La última sirena – Shana Abe

Desde la oscuridad, una línea de figuras con capas comenzaron a moverse, sigilosos, flechas alzadas, se escabullían entre los árboles. La luz de las estrellas se posó sobre el líder: un demonio, con cuernos y el entrecejo fruncido, un rostro que centelleaba de un color bronce y un lazo con extremo de plata, su flecha estaba dirigida al corazón de Ione.

Vio los ojos ensombrecidos de la bestia. Nunca antes había visto un verdadero demonio pero con seguridad existían porque ella existía. Parecía que no toda la magia antigua había desaparecido del mundo. ¡Qué modo tan terrible de descubrirlo!

Muy bien. Dio un paso hacia delante furtivamente, agazapada, lista para pelear contra esa bestia, lista para morir.

El demonio pareció posar su mirada en Aedan por primera vez. Hizo un alto. Parecía sorprendido. Lentamente, la flecha comenzó a descender, la cuerda del arco quedó recta. El rostro de bronce se hizo a un lado.

—¡Ya-loh! —gritó con una voz femenina aguda, apenas sofocada.

No era un demonio, era una mujer humana, enmascarada y armada que caminó con precaución por la arena hacia Io y Aedan. Su gente la seguía a un costado.

Una vez más, la mujer hizo una pausa, a una distancia dramática. Con firmeza deliberada, soltó el gancho de su capa y dejó que cayera y la tomó con una mano. Hizo una reverencia y lentamente entregó la tela con pliegues y piel. Io buscó los ojos que se encontraban detrás de la máscara. Leyó sus intenciones. Cautela.

Aceptó la capa.

La mujer permaneció detrás, y se quitó la máscara con cuernos. Debajo de la mirada con ceño fruncido de bronce había un rostro simple, redondeado y ruborizado, ojos marrones brillantes y cabello oscuro atado por detrás.

Entonces habló una vez más. Sus palabras fueron perfectamente claras.

—Se lo agradezco, quien quiera que sea. Me ha devuelto a mi esposo.

Capítulo 13

—Está herido —dijo Ione, más allá del frío helado de su corazón—. Necesita respirar.

La mujer se acercó con rapidez, los otros la siguieron e Ione dio un paso atrás; rodearon a su amante durmiente (sí, sólo estaba dormido) mientras lo tocaban y lo sostenían y lo llamaban por su nombre, lo llamaban «señor».

La mujer sin la capa intentaba sentir los latidos del corazón de Aedan en su garganta, en su pecho. Elevó la mirada y miró a su alrededor. Buscaba a alguien y un nuevo hombre se abrió camino entre la multitud; Io no pudo ver más a Aedan.

—No —escuchó que alguien decía después de unos instantes, una voz marchita—. Lo siento, milady.

—¿Estás seguro? —Era la líder; apremiante—. ¿No puedes intentarlo Urien?

—Milady…

—¡Inténtalo! ¡Tus hierbas! ¡Tus pociones…!

—Está muerto —interrumpió el hombre llamado Urien, más fuerte que antes—. Las hierbas y las pociones no modificarán su estado.

El resto de las personas comenzaron a hablar, todos a la vez.

Muerto…, pensó Io mientras permanecía de pie, aturdida y sola junto a un pino atrofiado. No, no está muerto. No lo está.

Comenzó a moverse. Caminaba con dificultad hacia la multitud, haciéndolos a un lado. Se desplazaban con rapidez, como si las aguas se dividieran delante de ella, pero Ione sólo vio a Aedan sobre la pálida y cenicienta arena, tan bello, con los ojos cerrados, los labios entreabiertos y un charco de sangre que seguía fluyendo de su hombro… Una mano laxa sobre el pecho, la otra caía en una graciosa curva a su costado, dañada por los grilletes y aquella abominable cadena.

Y su relicario… Io lo vio finalmente. Su hermoso relicario todavía estaba alrededor de su cuello, una banda brillante de plata contra su piel.

Ione se arrodilló junto a él, corrió la mano que yacía sobre el pecho, colocó su puño sobre el corazón de Aedan y provocó una sacudida en el cuerpo de su amado.

Todos gritaron, todos excepto la mujer de cabellos oscuros, quien levantó la palma de su mano y observó mientras lo esperaba; luego, volvió a repetirlo.

—Deténgase —gritó el hombre de voz marchita—. Deténgase de una vez, no tiene respeto…

Aedan tosió y giró la cabeza. Fluyó agua de su boca; respiró con dificultad, ahogado, y con un sólo movimiento la mujer y otras dos personas lo pusieron sobre su costado y le golpearon la espalda, sosteniéndolo.

El resto observaba a Ione, quien se había puesto de pie y había dado un paso poco seguro. Se sentía extrañamente mareada.

—Un sarraceno —dijo, desarticulada, y de nuevo cayó de rodillas sobre la arena—. Lo vi una vez en un barco. Un sarraceno lo hizo y el hombre ahogado sobrevivió…

Las voces de los leñadores eran distantes. Sus palabras carecían de sentido para Ione. Cerró los ojos y se llevó las manos al rostro e inclinó la cabeza. Pensó en que debía caer allí y morir. Estaba muy cansada.

Su relicario, brillante sobre la garganta. Las pestañas largas y húmedas, sus labios de un azul blanquecino.

Algo cálido le cubrió el cuerpo. Una capa.

La capa de su esposa. Su esposa.

—Un truco útil —murmuró una voz al oído de Ione—. Quizá, podría enseñármelo algún día.

Ione levantó la cabeza. La mujer de cabellos oscuros tomo asiento delante de ella y examinó el rostro de Ione como si fuera de gran interés. Detrás de ella se movieron sus hombres, lo levantaron a Aedan, una masa de piernas y brazos que se llevaron al bosque.

—Ahora, debo agradecerle una vez más —dijo la esposa. Su boca esbozaba casi una sonrisa; mechas de cabello castaño se meneaban sobre sus mejillas con el viento—. Me lo ha devuelto dos veces. Estoy en deuda.

Io miró el lugar donde Aedan había estado tendido: la arena con las marcas de su cuerpo. El viento parecía soplar inerte entre los árboles.

—No sabía de mí, ¿no es verdad? —La mujer la estudio detalladamente—. Usted no lo sabía.

—Sé que está vivo —respondió Io—. Es suficiente.

Ione se puso de pie, se quitó la capa y se la entregó a la mujer. La mujer negó con la cabeza.

—La necesita más que yo —dijo y sólo después Ione se dio cuenta de que su vestido dorado estaba desgarrado, se había deslizado de sus hombros, le llegaba a la cadera y se mantenía allí tan sólo gracias al cinturón. Tenía rasguños en toda la piel. Algunos todavía sangraban: un contraste de rojo sobre blanco. Toco uno de los cortes y revisó sus dedos con sangre.

—Nuestro curandero la ayudará —dijo la mujer y colmo de nuevo la capa sobre Ione—. Venga conmigo.

—No. Debo irme.

—No —se opuso la mujer con firmeza—. No se irá. Soy Morag de Cairnmor. Controlo estos bosques. Si se va en este momento, la atacarán de nuevo. He colocado hombres en todo el bosque y no la conocerán ni la distinguirán del enemigo.

—No pretendo ir hacia el bosque —Ione se retiró, estremeciéndose cuando ese dolor familiar le desgarró la pierna.

—No se vaya —dijo Morag con un tono de voz que Implicaba una preocupación sincera—. No aún. ¿No quiero verlo una vez más?

Io vaciló e intentó no pensar en Aedan, no imaginar su rostro cuando volviese a su esposa, a su pueblo… querido, adorado.

Él está en su hogar y tú no; nunca te sentirás como en tu hogar aquí, sirena…

Algo pequeño volvió a la vida dentro de su ser, ardiente, como el sol del mediodía. Reconoció que era ira. Una ira que quemaba su ser, que se superponía con su dolor.

—Venga —señaló Morag hacia el bosque—. Venga a nuestro campamento. Podrá comer y descansar.

Io echó un vistazo a los árboles. Aedan adelante, el océano detrás y esa mujer mortal junto a ella, su mujer…

—Por lo menos, venga y cuénteme su historia y la de él —dijo la esposa, con el esbozo de una sonrisa—. De lo contrario, me lo preguntaré por siempre.

Ione presionó los labios y la miró fijamente, en silencio, desafiándola a que adivinara.

—No —murmuró Morag finalmente—. Prefiero no saber nada. Perdóneme.

Quizás fue el tono de voz, tranquilo y amable. Quizás, su modo, curiosidad sincera debajo de aquella tranquila modestia. Quizás, sólo su cabello que todavía, oscuro, se agitaba con la brisa, largas mechas de un color castaño oscuro, igualmente elegantes al flotar desde su trenza suelta.

Cual fuere la razón, Io sintió que la ira ardía con más fuerza, un celo amargo, un odio intenso y caluroso hacia esa mujer, hacia ella y hacia Aedan y todos sus sueños imprudentes.

—Bien —respondió Ione a secas y se volvió—. Vayamos a ver a su esposo.

* * * * *

Morag entró en su tienda mientras la noche se acercaba y el cielo pasaba de un azul mortecino a un gris color ostra. No había dormido, ni siquiera descansado, durante ese día y la falta de un momento de calma comenzaba a causar efecto. Le llevo más de lo acostumbrado adaptarse a la luz que había dentro de la tienda; una lámpara de carey que despedía humo negro en el aire, un brillo tímido pero aún brillante en comparación con el cielo de afuera.

Se dirigió hacia la figura sentada que observaba a Aedan, una mujer que debía estar tan cansada como ella, pero que la miraba dándole la bienvenida, con ojos cálidos y neblinosos.

Morag agradeció su saludo. Con ambas manos, la tomó del brazo.

—¿Cómo estás?

Sine posó su mirada en Aedan, quien respiraba lentamente debajo de unas mantas de piel.

—Todavía duerme. ¿Y ella?

Morag suspiró y encontró un espacio en el suelo entre el camastro y una mesa y tomó asiento mientras estiraba la espalda.

—Lo mismo. Finalmente. Pensé que tendríamos que obligarla para que tomara asiento.

—Quería irse.

Morag emitió una risa corta.

—Hubiera deseado no poner un pie aquí.

—Sin embargo, vino.

—Sí. Por él. Después de ver a Aedan dormido dijo que quería estar sola. Se negó a ingerir alimentos, ni agua ni cerveza. Se negó a aceptar el tratamiento de Urien. Insistió en que quería ver las hierbas y escoger ella misma lo que necesitaba.

—Ah —dijo Sine débilmente—. Imagino que no lo debe haber complacido.

—No. En lo más mínimo. Especialmente cuando ella le dijo que sus almacenes eran viejos y la linaria… endeble, creo que fue la palabra.

—¡Por Dios!

—Sí.

Sine negó con la cabeza. Tenía los dedos entrelazados sobre la falda.

—Interesante la mujer, ¿no es verdad?

—Mucho.

Ambas mujeres quedaron en silencio. Afuera, los pájaros de la mañana comenzaron a cantar, canción tras canción entre los árboles. Sine esperó, observó a Morag y luego agregó:

—¿Y bien?

—Bueno… no dijo demasiado. Si sólo Aedan pudiera contarnos… pero la historia de ella confirma lo que nos cuentan nuestras fuentes. Lo llevaron a Kelmere y lo encarcelaron allí. Ella fue en busca de él y, de algún modo, lo sacó de allí…

—¿Cómo?

—Ah… —El rostro de Morag cambió; evitó la mirada de Sine y posó la mirada en el techo de la tienda—. A través del pozo, aparentemente.

—¿El pozo?

—Sí.

Hubo un momento de profundo silencio que sólo se interrumpió por la respiración de Aedan y el gorgojeo de un pinzón que estaba muy cerca.

—¿Cuántos guardias la controlan? —preguntó Sine finalmente.

—Ninguno.

—¡Ninguno! —exclamó Sine, asombrada—. ¿Estás loca? Se aparece de este modo con él, míralo, Morag, ha sido torturado, está apenas vivo…

—Ella se las arregló para resucitarlo —interrumpió Morag, con una tensión característica en los labios.

—…encadenado y medio ahogado y con una herida que hubiera matado a una persona más pequeña, ¿y esta mujer dice que lo rescató a través del pozo de la fortaleza? Supongo que habrá nadado junto a él hasta llegar aquí, al otro lado de la isla…

—Sí —dijo Morag, y no cabía duda de que había un tono de divertimento en su tono de voz. Sine sacudió las manos.

—¡No puedo entenderte! Estamos en guerra con esta gente, en cualquier momento nos atacarán y nos destruirán y tu juegas un juego y bromeas y confías en una extraña que quizás nos corte la garganta mientras dormimos…

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