La última sirena – Shana Abe

Ione tomó la espada. Examinó la hoja, pulida y perfectamente recta, luego ajusto el cinturón a su cadera. Era bastante pesada.

—Una última cosa —dijo Morag. Adornada con joyas, enriquecida con el oro, tomó a Ione por el hombro y besó su mejilla. Labios suaves, una calidez delicada, débil, fugaz. Cuando retrocedió, Morag sonreía.

—Es una bendición en mi pueblo —dijo—. Tocar lo mágico.

—Que así sea, entonces.

—Y para ti también.

Aedan estaba allí. Examinó a Ione, el vestido que llevaba puesto, su cabello atado por detrás del cuello, sus ojos posados en la vaina.

—Nos veremos a la noche —dijo a secas, volviéndose a Morag—. Comiencen con la búsqueda si no reciben noticias nuestras. Conoces el plan.

—Sí, milord. Todo está preparado.

—Nos veremos antes del atardecer.

—Rezaré porque así sea.

Aedan tomó el brazo de Ione. Juntos caminaron fuera del campamento, hacia el fantasmal silencio de la neblina que se elevaba.

El bote estaba exactamente donde Morag les había dicho, tapado debajo de hojas y maleza en un recoveco entre los árboles, junto a la costa. Aedan hizo a un lado las mantas que lo cubrían y quitó las ramas sueltas. Ione permaneció de espaldas con los brazos cruzados, la espada en su cadera absurdamente larga con relación a su tamaño. Ya se había quitado las botas y retorcía sus dedos en la arena.

Aedan arrojó las mantas a un costado.

—Yo remo.

—No es necesario.

Comenzó a desajustar el cinturón de la espada. El viento había soltado algunas mechas rojizas que rozaban su rostro; eran brillantes en comparación con el día blanco y deslustrado.

Parecía tan pequeña, casi una niña. En verdad, Aedan nunca lo había notado antes; su corazón latía con fuerza y temió sentir el rencor de Io en su garganta. Parecía tan frágil.

—Yo remaré —dijo una vez más y comenzó a arrastrar el bote por la costa.

—No.

El temperamento de Aedan estalló.

—Maldita seas, Ione, por una vez, ¿puedes escucharme?

—No —respondió, pero las comisuras de sus labios se retorcieron—. ¡No estoy bromeando!

La contracción de sus labios se desvaneció.

—Yo tampoco. Sería inútil desperdiciar tu fuerza con este bote, escocés, llegaré antes y con más velocidad sin ti. No sabemos lo que nos espera, si algo de todo esto sale mal, debes poder pelear.

—Estoy perfecto para pelear —murmuró.

—Con alguien más que yo. —Dejó caer la espada en la arena.

—No tienes que hacerlo.

Ione no respondió, sólo se llevó las manos a la espalda para desatar los lazos del vestido. Quedaron sueltos pero enredados; se inclinó hacia delante y comenzó a quitárselo por la cabeza.

—Sabes que no quiero que lo hagas. —No era una súplica. No se lo suplicaría. Cualquiera podía ver que era una idea horrible, desastrosa. La asesinarían y sería su falta. ¿Por qué demonios no podía entenderlo?

Ione emergió del vestido, gloriosamente desnuda, curvas flexibles y líneas esbeltas, sus brazos en alto. Hizo un balón con la tela y se la arrojó a Aedan, quien la tomó y frunció el ceño.

—Dijiste que morirías si dejabas la isla de Kell. Dijiste que debías regresar. Confía en mí, éste es el momento ideal para que lo hagas.

Ione levantó la espada y la vaina y la colgó de un hombro.

—Ione.

Entonces se volvió hacia él, se inclinó cerca de él y apoyó los dedos sobre el rostro de Aedan. Su caricia fue helada, como siempre; un frío y una calma sobrenatural.

—Mira lo que te han hecho—murmuró—. Cicatrices y magulladuras. Intriga y dolor —habló con lentitud, su voz teñida de una emoción que Aedan no podía mencionar; luego, Ione negó con la cabeza—. No puedes seguir así.

Aedan tomó la mano de Ione y la presionó contra su mejilla.

—Nada de eso importa —dijo con voz clara—. Nada de eso es tan importante como lo es tu seguridad.

—Con la conquista de los sajones, ¿tendrás paz o no?

Se las había ingeniado para sorprenderlo; Aedan rió a pesar de la amargura que sentía.

—Paz. No.

—Tendrás tu trono —insistió—. Tendrás tu reino.

Aedan no podía negarlo. Tampoco lo admitiría, sin poder darle una excusa para continuar con su locura. Ella lo entendió de todos modos y asintió. Sus ojos se entrecerraron.

—Esto es lo que deseo, entonces.

Se volvió para irse. Aedan la sostenía con la mano y la acercó de nuevo hacia él.

—Tienes dos horas. Si no regresas para entonces, iré detrás de ti. ¿Comprendes? Iré detrás de ti, solo, si tiene que ser así.

—Estaré allí. Abriré la puerta.

—Dos horas.

—No necesitaré todo ese tiempo. —Miró con mordacidad su mano. Aedan relajó sus dedos y luego recordó algo.

—Espera. —Desabrochó el collar de plata y dejó que el relicario cayera en su mano—. Tendrías que tener esto contigo de nuevo.

—¿Debería hacerlo? —preguntó con poca seriedad.

—Si contiene mi alma, si contiene alguna parte de mí, entonces… quiero que tú lo tengas.

Ione vaciló. Luego, lo tomó con cuidado con sus dedos largos y pálidos. La plata era un brillo apagado entre ellos. El relicario dio un pequeño giro alegre contra las nubes.

—Quería preguntarte —dijo Aedan mientras veía cómo se ajustaba la cadena al cuello—. ¿Cómo pudiste seguirme después de que dejé Kell? ¿Cómo supiste que estaba encarcelado?

—No lo supe.

—Entonces, ¿por qué viniste?

Ione se alejó de Aedan y sonrió. Sin quitar la vista de la mirada de Aedan, fue hacia las olas y dejó que golpearan sus piernas. Su cintura.

—Había venido a decirte… —Su voz fue dulce, melódica sobre las olas—… que vamos a tener un bebé.

Se zambulló en las olas y desapareció.

* * * * *

No le llevó tiempo encontrar la abertura en la piedra de la isla. Io se transformó en ese instante, por alguna razón, la cola y las aletas reaparecieron y eso significó que podía nadar con mayor velocidad que la última vez que había estado allí. Y la fisura estaba cerca de la costa; lo recordaba muy bien. Se acercó y siguió la corriente de agua dulce hasta que llegó a la base de la roca, el pozo negro delante.

Io hizo una pausa, una mano contra la entrada. Miró hacia la superficie, un cielo de vidrio encima de ella. Dos nutrias gemelas nadaban y jugaban y se dejaban llevar por la velocidad del agua como un par de estrellas fugaces.

Ione volvió a mirar el túnel y entró.

Ahora, todo era más difícil. Luchaba contra el río, no lo aceptaba, y las corrientes eran fuertes. Sin la sal del agua, recobraba su figura humana, la resistía, porque no podía soportarse a ella misma. Al menos, no tenía que preocuparse por vestiduras que la atrapasen. Al menos, no remolcaba un hombre llena de angustia…

Tuvo cuidado con la roca volcánica, pero igualmente le abrió nuevas heridas. No podía permitir que le molestara. No podía disminuir la velocidad. Aedan había marcado un tiempo y confiaba en su advertencia. Iría en busca de ella si fallaba. Su intrépido escocés atormentaría la fortaleza.

Su cabello estaba suelto, una nube rojiza y dorada. Las piernas comenzaron a dolerle, los brazos. La espada pesaba más que nunca. Pasó la bifurcación que llevaba al pozo de la fortaleza, frenó y volvió sobre sus pasos. Sí, era allí. Una mancha gris plomo florecía en las aguas oscuras, una abertura hacia la luz. Se acercó con cuidado y encontró el aro de piedra que distinguía el fondo del pozo y espió por la parte superior. Nadie la miró; sólo estaba el contorno borroso del dispositivo de madera más arriba.

Con cautela y sigilo, salió a la superficie, sus manos asidas con fuerza de la roca. No se oyeron gritos, ni aparecieron cabezas en el aro de luz sobre ella. La quietud perfecta. No había nadie excepto ella en todo ese mundo desquiciado.

Io ajustó la vaina, enterró sus dedos en la argamasa y comenzó el largo ascenso por las paredes del pozo.

* * * * *

Aedan esperaba en los acantilados donde la salida secreta de Kelmere estaba oculta, en cuclillas y escondido, entumecido por el frío, contemplaba la niebla y la extraña suerte de su vida.

Un bebé. Con Ione.

Aedan se frotó las manos. Su aliento se congelaba. Después de todo ese tiempo, un bebé. Un hijo de una sirena.

Por Dios. Nada era simple.

* * * * *

Le llevó más tiempo del que había calculado trepar las paredes. Había descansado durante su estancia en el campamento, pero no había sanado del todo; el descanso no podía superar la pérdida de la magia de Kell. El descanso no podía amainar su lenta muerte.

Pero lo logró, avanzó lentamente, paso a paso hasta que al final llegó, sin aire, a la cima; la yema de sus dedos sangraban y los pies le latían.

En un principio pensó que la habitación estaba vacía.

No oía nada más allá del agua del río, ninguna conversación, ninguna pisada, ninguna respiración. Io esperó un poco más de todos modos, y se esforzó por escuchar, hasta que tuvo que moverse o dejarlo pasar.

Con un gruñido silencioso, subió por el borde, primero una pierna, luego la otra que colgaba de costado. Se puso de pie y miró con rapidez todo el recinto, directamente a los ojos de un hombre sorprendido y, que paralizado, la miraba a no más de cinco pasos de distancia.

Llevaba una espada y la vestimenta de un guardia, de Aedan o sajón, no podía decirlo.

—Mis saludos cordiales —intentó decir Ione, sin aire. Apartó su cabello para mostrar sus senos—. Mi amo me ha enviado a ti.

El hombre quedó con la boca abierta, floja. Ione se acercó con pasos lentos mientras con su mano acariciaba la curva de su cintura, la modesta hinchazón de su abdomen, rizos rojos debajo.

—Pensó que necesitas diversión, buen señor. —Mantuvo su tímida sonrisa—. Un poco de… recreación.

Sin embargo, el tonto no habló. Io se detuvo justo delante de él y se preguntó cuál sería el mejor modo de proceder mientras el rostro del hombre se sonrojaba y miraba atormentado su cuerpo.

—¿Cómo…? —pronunció y tosió para aclarar su voz —. ¿Cómo se las arregló para…?

Fue todo lo que necesitó escuchar. Con un golpe rápido y brutal le dio un revés que lo hizo caer y la cabeza golpeó la piedra, Io tomó su espada y presionó su pecho, pero el guardia no se movió. Lo pateó para estar segura. Nada.

—Sajón —profirió en voz baja y se alejó.

Aedan le había descrito la piedra que necesitaba encontrar con exhaustivo detalle: debajo del séptimo escalón, cuatro líneas más arriba, dos a un costado. La esquina izquierda astillada, la apariencia de un zorro que muestra sus dientes en una mancha cerca del suelo…

Allí. Lo tenía. El zorro, astillado… Presionó la esquina izquierda, luego la parte inferior derecha y la piedra del zorro se aflojó lo suficiente como para revelar el picaporte debajo.

Y luego, una puerta se abrió, puntiaguda y estrecha, piedra molida contra piedra. Se deslizó por la abertura hasta que encontró el otro picaporte dentro, para cerrar la puerta.

Io se volvió y corrió a gran velocidad y a oscuras por el pasillo.

Capítulo 16

Las nubes se habían abierto y la lluvia caía cuando llegó a la roca falsa que marcaba el final del túnel. Giró el picaporte, siguió sigilosamente por la nueva entrada y busco hasta que lo encontró, una sombra contra los árboles y la maleza, el perfil de un caballo adormecido, con la cabeza gacha, detrás de él.

Aedan la vio y avanzó con rapidez. El agua le había oscurecido la capa y la piel le brillaba. Sonrió en la oscuridad; la llenó con una calidez insólita.

—Bien hecho. Ya había comenzado a considerar diversos modos de embestir la puerta.

—Me complace complacerte —dijo entre dientes—. Pero hay al menos un sajón detrás de mí que está despertando y preferiría no escuchar cuando llame a sus compañeros.

Su buen humor se desvaneció.

—¿No lo mataste?

—No.

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