La última sirena – Shana Abe

La mirada de la niña-mujer destelló frente a la pulsera adornada que Ione le ofreció. Luego volvió a ver su rostro, su vestido, los ricos pliegues que llegaban al suelo.

—¿Quién eres? —preguntó, sin moverse.

Si tan solo pudiera adivinar su título. Si un rey gobernaba ese reino, con seguridad estaría a su lado. Si gobernaba un príncipe, también lo estaría. Pero sólo se encontraba esa invernal niña rubia sobre el estrado, con un filete de oro entrelazado sobre la frente.

—Una viajera —respondió lo, todavía de rodillas—. Una extranjera en su tierra que ha oído cuentos maravillosos sobre este lugar.

Los ojos de la reina eran de un azul pálido; las pestañas, del color de la miel. Después de unos instantes, se inclinó hacia delante en su gran trono y tomó la pulsera de la mano de Io.

—¿Y su pueblo?

—Amigos del agua —dijo lo—. De muy lejos.

—Dulce piedad —pronunció lentamente la reina, con una pequeña y helada sonrisa y sostuvo en alto la brillante pulsera.

—¿Estas son gemas que pueden cosecharse del mar? Quizás tendría que convertir a mis guerreros en pescadores.

Un ruido sordo a sonrisas colmó el salón, cada rincón, lo hizo una reverencia, en silencio.

—¿Eres espía?

—No, milady.

—¿Una princesa extraviada, supongo, que llegó a mi reino?

Io ignoró el sarcasmo de sus palabras y levantó el rostro.

—De esa clase.

—¿Dónde están sus sirvientes?

—Perdidos. Había bandidos en los bosques. Cayeron sobre nosotros mientras dormíamos. Mi guardia me envió primero, tuve la esperanza de encontrarlos aquí a salvo.

—Bandidos. Cierto. —La reina giró la cabeza—. Fergus, ¿tienes noticias de que haya extraños llegando a nuestras tierras? ¿De los hombres de esta mujer en Kelmere?

Uno de los hombres, de cabello gris, dio un paso adelante e hizo una reverencia.

—No, mi reina. No han aparecido extraños, excepto ella.

La niña volvió a mirar a Io, una mirada examinadora. Había algo más allá de la especulación en sus pálidos ojos. Había inteligencia. Había duda.

—Quizás se separaron —dijo Ione con suavidad.

—Los bosques son siempre peligrosos. —La reina rascó con sus dedos la silla—. ¿Cuál es su nombre? ¿Tiene uno?

Nuevamente se oyó la risa de la gente. —Me llamo Ione.

—Princesa I-o-n-e —la niña-mujer examinó la pulsera una vez más y la giró delante de ella para que le diera la luz, luego se la colocó e hizo retroceder los brazaletes que tenía con un suave repicar.

—Bien, suficiente. Viene aquí, desarmada. Nuestras leyes dicen que debemos darle la bienvenida. Pero recuerde que aquí en Kelmere no es una princesa, sino una invitada. —Sus miradas se cruzaron, azul sobre azul—. No obstante, una noble invitada, por cierto —agregó secamente.

Ione se puso de pie.

—He venido a traerle mis saludos cordiales a un hombre. Creíamos que un hombre gobernaba estas tierras.

—¿De verdad?

El tono de la niña se volvió más frío, pero varios de los hombres que se encontraban en las sombras se habían sorprendido de las palabras de Io e intercambiaron miradas.

—Un sabio y venerable rey —continuó Ione e intentó no mirar a los hombres.

—Qué pena —dijo la reina—. Mi padre. Ha muerto.

—Pero había un hijo. ¿Su… hermano? Creíamos que Aedan era su nombre.

Las bocas del resto de las personas se transformaron en un arco lleno de resentimiento.

—Sí y también ha muerto.

Io parpadeó y perdió su delicado equilibrio y dio un paso hacia atrás. Uno de los centinelas la vio de atrás y la ignoró.

Ella no podía esperar para verlo. Estaba ciega. El humo… la luz… no podía ver…

La reina y toda su corte esperaban, un número incontable de ávidos mortales congelados.

—Perdóneme —dijo Ione finalmente, e intentó ocultar su tartamudez en la garganta—. Yo… nosotros… nosotros no lo sabíamos.

Habló alguien nuevo, uno de los hombres que se encontraba entre las sombras.

—Fue un ataque de los pictos. El Príncipe Aedan fue asesinado mientras protegía su tierra.

La reina se había puesto finalmente de pie, de pronto, concentrada, con el rostro tenso.

—Lo conoció, ¿no es verdad?

Fue casi una acusación. Io ni siquiera se molestó en negarlo.

—Sí —respondió sin esperanzas—. Lo conocí.

Y sin advertencia alguna, la compostura de la reina desapareció. Quizás nadie pudo verla como lo hizo Ione: envejeció en un instante, su belleza juvenil se llenó de arrugas. Sus ojos se volvieron más brillantes y trémulos, las lágrimas amenazaban con fluir y para esconderlas, giró el rostro hacia otro lado de modo que la luz de la antorcha cayera sobre su cabellera. Con rapidez, se llevó una mano a la mejilla.

Uno de los hombres en penumbras, rubio como ella, con vestimenta de guerra, cuero duro tachonado con plata, dio un paso hacia adelante. Sin mirarlo, la reina extendió su mano. El hombre la tomó y permaneció sin hablar a su lado.

Ione vio cómo la muchacha se rearmaba, acomodaba sus hombros. Cuando volvió a hablar, el frío había desaparecido. Había sólo dolor en sus palabras, verdadero dolor.

—¿Cómo ocurrió?

Io levantó la mirada a la cruz de oro, e intentó pensar.

—Por favor —dijo la hermana de Aedan en voz baja—. Por favor, cuénteme. Lo extraño tanto.

—Fue un accidente del destino. Nos encontramos en el mar.

—¿En el mar? —enjuagó una vez más las lágrimas de sus mejillas—. Pero Aedan odiaba el mar…

—Lo sé.

Silencio; la reina parecía examinarla una vez más.

—Fue su amiga. —No fue una pregunta.

Io asintió con la garganta cerrada. No podía encontrar las palabras para lo que ella significaba realmente para él.

Con pasos humildes, la joven reina descendió del estrado y se detuvo frente a Ione. Nadie más se movió. De pronto, la joven la abrazó, un movimiento impulsivo y rápido, su cuerpo suave, un control fuerte. Se sintió tan frágil como las alas de una mariposa en los brazos de Ione, con aroma a flores, su trenza contra la mejilla de Ione. Con delicadeza, Io la abrazó y cerró los ojos.

—Sígame —dijo la reina, con nueva calidez—. Cene conmigo. Cuénteme lo que sabe de él. Me siento honrada de compartir el pan con alguien que llamó a mi hermano «amigo».

Io hizo una reverencia con la cabeza.

—Como desee, mi reina.

* * * * *

No eran pictos. Lo supo en ese momento.

Aedan no hablaba la lengua de los pictos, pero conocía el sonido, gutural y profundo en la garganta, además de unas pocas palabras simples aprendidas lejos de su hogar: detente, bebe, caza, luna.

El picto del corcel, el picto que tenía a su hermana, había utilizado otras palabras al dar una orden y Aedan lo había entendido.

«Llévenselo», había dicho el picto con un lenguaje suave y recortado. No eran pictos. Eran sajones.

Sajones que pretendían ser pictos.

Aedan pensó en ello, solo en la frígida oscuridad. No tenía demasiado para hacer; estaba encadenado y sangraba en la celda que le habían dado.

Pensó que tendría una herida en la cabeza; no podía levantar las manos lo suficiente como para saberlo. Pero parecía ser así. Ese mareo que lo confundía no podía ser por otra cosa.

Quizás veneno.

Quizás locura. En verdad, ya no podía distinguir entre la cordura y la locura. Con seguridad, un loco podría tener esos pensamientos. Con segundad un hombre cuerdo, un hombre que no estuviera encerrado en una celda, podría detener tales imágenes que Aedan no era capaz.

En el círculo de su memoria no dejaba de resurgir ese momento en el valle, el hombre rubio con sus brazos alrededor de Caliese. Vio una vez más la mano sobre la barba del hombre, tan pequeña y confianzuda, una suave mano sobre el rostro de un asesino.

Y luego, su mente comenzó a girar una vez más, estaba de nuevo con Ione en la isla de Kell, al sol y sobre la arena y un lecho agradable. Pensamientos prohibidos, una pérdida insoportable.

Ione, de mirada lúcida y sonrisa brillante. Ione, quien lo llevaba en el corazón y le había rogado que se quedara.

Aedan no quería desear haberlo hecho. Pero lo hizo.

¿Había sido real alguna vez? Estaba sediento y tenía frío; estaba encadenado y herido. No sabía si había sido real y de algún modo eso lo enfurecía aún más que el resto.

Su vida pasaba vertiginosamente, recuerdos borrosos, el rostro de su padre, la voz de su madre. Los gritos de las batallas y la sangre sobre la tierra, dolor y sufrimiento y sacrificio en nombre del reino. Por el honor de su pueblo, su hogar.

Todo eso, perdido por una sola y pequeña mano sobre una mejilla.

Pensó en todas las veces que había engañado a la muerte y se preguntaba si el destino había llevado esa cuenta. Esa era su cuenta, supuso, todas esas muertes que había evitado y que volvían a él, envueltas en ruina y embellecidas con el disfraz de su propia hermana.

Quizás, después de todo, era la maldición de la sirena. Ese pensamiento lo hacía reír, un gran silencio y risa que se convertían en jadeos en la oscuridad, una oscura tristeza, hasta que no pudo respirar o sentir más allá del dolor de su pecho.

Solo en la celda, Aedan quedó confundido y soñó. Evaluó el riesgo de morir envenenado; era el final para un cobarde y no se rendiría a eso.

No bebió nada, no ingirió ningún alimento. Pateó el cubo de agua que intentaron darle; dejó que las ratas se llevaran su pan.

En los fugaces instantes de claridad mental, Aedan se preguntaba si lo matarían y deseó que fuese pronto.

De esta manera tendría la fuerza suficiente, pensó, para llevarse a uno o dos de ellos con él cuando llegara el momento.

Lo intentaría al morir.

Capítulo 12

Io se desplazó con velocidad e intentó mover su pierna lastimada con el máximo silencio posible, sin bastón o lanza que la ayudara. Era medianoche y la oscuridad era densa, absoluta, a pesar de las antorchas y faroles. Ione no necesitaba la luz para ver; atravesó los pasillos desde la alcoba que le habían asignado con la ágil seguridad de un gato… un gato lastimado, que todavía cojeaba.

Había ingerido la comida de la reina. Había probado el aguamiel de la reina. Su cuerpo ya estaba reaccionando contra la comida mortal y lentamente comenzó a sentir fatiga. Sin embargo, lo siguió adelante, a través de puertas abiertas y cerradas, ventanas con postigos y perros de caza que la observaban con brillantes ojos rojos.

En un punto, cruzó un pasillo donde había hombres que dormían en ordenadas filas. La guardia de la reina, pensó, puestos en línea para proteger la solitaria puerta del pasillo; una poderosa fuerza para una mujer tan pequeña.

Al parecer, la reina no dormía con facilidad, incluso en su propio hogar. Io pensó que sabía por qué. Si estaba equivocada, se habría ido antes de que cualquiera se hubiese dado cuenta.

Pero si estaba en lo cierto…

Escogió el camino a seguir entre la guardia, un paso aquí, una pierna allá, mientras soportaba la agonía del peso sobre su pierna, sus labios con una expresión de dolor.

No disfrutaba sentirse envejecida. No disfrutaba ese dolor persistente que sentía. Extrañaba su isla y su relicario. Extrañaba la suave y helada fuerza de su verdadero ser.

Un pie cuidadoso entre dos hombres, otro debajo de un brazo. Uno de los dedos del pie pasó cerca de una cabellera desordenada, y otro hombre y otro.

Uno de los hombres comenzó a roncar cuando pasó sobre él. Bostezó y giró, la mano atisbo a tocar la pierna de Ione, hasta que se desvaneció.

Ione esperó, tensa, sobre el hombre, con el corazón en la garganta, pero no se despertó. Siguió adelante.

Le llevó un tiempo incalculable llegar al centro de la fortaleza. Seguía sus instintos y el sutil aroma agrio a putrefacción que se volvía más fuerte con cada giro. Finalmente encontró el lugar: una puerta tallada en madera rústica en el piso, cerrada y con una ventana estrecha y con rejas.

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