La última sirena – Shana Abe

Y desde entonces, desde aquellas pocas horas después de su nacimiento hasta el día en que Sant Severe dejó de existir, vecinos y familiares trataron a Leila con una mezcla de ambas cosas, respeto y temor.

Ella sabía cosas. Le bastaba rozar su piel contra la de otra persona para conocerla. Conocía su corazón, cosas pequeñas y grandes, oscuras y alegres, lo deseara o no. Y después de cada roce, pagaba un precio. Al principio, eran pequeños dolores, jaquecas cortas, hemorragias nasales poco frecuentes. Al entrar en su juventud, apenas lo notaba, pero se volvieron cada vez, peor.

La pequeña niña que era Leila comenzó a vestirse con mangas largas cuando hacía calor, pañoletas y la lilas abultadas. Su abuela le bordó un suave ejército de guantes. Los pocos amigos que tenía habían desaparecido, atraídos por cielos más soleados y días más libres que los de ella.

Y así, avanzó su vida. Siempre estaba envuelta. Tenía cuidado de no tocar nunca sin permiso. Eso era lo que le habían enseñado y lo que había creído hasta que llegó su padre, y luego, tras él, Che Rogelio.

* * * * *

Sucedió de inmediato. Los dedos de Ronan se envolvieron fríos en los de ella y Leila tuvo la sensación inmediata de…

…ahogo. Luz negra, agua por arriba, por abajo y dentro de ella, cálida y fresca, segura e insegura. Un mar, una isla, guijarros, arena y orilla. Un castillo. Rostros y gárgolas tallados en los acantilados. Secretos, mentiras y ahogo, ahogo, espuma y neblina y agua interminable, un camino salvaje, el fondo del mar, silencioso y solitario, sin esperanzas ni corazón, no podía comer, ni beber, ni dormir…

Ella se liberó de una sacudida y el lugar comenzó a girar locamente sobre sí mismo; ventanas, velas y hombres oscuros a su alrededor, color y movimiento colisionaban en un extraño remolino mezclado. El sonido del propio latido de su corazón corría como un río por su cabeza.

Su piel quemaba donde la había tocado. Quemaba como las chispas de un fuego abrasador, un millón de pinchazos febriles que subían deprisa por su brazo.

Ronan MacMhuirich quedó inmóvil ante ella, con la mano aún extendida.

De manera intencionada y muy consciente, Leila bajó la palma de la mano hasta sus faldas. No tenía idea de cuánto tiempo había pasado. Nadie más parecía moverse. Nadie más parecía real excepto él, quien la miraba con las pestañas doradas por el sol y una mirada perspicaz y penetrante.

No sentía dolor de cabeza. No sentía angustia. Solo ese ardor extraño y brillante, y un ligero toque de sal en la lengua.

Che estaba allí, como una sombra que merodeaba. Su voz pareció viajar una gran distancia hasta llegar a ella:

—Te ves un poco pálida. ¿Te encuentras bien?

Se lamió los labios secos y contestó:

— Sí.

Todo volvió a la normalidad de inmediato: el ruido estrepitoso de las tazas sobre los platillos, el canturreo de las conversaciones, el café y el chocolate, y el aroma de los pasteles tibios que llenaba el aire.

—Quizás preferirías tomar asiento. —Che arrimó una silla.

—No. —Forzó una sonrisa y volvió a decirlo—. No, gracias. Aún no los presenté, ¿no es cierto? Señor MacMhurich, él es mi suegro, Don Pío Rodríguez Montiago, de Barcelona.

El rostro de Ronan no cambió. Simplemente trasladó la mirada desde ella hasta Che, imperturbable.

—Señor —dijo él con una inclinación de su cabeza dorada—. Soy Kell.

El corazón de ella se hundió, con rapidez, por completo.

—Kell —repitió Che, cuidadosamente neutral—. Un nombre bastante inusual.

—En algunos lugares —respondió el conde, igual de neutral—. Y estos son mis compañeros. Baird Innes, Kirk Munro, Finlay MacMhuirich.

Cada uno de los caballeros saludó con la cabeza de manera sucesiva. Leila se apartó con las manos apretadas y una sonrisa congelada en su lugar. Por primera vez en su vida de adulta no se le ocurría qué decir o qué hacer después.

Kell. Era Lord Kell. Ardía y llevaba el océano en el corazón, como una capa, como un escudo. No había percibido nada sobre derramamiento de sangre o matanzas dentro de él. No había percibido nada, excepto el mar. Una isla. Y algo más, algo brutalmente fuerte pero aplacado en la oscuridad… algo salvaje y reprimido.

Debió haber sido la llave de la salvación para ella. Había sido su última esperanza.

Debía elegir, con mucha rapidez. Debía decidir.

Por un momento incómodo, nadie dijo nada más. Che le lanzó a ella una mirada breve y penetrante; luego hizo un gesto hacia la mesa.

—¿Viene con nosotros, milord?

—No —dijo Leila de manera abrupta, y sonrió para disimular su descortesía—. Ay, perdón. Quise decir que nos vamos, ¿no es cierto, Don Pío? Me decía lo importante que era no llegar tarde a nuestra cita.

—Sí —asintió Che mientras aparentaba mirar su reloj de bolsillo—. Por supuesto, mi niña. No me había dado cuenta de la hora.

—¿Adonde van? —preguntó Finlay—. Tal vez podríamos acompañarlos, al menos en parte del camino.

—Lejos de la ciudad —improvisó Leila—. No se molesten, señores.

No obstante los escoceses los acompañaron hasta el bordillo y esperaron hasta que Che encontró un coche. Era un círculo de hombres en la acera atestada y Leila se encontraba en medio de ellos.

Lord Kell era más ágil que Che; cuando el carruaje se detuvo, él abrió la puerta primero y la ayudó a subir. Para entonces tenía los guantes puestos.

—Adiós —dijo Leila con frialdad, con una punzada veloz y severa de remordimiento.

El armonizaba con el tono de ella:

—Quizás nos volvamos a encontrar.

—Tal vez.

Sus dedos apretaron los de ella y luego los soltaron.

—Buenos días, señora.

Che subió. El conde de Kell cerró la puerta y dio dos golpes sobre la madera; el coche se puso en movimiento y se marchó.

* * * * *

Tenía un humor de perros.

Ronan se repetía que no tenía nada que ver con la muchacha de ojos color verde vidrioso. Miraba hacia afuera por la ventana de su salón privado en la posada. Sus hombres terminaban lo último de la cena detrás de él. El sol se hundía del otro lado de los picos puntiagudos y las variaciones del horizonte de Londres. Apenas podía mirar en dirección recta hacia éste, era espeso, anaranjado y maduro.

No tenía nada que ver con ella. Ni con su rostro, ni con su voz, con su acento claro y tentador. Ni con la ráfaga veloz e impetuosa de ira que había visto en sus ojos al mirarlo fijamente en la cafetería.

No eran sus labios, con su bonita curva burlona.

Ni siquiera era su mano, tan delgada y flexible en la suya. El temblor desnudo de sus dedos mientras él la sostenía, rápidamente acallado.

La calidez de la palma de su mano. El dulce sobresalto de su piel, una onda de calor que había brillado a través de él, tan caliente y pura que casi era… erótica.

No.

Estaba indignado con Londres, con Inglaterra. Con Lamont y el tiempo desperdiciado y los planes y las mentiras. Eso era todo.

Era suficiente.

El pergamino que tenía en la mano se sentía seco e ingrávido. Ronan lo desplegó otra vez y ojeó las palabras en la luz tenue.

Hemos descubierto una cuestión de cierta importancia, decía la misiva de su administrador en Kelmere. Es un nombre extranjero relacionado con cierta persona de interés. Parece ser que un personaje de cierta reputación profesional ahora está involucrado en este asunto, Zurich, París, Londres. Se ruega enviar Detalles.

Un cordial saludo.

W.M.

Ronan rompió la carta en dos y se dirigió hacia el fuego. La sostuvo sobre él hasta que se encendieron las puntas. Observaba las llamas amarillas y verde azufre en la tinta que devoraban el escrito, y lo soltó en la chimenea sólo cuando comenzaron a dolerle los dedos. La última brizna del pergamino se hizo cenizas antes de caer sobre las piedras.

La carta había llegado a la posada esa tarde, con el lacre aparentemente roto, las palabras codificadas sin leer. William era un hombre prudente; era una de las razones por las que era un administrador excelente. Sin embargo, el mensaje para Ronan llegaba perfectamente claro.

Lamont no estaba contento con sus delitos menores. Había contratado a un asesino profesional para que hiciera el trabajo por él, un hombre que había viajado a Londres desde el continente.

Ronan sonrió de manera misteriosa hacia el fuego. En la posición de Lamont, él podría haber hecho lo mismo. Hasta ahora, todos los atentados contra su vida habían resultado tristemente frustrados.

—¿Novedades, señor? —preguntó Kirk, cerca de un bocado de comida.

Se dio la vuelta para mirar a los miembros de su clan.

—Parece que nuestro negocio de Londres terminó. Nos vamos a casa.

Podía predecir sus reacciones sólo por sus personalidades: Baird, hosco y tolerante, quien bajo la intimidante herida de su ceño extrañaba a su esposa. Kirk, decepcionado; impetuoso y leal, deseaba con desesperación una oportunidad para enfrentarse él mismo con Lamont. Y por último, el primo lejano de Ronan, su pariente más cercano. Detrás de esa reticencia tímida se encontraba la mente de un erudito y un muy buen espadachín. Finlay sólo asentía con la cabeza ante las palabras de Ronan, aunque el intelectual que había dentro de él se perdería la ciudad monstruo.

Tal vez, cuando eso terminara, Ronan lo enviaría otra vez, de regreso. Oxford o Cambridge. El clan podría utilizar un hombre con un poco más de camino en el mundo. En especial de su futuro señor.

—¿Cuándo? —preguntó Kirk.

—Hoy, ahora. —Hizo una pausa y luego señaló la mesa—. Cuando terminen.

Los tres empujaron hacia atrás sus sillas de inmediato.

—Cuando terminen —repitió Ronan con rapidez y se cruzó de nuevo hacia la ventana.

El sol casi se había ido, medio oculto ya. Después, nada más que un cielo de ópalo ardiente contra los edificios oscuros.

Sí, se marcharían esta noche.

* * * * *

Estaba casada. Y, de todos modos, no la volvería a encontrar.

Ella tenía un sueño.

El sueño de Leila no era sobre grandezas. Era algo simple, pequeño y pertinaz en su corazón, sin sonido, sin tiempo, como lo eran los sueños más verdaderos.

Era un hogar.

Y nada grandioso allí tampoco, no era una mansión ni una gran finca. No era el chalé que Che estaba construyendo en España. Sólo una cabaña situada en el bosque. La había deseado con tanto fervor y tan a menudo que podía verla con sólo cerrar los ojos.

Tenía una hiedra sobre ella, densa y exuberante. Tenía ventanas de vidrio para mirar hacia afuera, un sótano para esconderse y un techo de piedra que no se incendiara.

Tenía un jardín para que no hubiera hierbas envenenadas para cocinar, con un pequeño arroyo cerca de allí, para tener un suministro de agua seguro. Había cerraduras y cerrojos irrompibles en cada puerta, con llaves que sólo ella tendría. Tenía un gato y un par de grandes perros bravíos que la seguirían ante la primera advertencia. Había una habitación especial para todas sus armas.

Además, Leila imaginaba quizás… una glorieta. Igual a la de la casa del duque.

Viviría sola allí y eso estaba bien. No se sentiría en soledad. Estaba acostumbrada a estar sola en su corazón, si bien no en compañía. No extrañaba… a nadie. Desde luego, tampoco a un hombre que apenas conocía, sin importar lo azules que fueran sus ojos. Sin duda a él no.

Leila aún no sabía dónde encontraría tal lugar, sólo sabía que no sería en España porque ahí era donde estaría Che.

Che, más rico que cualquier terrateniente. Che, con sus cuentas bancarias en Madrid, Zurich, París y Bruselas. Che, que guardaba todos los pagos de los trabajos de La Mano de Dios y de esta manera tenía todo el poder. Leila no tenía acceso a sus cuentas bancarias. Él le había dicho que nunca necesitaría preocuparse por el dinero; todo lo que quisiera, se lo daría.

Ella no se preocupaba. Sólo planeaba.

Autore(a)s: