La última sirena – Shana Abe

Ian no necesitó leer el nombre en la placa del borde inferior de la pintura. A esa altura los conocía a todos, hacendados y damas, los rostros de los hijos formaban una escalera visual con el tiempo.

Lady Serafina Adelina MacMhuirich. La hija de Ronan, el hijo de Coinneach, el hijo de Deirdre, la hija de Uisdean…

El sonido de la lluvia era distante allí. Un golpeteo fantasmal que corría a lo largo del suelo y las paredes, estremecía los lienzos, desde los más antiguos hasta los más recientes.

No había querido besarla tan pronto. No había querido, pero apenas Ian vio a Ruriko entrar en su casa, supo que lo haría. Se las ingenió para que Ruri cruzara la entrada seducido por el pálido brillo de sus manos y el movimiento de su cabello. Se movía con una curiosidad alerta, atenta a todo lo nuevo, supuso. Sin embargo, cuando se acercó a ella, no pudo resistirlo. Ruri había aceptado su caricia con sumisión y él la deseaba tanto y había transcurrido tanto tiempo…

En la oscuridad del vestíbulo, Ruri había sido tragada por las sombras, pero incluso allí podía verla. El último atisbo de voluntad que le ordenaba esperar desapareció cuando un rayo de luz débil y plateada se posó en el rostro de Ruri.

Su piel era de un hielo perfecto. Su beso había sitio una llama ardiente y dulce.

Pensó en el beso y sintió un deseo sexual que volvía a recorrer todo su cuerpo; infinitamente negro y doloroso; una medianoche salpicada de estrellas. Sólo ese beso, la caricia de sus labios y los años se desvanecieron y el dolor de su pérdida se renovó una vez más… La deseaba tanto que se volvería loco…

Que Dios lo ayudase… ¿Cómo iba a reprimir sus deseos ahora?

Ruri llegó a la galería en silencio. Ian sintió la sensación de su presencia primero, antes de volverse para mirarla. Una onda flexible de electricidad lo circundaba. Su cuerpo respondió con un fervor instintivo. Para contenerse, se quedó inmóvil en el lugar, dejó que el aire fluyera a su alrededor y en su ser. Estaba vacío. Era un recipiente. Podría dominar la necesidad.

Ruriko se detuvo junto a él, desprevenida, audaz. Parecía inconcebible que no lo sintiera también. Había permanecido tan quieta durante el beso, tan pasiva y voluntariosa. Estudiaba las pinturas con los ojos bien abiertos. No había nada que ocultar, ninguna pasión primitiva urgente que enviara su sangre hacia un ardiente pico. No había rastro de hambre ni dolor ni deseo en sus encantadores ojos.

¿O sí? Al menos advirtió que la observaba. Le echó una mirada por debajo de sus largas pestañas por un instante y luego dirigió la vista hacia otro lado. Ian pudo haber interpretado el significado de esa recatada e incitante mirada.

Ian quería hacerla suya allí, en ese mismo momento. Quería recostarla sobre el suelo de baldosas de diferentes matices y presionar su cuerpo sobre el de ella. Quería desabrochar la modesta blusa blanca que llevaba puesta… modesta y no tanto ya que debajo de la tela transparente podía ver su sostén… y saborearla, su lengua sobre su piel, entre el valle de sus senos. Levantar su falda hecha a medida y recorrer las piernas con sus manos, el cabello color chocolate satinado contra su mejilla…

—Serafina —leyó Ruri en voz alta, su voz resonó en el salón—. Qué hermosa que era.

Ian no pudo si quiera responder. Tenía la mandíbula cerrada con fuerza. Estaba desecho. Su cuerpo y su mente estaban fuera de él. Le consumió toda su voluntad el tener que regresar de aquel oscuro precipicio de fantasía en el que se encontraba.

Aunque podía hacerlo real. Sabía que podía.

Ruri volvió a mirarlo con un interés más firme que antes. Sus ojos azules eran exactamente iguales a los de la niña de la pintura.

—¿Era la dama de la mansión?

—Una hija. —Se las ingenió para responder y se concentró en el retrato, en cada cuidadosa pincelada, en cada línea experta hasta que su corazón y su sangre estuvieron nuevamente bajo su dominio y el marco dorado volvió a tener una imagen en lugar de una colección de colores y formas.

Cuando volvió a mirar a Ruriko, se dio cuenta de que lo estaba examinando, una mirada ensombrecida, enigmática. Ian sintió que su mirada descendía, inevitablemente, hacia la parte descubierta de su cuello, el pulso agitado en su garganta.

Ian dijo bruscamente:

—No lo llevas puesto. El relicario.

—No uso joyas.

—¿Por qué no?

—En realidad me… molesta.

Frunció el ceño.

—Pero lo has traído, ¿no es cierto?

Ruri se alejó unos pasos de él y se dirigió a la pared opuesta; el oscuro cabello formó una suave coma sobre su espalda.

—¿Sabes? Leí cada oferta que me han hecho por la isla. La tuya era la única que mencionaba el Alma de Kell como parte necesaria de la venta. Pero en tu propuesta final, ese párrafo fue borrado.

—Cambié de opinión —dijo quedo—. No lo quiero ahora.

Hubo más que un gesto de escepticismo en la línea de los labios de Ruri. A pesar de la ansiedad de Ian, casi le provocó una sonrisa.

—Te pertenece. Lo supe desde el primer momento en que te vi. —Y luego su boca se volvió más fina—. Deberías usarlo. No existe razón para no hacerlo.

Ruri consideró las palabras de Ian y luego se acercó un poco.

—¿Tienes un reloj de pulsera?

—Sí.

—¿Puedo verlo?

El levantó la muñeca y se corrió el puño almidonado de la camisa hacia atrás. Ruri levantó su mano e hizo una pausa.

—¿Te agrada?

—¿Lo llevaría puesto si no me agradara?

Ruri presionó más sus labios, una veloz irritación. Luego, se relajó y cubrió el reloj con sus dedos curvos, una caricia de plumas que se encendió dentro de Ian como una luminiscencia… Un helado y resplandeciente temblor en su alma. Ian intentó quitar su brazo, pero lo sostenía con fuerza. Una nueva luz en los ojos de Ruri.

—¿De qué se trata todo esto? —quiso saber.

Lo soltó.

—Espera.

—¿Qué ocurre?

—¿Qué hora es?

Ian dejó que el aire se filtrara por sus dientes, inquieto. Luego, observo el reloj de pulsera de mala gana. Sacudió la muñeca. Generaciones de ingenio suizo habían sido puestas en cuestión: su reloj se había detenido. Levantó la cabeza y observó a Ruri con una mirada larga y escrutadora.

—Un truco inteligente.

Ruri entrelazó las manos por detrás de su espalda.

—Apenas costoso, me temo. El metal actúa… de forma extraña a mi alrededor. Como si yo fuera un conductor. Siempre ha sido de esta forma, pero dejé de usar joyas hace cuatro años, después de que mi horno de microondas estallara (retrocedió un paso). No creo que tu reloj de pulsera se haya dañado para siempre. Cuando me aleje, comenzará a funcionar otra vez.

Desabrochó el reloj de pulsera, lo sacudió una vez más y luego, lo guardó en el bolsillo.

—Bien, ¿quién quiere ser un esclavo del tiempo?

Por un segundo, Ian pensó que Ruri le devolvería su sonrisa; en cambio, sólo retrocedió otro paso más, una repentina timidez natural en la caída de sus hombros y se volvió hacia la pintura siguiente.

Ian permaneció donde se encontraba. Todavía sostenía el reloj y frotaba su pulgar por el cálido cristal.

Ruriko se detuvo para intentar leer el título del retrato. Retrocedió para poder ver toda la escena. Era uno de los retratos más grandes. Llegaba hasta el suelo. Una familia de la Regencia dispuesta de modo atractivo alrededor de un banco de alabastro en un jardín verde, frondoso y excelso.

Ian conocía el banco. Conocía el jardín. Miraba a Ruriko con el ceño fruncido y la atención instantánea y paralizada. Se puso de puntillas para examinar algunos detalles de más arriba. Hacía equilibrios con los brazos extendidos, una bailarina con una decente falda de lana y el cabello caprichosamente suelto.

Emitió un sonido suave, una revelación acallada. Cada centímetro del cuerpo de Ian se tensó.

—¿Qué sucede?

—Acabo de notar… que la dama… la madre… lleva puesto el relicario.

La esperanza era algo terrible. No lo quiso, nunca lo había pedido. Sin embargo, volvía una y otra vez a él. Ian tuvo que mirar hacia otro lado antes de poder responder e incluso su tono de voz fue áspero.

—Sí. Esas personas fueron parientes tuyos.

—¿Cómo? —Se hundió en sus talones y lo miro fijamente.

Ian caminó hacia el retrato y señalo el bebé adornado con lazos sobre la pierna de su padre.

—Genevieve Christine. Tu tátara, tátara, tatarabuela, creo. La hija menor. Contrajo matrimonio con un hacendado del lugar. El… hijo de su hijo buscó una nueva vida en Estados Unidos.

Ruriko permaneció en silencio con el rostro pensativo y la mirada posada en el padre y el hijo.

—Pero Kelmere era su hogar —terminó Ian, y se forzó a contemplar la pintura también—. Y te hubiera pertenecido también si varios de tus ancestros no hubieran sido tan extraordinariamente malos para las inversiones.

Fue un golpe innecesario; se arrepintió apenas lo dijo, pero no le pareció que a Ruri le afectara. Bajó el mentón y levantó las cejas en una mirada de incredulidad e intriga.

—¿Le compraste este lugar a… mis parientes?

—Al último conde.

Ian la guió por el salón hasta llegar al final donde se encontraba el retrato de Eric, duodécimo Conde de Kell, que los miraba. Luz y sombra, grueso por la pintura, las pinceladas únicas de Sargent devolvían a la vida al conde. Lo habían retratado en la década de los veinte; ya en ese entonces Eric era anciano, con abundante cabello gris y mirada penetrante. Nunca contrajo matrimonio, nunca engendró un hijo. Quizás ninguna mujer quería estar con él; a pesar del magnetismo innato de su patrimonio, había sido orgulloso, demasiado pomposo, un retroceso para cualquier linaje que no tuviera que ver con la sirena, según Ian. Incluso allí, en aquel pequeño e informal parecido, la audacia brillaba en esos ojos; insatisfacción delineaba sus labios.

Para cuando Eric heredo el condado, los impuestos impagados ya eran agobiantes. Para cuando Ian llegó al lugar, el conde había dividido y vendido toda la tierra que legalmente pudo y sin embargo, no fue suficiente. Tuvo que empeñar las antigüedades de la mansión.

Quizás hubo una razón para el descontento del anciano.

Ian siempre consideró pedante que el conde hubiera colgado el retrato tan abiertamente, durante tanto tiempo; un tonto podría haberse dado cuenta; pero ahora que ya no estaba, Ian no tenía las agallas para moverlo. Eric MacMhuirich había sido, de este modo, el último de la fila.

Casi.

Ruriko estiró el brazo y tocó el marco con sus delicados dedos.

—¿Adonde fue después de que le compraste la casa?

Su tono de voz sonó curiosamente vacío. La miró de reojo.

—No te preocupes. No lo eché de una patada, si es lo que estás pensando. Se fue a Kell. —Ian se encogió de hombros—. Quería ir allí, de todos modos.

—Pero… ¿hay una vivienda allí?

—Una especie de casa.

La expresión de su rostro se volvió severa.

—¿Una «especie» de casa? Un hombre mayor, solo en una isla…

—Ruriko, escúchame. Fue allí feliz. Y finalmente murió satisfecho.

—¿Cómo lo sabes?

—Fui su amigo —respondió con simpleza—. Y me aseguré de que fuera así.

—Ah —dejó caer su mentón; se apartó el cabello y lo colocó detrás de las orejas con un gesto femenino y consciente—. Lo siento. Creo que me dejé llevar. Pensé… —Levantó la cabeza. Lo devastó con sus ojos azules—. Sólo pensé lo horrible que sería morir solo, en el exilio.

—Sí—coincidió, sereno.

Fuera, el viento silbó con un agudo quejido.

Ruriko lo examinó. Observó su cabeza inclinada a un lado. Su mirada recorría el rostro de Ian. Lo que sea que vio, no la satisfizo. Frunció el ceño y se dibujó una pequeña y simpática arruga entre las cejas. Ian debió guardar las manos en los bolsillos para no intentar alisarla.

—Pero para ser sincero, dudo que el conde se hubiera sentido complacido por tu interés —dijo Ian, y puso una cuidadosa distancia entre ellos—. Era un hombre muy independiente. Orgulloso de su vida y de su herencia.

—Y de su familia —dijo, sin que sonara como una pregunta.

—Por supuesto.

Ruriko miró el largo pasillo envuelto en penumbras. Pintura tras pintura se iban desvaneciendo en la opacidad de aquel día de lluvia.

—Hubo en verdad muchos de ellos.

Ian se había recuperado lo suficiente como para ofrecerle su brazo.

—Sí. Lo fueron.

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