La última sirena – Shana Abe

Por otro lado, Lord Kell ahora sabía que se encontraban en Escocia y que continuaban viaje. Si se separaban ahora y más tarde, por alguna desgracia del destino, él los descubriera de nuevo en su camino, evocar alguna excusa nueva por estar cerca iba a resultar casi imposible.

Johnson había dicho que el conde de Kell sabía lo que iba a hacer él, que quería matarlo. Ella suponía que un hombre que sabía que estaba marcado, cuestionaría todo. En especial, las historias endebles. En especial, las coincidencias.

Leila había recorrido Europa en sombras y sigilo casi toda su vida. Había conspirado y tramado con el mismo fantasma de la muerte a su lado, y pensaba poco en eso, simplemente porque ese era su mundo. Había tomado dinero por vidas malvadas de manera tan rutinaria como otras mujeres lo harían por pan o ropa o sexo, porque eso era lo que era. Para eso la habían criado.

Sin embargo, supo de repente, con cada fibra de su ser, que no quería hacer enfadar a ese lord escocés. Que ponerlo a prueba y fallar sería el fin de todo.

Se concentró en sus manos que descansaban sobre su regazo. Debía de haber un camino de salida de ese embrollo…

—Es una cuestión personal —le dijo Che Rogelio al conde, mientras se hundían más profundo con cada mentira—. Tiene que ver con mi hijo, el esposo de la señora.

Ella cerró los ojos, impotente, expectante.

—Ya veo —dijo Lord Kell con cierta informalidad—. ¿Se encuentra en el norte?

—No. Está en España. Me temo que enfermo.

—Qué lamentable —dijo el conde, aún con esa voz apacible que le enviaba un temblor por la columna.

Dios, ella tendría que intervenir.

—Buscamos un lugar para él aquí, para que se recupere —dijo ella levantando la cabeza—. El frío, el aire del océano, ¿se da cuenta? Sus pulmones están débiles. Necesita… —dudó; buscaba la palabra correcta en inglés—. Necesita un refugio aquí, para recuperarse.

El conde la había estado observando: la misma esencia de una elegancia salvaje, el cabello despeinado, pestañas doradas rojizas y botas pesadas. Con sus dichos, ella creyó ver un atisbo de algo azul detrás de su mirada, no sabía de qué. Revelación, tal vez, o sólo un interés cauteloso.

Se mordió la lengua para no decir más y que los descubrieran.

—¿Sabe cabalgar, señora? —preguntó él.

—Todos los niños en España cabalgan, señor.

Lord Kell le hizo una reverencia cortés en la oscuridad.

—Entonces, ¿me permite ofrecerles a usted y a su suegro disponer de mi barco? Viajamos hacia el norte, a nuestro hogar, y puedo desembarcarlos en cualquier puerto que elijan. No encontrarán un galeón mejor que éste en Ayr.

Ella se dio la vuelta para mirar a Che, quien sufría intensamente en el mar. Él sonreía y asentía con la cabeza.

—¡Qué generoso es! —dijo Leila lentamente—. Nos sentimos muy honrados de aceptar.

Capítulo 7

La notable semejanza que compartían todos los señores del clan Kell en los últimos extraños doscientos años era muy popular en el folclore de las Tierras Altas de Escocia. Todos tenían cabello dorado, ojos azules, aproximadamente del mismo peso y la misma estatura, aunque las cuentas en este punto a veces variaban. Por momentos, se decía que un señor era un poco más alto que su padre, o un poco más ancho, pero a decir verdad, debajo de los cuadros escoceses, la capa, el manto o el sobretodo, ¿quién podía notarlo?

Y algún viejo familiar del clan afirmaba que los señores siempre habían lucido semejantes. No obstante, otros salían al cruce con historias de señores pelirrojos y señores de cabello oscuro como cuervos. Todo retrocedía hasta el mismo gran Rey de las islas, quién se sabía que tenía el cabello tan negro como la víspera del solsticio.

Por ello, tal vez, sólo era un capricho de la naturaleza que todos los últimos señores hubieran sido bendecidos en color dorado.

Tal vez no.

Solo unos muy pocos conocían la verdad, aunque la mayoría del clan lo sospechaba y algunos incluso lo presumían. No obstante, el secreto verdadero del clan Kell permanecía hermético dentro de la familia, confiado a un concejo secreto de hombres y mujeres que había comenzado hacía mucho tiempo en los días de aquel rey del oscuro solsticio, quien había cortejado y ganado a una doncella del mar y había nombrado a su hijo como heredero. Desde el principio, allí tuvo que haber un círculo de protección alrededor de ese noble secreto y así también de la forma en que su pueblo, por honor, y Ronan, por derecho propio, debían proteger la sangre del rey que originó todo. De aquellos miembros del consejo se concibieron nuevos reyes y reinas, y luego señores, y marcharon juntos de la mano a través del tiempo, por generaciones, socios por el parentesco y el misterio.

Y así había llegado Ronan, y luego Baird y Kirk y por último Finlay, todos ellos nacidos con sus propias reglas y sus propias obligaciones. La familia.

Y era la familia quien sabía que el hombre que no tenía hijos se había convertido en su propio hijo, una y otra vez. Ronan alcanzaba su cuarta encarnación en la actualidad. Una juventud falsa, una adolescencia rápida; luego, podría surgir una vez más como él mismo, mientras el viejo señor fallecía y el nuevo comenzaba su gobierno. Con el correr de los años se había cuidado siempre de incluir su verdadero nombre, Ronan, en cada nuevo líder que creaba. Era más fácil, sin duda. Pero aún más importante, era el primer regalo que le habían dado sus padres, la única parte de sí mismo a la que encontraba que era incapaz de renunciar con el tiempo.

Envejecía, pero con lentitud. Tan lento. Últimamente se preguntaba con más frecuencia cuánto tiempo más podría aferrarse a su rol antes de cansarse por completo.

Todo lo que debía hacer era alejarse de Kell. Lo sabía. Sólo resistirse al atractivo de Kell y en forma gradual ingresar por entero y con sigilo a la vida de los mortales. Envejecería como todos lo hacían. Comería, bebería, viviría y moriría igual que todo el clan. Igual que todo el mundo.

Desde la cubierta del Lyre, Ronan miraba el salvaje mar nevado, tan dolorosamente bello para él, verde y gris y alborotado. Pensaba que también podría arrancar su corazón al mantenerse alejado de Kell. Tendría que alejarse del mismo océano para lograrlo.

Y nunca podría hacer eso.

Doña Adelina estaba de pie junto a él, envuelta en su mantilla, y miraba hacia fuera igual que él. Ronan la observaba en momentos robados. La azotaba el viento. Tenía las mejillas húmedas, le lagrimeaban los ojos, el cabello daba latigazos sobre unos pendientes dorados sin importar cómo si intentara contenerlo.

Había una mirada de horror reprimido en su rostro.

Él le sonrió y la tranquilizó con la mano en la espalda mientras el galeón golpeaba una ola particularmente alta.

—Tal vez desee volver abajo —le ofreció mientras se inclinaba para alcanzar su oído.

Ella no lo miró. Sólo negó con la cabeza. Sus manos apretaban firmes la barandilla. Los labios firmes. Se parecía bastante a un conejo arrinconado y decidido a enfrentar el lobo.

Habían dejado el puerto hacía horas y ya estaban bien adentrados en el mar. La nieve se había aligerado ahí pero no había cesado; colgaba una nube blanca entre el océano y el cielo, y el Lyre la cortaba del mismo modo que a las olas: de manera implacable, con un propósito, una meta: ir a casa.

Doña Adelina había abandonado la calidez del interior del barco después de embarcar. Ronan la había observado salir de la bodega mientras negaba con la cabeza hacia el contramaestre que estaba a su lado, quien sin duda intentaba convencerla de que regresara. Ronan estaba a una gran distancia encima de ambos en el trinquete, su lugar favorito a bordo de cualquier barco. Veía con interés que Adelina no trataba de razonar como su contramaestre; simplemente lo ignoró, se tambaleó hasta la barandilla de la cubierta delantera y luego se detuvo allí con el viento que la arrebataba y la nieve que también caía a su alrededor. A él se le ocurrió que se parecía a Moisés y el mar imponente. El contramaestre quedó encorvado a su lado, sin decir más, con la gorra hasta las orejas.

Ronan le ahorró un resfriado al hombre. Se columpio por las cuerdas, envió al contramaestre de vuelta con el capitán y luego se dio la vuelta para saludar a su invitada.

Milady.

Ella le echó una sola mirada. Su belleza, incluso irritada por el viento, le envió un dolor mordaz a través del pecho, sorprendente e inoportuno. Tuvo que bajar la mirada y retraerse por un instante, envolvió su corazón y su mente para controlar ese nuevo dolor, y ella apartó la mirada otra vez, sin responder.

Sus faldas volaban alborotadas más allá de su capa, damasco rosado y galones de satén, un remolino de flores azules bordadas en la pechera en inverosímiles líneas femeninas.

Él no pudo evitar advertir que no llevaba anillo de bodas debajo del guante. No que él pudiera notar.

En silencio, miraban cómo el océano se levantaba y caía.

El cielo presionaba, bajo y gris, y las olas brincaban para alcanzarlo; Ronan suponía que era penetrante, frío y extraño para ella… y aún así, no se marchaba. Se aferró a la barandilla como si estuviera paralizada. Su capucha voló hacia atrás y ella ni siquiera se molestó en volver a levantarla. Él pensaba que su cabello era como el sol… como la luz del sol y las estrellas. En la taberna lo había notado sin querer, largo y ondeado, caía aniñado hasta la cintura. Húmedo por la nieve, sin polvo, horquillas ni pelucas. Se había secado en rizos indiscretos, sin rastros de la verdadera moderación propia de una dama.

Había disfrutado verlo, su cabello suelto. Deseaba mucho verlo así otra vez.

—¿Es así todo el tiempo? —preguntó por fin Adelina por encima del viento—. ¿Todos los inviernos?

—¿Se refiere a la nieve?

Ella asintió con la cabeza.

—Y el frío. ¿Siempre hace tanto frío aquí?

—Sí, casi siempre.

Ella cerró los ojos y los abrió otra vez para mirar enfurecida hacia el mar.

—¿Podrá su esposo soportar el frío? —preguntó él a su propio pesar.

—Sí —respondió de inmediato—. Le agradará.

La nariz se puso roja por el viento. A él le parecía que era encantadora, aunque no quisiera admitirlo. Encontrarla encantadora lo enfadaba. Lo enfurecía hallarla tan hermosa y fuera de lugar, como un girasol abandonado en la tundra.

—Y usted, milady. —Su voz se volvió más áspera de lo que pensaba—. ¿Podrá soportarlo?

—Sí —soltó ella, con los dientes apretados—. Me agrada el frío.

Otra ola gigante; él mantuvo su mano en la espalda de ella e intentó lograr un tono menos personal.

—Entonces le va a agradar Escocia. Tenemos frío en abundancia.

—Bien —comentó, y luego repitió—, bien.

La nieve se sentía como dagas en el rostro. Los labios y mejillas de Leila estaban secos, y tenía que entornar los ojos sólo para mantener la visión clara. El olor a alquitrán mezclado con salmuera y madera húmeda ardía en su nariz. La cubierta se levantaba y se hundía debajo de sus pies en gruñidos guturales salvajes… y el conde de Kell parecía no notar nada de eso. Sólo estaba de pie a su lado, en calma absoluta, como si hubiera hecho y visto todo eso con anterioridad, cien veces antes. Y por supuesto, se dio cuenta de que era probable que lo hubiera hecho. Le parecía que ni siquiera parpadeaba contra el viento.

Debajo de su pesada capa vestía muy parecido a sus hombres, pero de alguna manera más ligero, completamente más despreocupado. Llevaba un tartán azul real y esmeralda, Con suaves líneas carmesí, pero en él caía de un modo diferente a los demás. Enfatizaba la anchura musculosa de sus hombros en contraste con el ámbar de su cabello. Debajo usaba una camisa lisa. Ni siquiera estaba abotonada por completo; ella le echó un vistazo fugaz al metal que llevaba en la garganta: una cadena de plata, brillante y enmarañada. Parecía un adorno raro para un hombre que incluso evitaba usar anillos.

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