena. Kell se volvería vulnerable; a Kelmere y a su gente los dejarían sin la antigua magia que aún los rodeaba. Su enemigo no podía saber eso, pero hacía de la determinación de Ronan la más inflexible. Aún no estaba preparado para morir. Lo enojaba bastante que alguien más decidiera que lo estaba.

Incluso sabía el nombre de su adversario: Lamont, el hijo de un viejo rival, un lord menor con tierras que no estaban lejos de las suyas, una flamante esposa bonita, y muchas deudas. Lamont, quien había desaparecido, de una manera poco práctica, el mismo día en que Ronan se enteró de su nombre de boca de aquellos gamberros de Edimburgo.

Todo eso lo llevaba de regreso a esa noche amarga, lejos de casa, el golpe firme de los cascos de su caballo sobre los adoquines, el brillo débil de los faroles de vela que bordeaban las calles de Londres. Sus hombres lo rodeaban, tan feroces como la guardia de las Tierras Altas, como cualquiera esperaría, vestidos con capas tradicionales, espadas escocesas y puñales.

El mismo Ronan llevaba una pistola junto a su espada. Había vivido lo suficiente como para confiar de manera razonable tanto en lo viejo como en lo nuevo.

* * * * *

—Error —espetó Che Rogelio con el tono de un profesor que no logra superar la decepción por el fracaso de su alumno preferido—. Cometiste un error.

Leila levantó su café, saboreaba su rico aroma negro, la manera en la que el sol de la mañana iluminaba el humo en una bruma plateada.

—Se puede remediar con facilidad.

—No pareces tú. —Che removía su café con estrépito y le agregaba una gran cantidad de azúcar.

—No sabía quién era —dijo ella, quizás por centésima vez—. ¿Cómo podría haberlo sabido?

Che abrió la boca para responder; el camarero llegó con más nata y él la cerró otra vez. Miraba con el ceño fruncido hacia la ventana de la pequeña cafetería elegante.

Habían discutido esa mañana. Rara vez discutían por otra razón que no fuera que Leila protegía tanto sus pensamientos de él. Había aprendido, hacía mucho tiempo, que darle a Che una pizca de sí misma era darle más armas en su contra. Pero esa mañana había entrado en su cuarto pensativo y enfadado: lo había decepcionado; la misión más rudimentaria, los hechos más evidentes ante ella; había dejado al conde marcharse; y él estaba viejo y cansado y su artritis empeoraba con el frío.

Deseaba terminar el trabajo. Deseaba ponerse en contacto con Johnson (quien de hecho tenía toda la culpa, según la opinión de Leila) y devolver el dinero prestado. Ir a casa. A España.

Para siempre.

Leila se había negado. Cambiaban del inglés al español y al catalán, intercambiaban pullas en el más suave de los tonos. Cuando la camarera tocó a la puerta, Leila simplemente tomó su bolso y se marchó, dejando a Che refunfuñando tras ella, o no.

Y así fue que llegaron allí. Estaban sentados juntos en el establecimiento de Messrs. Harvard & Gereau. Che miraba enfurecido por la ventana el raro sol del invierno y Leila lo miraba enfurecida a él. Un magnífico plato de tartas se hallaba, intacto, sobre la mesa que los separaba.

El camarero se marchó. Leila cerró los ojos en busca de paciencia y tomó otro sorbo de café. Aún estaba muy caliente.

De verdad extrañaba el café español. Y el aceite de oliva. Extrañaba eso. Tapas y sangría y…

—¡Por Dios!—exclamo Che, ahogándose, y apoyó la tuza ele porcelana con un siniestro ruido seco—. No lo puedo creer.

—¿Qué?

—Allí… del otro lado de la calle. Mira allí. Es él.

—¿Johnson? —Se dio vuelta para buscarlo.

—No. Lord Kell.

Levantó una mano hasta sus ojos para protegerse de la luz y lo vio (alto y elegante, con una capa pesada que se ondulaba, una zancada larga y relajada) justo cuando giraba la cabeza en dirección a ellos.

—¡Vaya! —susurró ella, mientras el sol se inclinaba y lo iluminaba en un fuego claro. No llevaba peluca, ni siquiera polvo. Mostraba su cabello que era lustroso oro profundo, largo y brillante, despeinado por el viento o por su caminar. Estaba rodeado de otros, escuchaba hablar a alguien, sus ojos estaban distantes, distraídos. Pasaron sobre los de ella sin pausa.

Alguien más se interpuso ante él. Otro hombre, con ardiente cabello rojizo, hablaba con las manos en el aire, con rapidez, con gestos lacónicos. El grito enfadado de un cochero hizo que este hombre echara un vistazo a su alrededor… y de repente se detuvo al ver a Leila pasar por la ventana de frente arqueado.

Madre de Dios. Era su pretendiente de la noche anterior. El joven con el pañuelo de cuello.

Leila inclinó la cabeza y volvió a darse la vuelta hacia la mesa. Miraba la superficie de granito, pequeñas motas de color rosado, nata y negro espolvoreada con azúcar. Después, se arriesgó a echar una segunda mirada hacia afuera. El muchacho hablaba tranquilo, de hecho, señalaba hacia ella. Los demás hombres se dieron vuelta para mirar.

—Queridísima Leila —dijo Che—. Veo que ya tienes otro admirador.

—Pensé que me había librado de él anoche.

—No por mucho tiempo. —Che sonreía—. Aquí vienen. ¿Sabías que estaba con el conde?

—Por supuesto que no. Ni siquiera sé su nombre.

Levantó la mirada otra vez. Todos cruzaban la calle en medio del tránsito, tres… no, cuatro hombres, viejos y jóvenes y Ronan MacMhuirich era el último de todos, con paso decidido y la capa abierta al viento como las alas de un halcón.

Sintió el momento en el que él la miró. Sintió el poder de esa mirada. La atracción. El reconocimiento. Lo sintió hasta la punta de sus pies.

—Excelente —dijo Che, con una satisfacción resonante—. Comencemos de nuevo. Quítate los guantes.

—Che, no estoy realmente preparada…

—Quítate los guantes. Querías terminar el trabajo. Es tu oportunidad.

Vio que los hombres se acercaban. El traqueteo de un coche rebotaba tras ellos.

—Leila —dijo Che con una nueva voz, sus palabras eran una sucesión poco clara y en voz baja en español—. Tú necesitas la verdad, no yo. Lo mataré de cualquier modo, lo sabes. Es por ti. Ya sea que aproveches esta oportunidad o no, estoy preparado para seguir adelante sin ti, si esto hace que lleguemos a casa más rápido.

Bajó las manos hasta el regazo y con mucha rapidez se quitó los guantes de un tirón, los metió en el bolso justo en el momento en que se abrían las puertas de vidrio.

Entraron a la cafetería ante las reverencias crujientes de los camareros. Era una multitud de hombres despeinados por el viento en inquietantes capas oscuras que desfilaba por las mesas y movían sillas deprisa. Varios clientes comenzaron un balbuceo escandaloso.

—¡Vaya, mira! —le dijo el joven pelirrojo a sus compañeros, como si sólo él los hubiera visto—. Es la Señora Montiago y Luz.

—¿De veras? —dijo una voz conocida, aterciopelada por el aburrimiento—. Así es.

Ronan MacMhuirich estaba parado casi alejado del resto, más grande, más notorio, cabello dorado y ojos zafiro de párpados caídos que parecían ambas cosas, acalorados y ligeramente burlones. Su mirada fue desde Che hasta ella. La expresión de su rostro era muy clara.

No era la primera vez que a Che lo confundían con su esposo, incluso con su esposo cornudo, sin embargo, era la primera vez que a ella en verdad le molestaba. Por Dios, ¿quién era él para lanzarle esa sonrisa sarcástica y condescendiente? Si ella le hubiera dado la más leve oportunidad la noche anterior, sería el único que ahora compartiría el café del desayuno con ella, y ambos lo sabían.

Leila levantó el mentón y volvió a mirarlo. Sus propios labios se curvaron.

Si los otros dos hombres notaban la tensión, no lo demostraban. Eran rubicundos y silenciosos. Estaban de pie en el lugar con los sombreros en la mano. Tal vez eran tímidos; tal vez sólo admiraban las tartas.

—Estoy tan feliz de encontrarla —dijo el joven, sin darse cuenta de nada más.

Leila le ofreció una sonrisa astuta.

—Bueno… No pensé que volvería a verlo tan pronto.

—La perdí ayer por la noche —le dijo con seriedad—. Regresé con el ponche, pero usted ya se había marchado.

—Lo siento. Desafortunadamente me demoré en otro sitio.

—Ah —dijo el joven mientras cambiaba de un pie a otro—. Bien. Sólo quería que lo supiera. Lo del ponche. Que no me olvidé.

Leila volvió a sonreír, esta vez con más calidez.

—Gracias.

Che aclaró la garganta.

—Discúlpenme. —Ella se puso de pie obligando a Che a levantarse y a los demás a retroceder, agolpándose más contra las exquisitas mesas y sillas—. Qué descortés de mi parte. Por favor, permítanme presentarles… pero no sé sus nombres. —Ahora miraba directo a Ronan—. Excepto el suyo, por supuesto, señor MacMurray.

Leila elevó la mano liada él. Esperaba no delatar nada que nadie pudiera adivinar: el nudo que revoloteaba en su estomago o la manera en que su corazón comenzaba a golpea, en su pecho.

Él era arrogante, frío y atrevido. Sus ojos eran del azul más puro que ella había visto jamás. La había seguido y tentado. Había descubierto la púa de su abanico.

No quería que fuera él.

Ronan MacMhuirich permanecía inmóvil; Leila no sabía si debía sentirse ofendida o aliviada. Estaba de pie esperando con el sol cálido sobre los hombros, y quizás no la tocaría después de todo…

—Señora —dijo él por fin, y pasó por delante de sus hombres para tomar su mano desnuda en la suya.

Capítulo 5

Ella tenía un don.

Así era como lo llamaba su abuela, y así también lo creía la gente de su pueblo.

Dios había dotado a Leila con un don. La noche de su nacimiento había estado coronada por relámpagos; se decía que su madre le regaló su vida a la tormenta, que había salido a las colinas para alejar el peligro de Sant Severe. Su hija había nacido a la blanca luz del Señor: un anillo de tierra chamuscada rodeaba su cuerpo cuando la encontraron al día siguiente. Su bebé, la pequeña Leila, yacía intacta a su lado.

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