La última sirena – Shana Abe

El escocés dio sólo un paso atrás. Tan sólo uno, pero fue lo suficiente para herirla en lo más profundo de su ser. Io mantuvo la mano entrelazada con la de Aedan; sus brazos estirados entre ellos.

—¿Cómo no lo sabías? —preguntó Ione, desconcertada—. Me viste en el agua. Lo dijiste tú mismo.

—Pensé que eras una ilusión. —Sus labios hicieron una brusca mueca; no era una sonrisa—. Pensé que había muerto.

—Hubieras muerto. Te salvé.

Con suavidad, con mucha precisión, Aedan soltó sus manos. Sus dedos dejaban ver un débil temblor; los flexionó y formó un puño. Su rostro de piedra se había vuelto más marcado, distante y tenso; desvió la mirada y la posó en las sombras. Era una expresión que ella conocía muy bien y la llenaba de tristeza.

—¿Me tienes miedo, escocés?

—No te tengo miedo. Temo… —La línea de su labio se volvió aún más fina, una mueca sombría y descendente—. Dios, ayúdame. Debo de estar loco.

La desesperación de Aedan la desconcertó. Io pensó en los mortales que había seguido de cerca: como nunca miraban las insondables olas, nunca se aventuraban demasiado lejos de la tierra firme. Miró el trozo de madera flotante que el escocés había utilizado como soporte y sintió vergüenza.

—No estás loco —dijo—. Y mañana te lo demostraré. Pero hoy las aguas están salvajes y no es seguro salir. Esta noche dormiremos. Mañana estarás bien una vez más.

—No dormiré —dijo, casi con un gruñido.

—Muy bien, no lo necesitas.

El lecho era suave y placentero. Se deslizó debajo de las mantas y se recostó, con una mano le hizo una seña.

—¿Qué haces? —le preguntó, tenso, Aedan.

—No quieres dormir. Entonces ven.

—Yo, no… Yo no… —Parecía perder el hilo de sus pensamientos mientras la miraba sin pestañear.

—No dormiremos —dijo con exasperación.

—Mi Dios. —dio otro paso más hacia atrás. La madera flotante hizo un ruido seco contra el piso—. ¿Fue real? Los sueños acerca de ti… nosotros juntos…

—Tu mente no te engaña. —Ione esbozó una sonrisa consoladora y mantuvo su mano con firmeza—. Ven. Lo disfrutarás, te lo prometo. No soy ningún sueño.

—No. No lo eres, ¿no es así? Nada de todo esto lo es.

La voz de Aedan era suave, demasiado suave como para ser oída. Se inclinó delante de su improvisado bastón; el cabello, desordenado; tenía los nudillos blancos por la fuerza con la que lo asía. Por un instante, bañado a la luz de la luna, parecía más una bestia que un hombre… Un lobo adornado con ónix y cuarzo, un peligro feroz y brillante.

Luego, Aedan se apartó de la luz. Io sintió que su corazón se hacía añicos, sólo un poco, y se incorporó una vez más.

—¿Aedan?

Comenzó a pasar junto a ella e hizo un gran rodeo para evitar su lecho.

—Aedan…

—No.

—No te vayas —dijo—. Por favor.

En el diván de tres cuerpos, Aedan hizo una pausa pero no se volvió a mirarla.

Io abrió las manos, sin esperanza.

—¿No es esto lo que hace la gente?

—¿Qué?

—Copular. Hombre y mujer, en el lecho, en los bosques… Sé que es así. Lo he visto.

En ese instante se volvió para mirarla.

—¿Lo has visto?

—Sí. Y pensé… que lo habías disfrutado antes, escocés.

—Estaba inconsciente —dijo con dureza—. No deberías haberte acostado conmigo.

—Me agradó. —Bajó la vista, tranquilizó las palmas de sus manos sobre las mantas—. Y a ti también.

Aedan no respondió, pero ella oyó su exhalación, larga y fuerte.

—No deseas dormir ni comer —dijo lentamente—. No deseas estar conmigo. Estoy confundida. ¿Qué es lo que deseas.

Aedan levantó la cabeza después de estudiar el suelo donde yacía la punta afilada de la madera flotante y le echó una mirada ardiente, color plata.

—No lo sé. —Una vez más sonó sombrío—. No lo sé aún.

—Deberías quedarte aquí. Lo sabes.

—No.

—¿Qué otro lugar hay donde ir? ¿Qué más hay para hacer? Hay sólo un castillo y una isla. Hay criaturas fuera de estos muros, criaturas con las que sería mejor no cruzarse en la noche.

Hizo girar la madera flotante en sus manos de modo que girara y rechinara en las piedras.

—Creo que mientes —dijo lo—. Me temo que quieres quedarte.

La cabeza de Aedan se había vuelto apenas hacia ella, lo sólo podía ver una parte del pómulo, la flexión rígida de su brazo que apenas se veía debajo de la túnica.

—¿No es cierto? —lo se desplazó hacia el extremo del lecho, extendió una pierna, luego la otra sobre el borde. La sábana de seda arrugada estaba detrás; la levantó y la colocó sobre sus hombros.

—¿No es cierto?

Dejó el lecho y la seda flotó detrás de ella, un suave movimiento de sus curvas. Aedan vio por el rabillo del ojo cómo se aproximaba, inmóvil, prisionero entre su voluntad y la de ella. Io ya sentía el calor de Aedan, un deseo embravecido, una necesidad creciente. Se deslizó detrás de él y entrelazó los brazos sobre el pecho de Aedan; todavía sostenía la sábana. La sábana de seda cubrió a ambos, una unión libre, suave como la brisa.

—¿No es cierto? —murmuró Ione y con lenta deliberación presionó su cuerpo contra el de Aedan; colocó su mejilla sobre el filo de su hombro. Aedan gimió; un hambre puramente masculino que recorrió todo el interior de Ione.

Ione dejó caer un lado de la sábana de seda, deslizó su mano hacia arriba y hacia abajo del torso de Aedan; con un ritmo lánguido, recorrió la forma de su cuerpo, contornos cálidos, tensión en aumento, lo se puso de puntillas y utilizó a Aedan para mantener su equilibrio mientras le besaba el cuello.

Finalmente, Aedan se movió. Fue tan veloz que lo sólo vio su rostro salvaje y bestial antes de que tomara posesión de sus labios. La madera flotante hizo un ruido estrepitoso en el suelo; sus manos se enredaron en su cabello mientras su boca se unía a la de ella.

Tanta precipitación la paralizó. Ella permanecía allí, una prisionera en su abrazo, lo sentía como una llama viviente. Una ardiente conmoción le recorría la piel, un ardor bienvenido se desparramaba en la profundidad de todo su ser.

Aedan era fuerza y movimiento; los llevó a ambos a través de la habitación hasta que juntos cayeron en el lecho con la sábana de seda detrás. Ella cayó con apenas un sonido y luego él estuvo allí una vez más; un hombre poco amable con encantadoras líneas y fuertes músculos se desparramó encima de ella, cubriéndola.

Io lo abrazó.

—No me lo permitas —dijo con voz áspera y el cuerpo tenso sobre el de Ione para poder separarle las piernas.

—Sí —dijo ella; no fue la respuesta correcta, pero era verdadera y clara y lo que ella deseaba.

—Sí —dijo una vez más y le besó los labios, el mentón, el hombro salobre. Aedan gimió con un rugido que los sacudió a ambos y presionó su rostro contra el cabello de Io. Su aliento era irregular contra la garganta de Io.

Ella tiró de él; estaba inquieta debajo de él.

—Aedan, no te detengas.

Pero Aedan tenía que hacerlo. Hubo una nueva tensión en él, un silencio profundo y trémulo que pesó sobre ella hasta que ella también quedó inmóvil, hasta que ambos gimieron en medio de las sombras.

—Por favor, no te detengas —murmuró Ione desesperada.

—Contéstame esto: —Su voz era gruesa; no levantó su cabeza—. ¿Has… has estado con otros?

—¿Cómo? —No tenía sentido lo que le decía, nada de todo eso lo tenía… ¿Por qué se había detenido? Él la deseaba; ella lo deseaba; Io intentó estirarse contra su cuerpo una vez más y sintió que sus brazos la asían con más fuerza.

—Antes que yo —dijo, con insistencia—. Tú dijiste que habías visto gente… en el bosque, en el lecho. ¿Has estado con otro hombre de este modo?

—¿Copulando?

—Sí. —La palabra fue una explosión de sonido.

—No —respondió—. Sólo contigo.

—Dios. —La sostuvo con más fuerza, un corto y apasionado apretón, luego se puso de pie. Se levantó del lecho, su excitación estaba a primera vista y se fue.

—¿Pero qué importa? —Io se sentó en el lecho— ¡Aedan!

Aedan apenas podía pensar, apenas podía ver o mantenerse de pie. Oía su voz como agua sobre piedras, un dulce murmullo, incluso con un dejo de dolor.

La había lastimado. No lo había querido.

Era inocente… lo había sido. Y se había acostado con ella y la había usado y amado con una libertad y una pasión que lo sorprendía, que incluso en ese momento tenía el poder de eclipsar su mente y guiarlo de nuevo hacia ella, de nuevo entre sus brazos y su lecho y su cuerpo tan sensual.

La había usado. Y ella ni siquiera se había dado cuenta. No aún.

Fuera lo que fuera, sirena o doncella, apenas sabía qué pensar, no podría perdonárselo. Siempre había peleado con tanta fuerza por su honor, deseado con fervor probar que era digno del título con el que había nacido. Y ahora, allí, había hecho algo que nunca podría reparar.

Un príncipe ciertamente, pensó, acérrimo.

Una parte de él había descubierto la verdad, que ningún sueño podía ser tan real como lo era Ione, ninguna fantasía podía ser tan tangible. Lo supo (sí, su corazón estaba en lo cierto) en el momento que posó los ojos en ella en el gran salón.

Inocente Sola.

La forma en que vestía, en que hablaba, tendría que haberse dado cuenta antes. Nunca había estado con gente antes; nunca había hecho nada de lo que comúnmente él hacía o daba por sentado: hablar con amigos, cabalgar por las colinas, jugar ajedrez a la luz de la vela, trovadores, fiestas… todos los sellos de la civilización. Todos faltaban en Kell.

Y peor aún, la había atacado cuando la culpa era suya. Otra marca en contra de él, otro punto de desgracia.

Sintió la caricia de Ione en su brazo, suave y resbaladiza y giró. Ione lo miró, pensativa. La luz de la luna brillaba en su cabello.

Incluso si ella hubiera estado con otro, con cientos de otros, no tenía derecho alguno de reclamarla. Ningún derecho.

—Iré a dormir a otro lado —dijo Aedan, y se sorprendió al oír la firmeza con la que lo había dicho—. No me sigas. Quédate aquí, Ione.

—Te he ofendido —dijo, ensombrecida.

—No. —Quitó su mano y la besó. El deseo resurgió, al instante y absoluto; tuvo que forzarse para dejarla ir—. No. Me he ofendido a mí mismo.

Se fue cojeando de la habitación.

* * * * *

La coronación se llevó a cabo esa misma noche.

La reina montó un majestuoso corcel negro hasta la iglesia. Era el caballo de su hermano, no era el suyo; pequeño y delgado en la parte posterior; lo montó como tributo a la valentía de su hermano y la gente de Kelmere aplaudía en gesto de aprobación mientras pasaba. Para responder al clamor y los buenos deseos, la reina hacía una solemne reverencia con la cabeza; mientras mantenía los ojos fijos ya sea en la senda delante de ella o en cualquier otro lugar en lo alto, en el oscuro cielo.

La coronación sería un evento nocturno. Como se había acordado, sería otro homenaje para su hermano el Príncipe Aedan, quien había muerto al atardecer para salvar a su hermana.

Alineadas junto al sendero que los guiaba hasta la Iglesia, había cientos de antorchas encendidas; llamas más brillantes que el crepúsculo, que las estrellas que comenzaban a asomar. Caliese mantuvo el paso del corcel y las monedas de Cobre que colgaban de la montura tintineaban con cada paso y las cintas que adornaban en las crines del caballo se balanceaban y destellaban. Llevaba los colores de su padre, su insignia estampada en la falda para que todos pudieran observar que ella también lo honraba.

A su alrededor se encontraban los hombres sabios de su padre, ahora los suyos: guerreros, asesores y obispos; con sus mejores vestimentas contemplaban la muchedumbre que los aprisionaba para ver a la reina.

En la puerta de la iglesia había más personas, innumerables, y Caliese supo que dentro habría todavía más. La realeza la aguardaba en el interior. No estaban todos los que tendrían que haber participado si ella hubiera esperado uno o dos días para la coronación, pero había soberanos incondicionales y príncipes de sangre y los jefes de las Tierras Altas, incluso la Dama de los Bosques. Todos la aguardaban.

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