La última sirena – Shana Abe

Otro beso; con su pierna separó las de Ione. El calor de Aedan cubrió la sangre de Ione.

—Obedéceme —murmuró, y sus manos se enredaron en su cabello, y llevó su cabeza hacia atrás para exponer su cuello. Recorrió su cuello con la lengua, debajo de la oreja, saboreó, succionó. El aire parecía marchitarse; Ione necesitaba aire. Intentó volverse, pero Aedan la cogió con sus dedos de la mandíbula y continuó con su amable tortura.

—Obedéceme. —Oyó que respiraba y la tomaba prisionera con sus palabras, con sus caricias—. Obedéceme, sirena. —Y reclamó sus labios al tiempo que la penetraba, un lento y fuerte empujón.

Ione perdió la cordura. Lo tomó por los hombros y lo empujó hasta que pudo ver su rostro.

—No me iré. No puedo irme. Moriré si me voy.

—¿Qué es esto? —murmuró mientras se movía sobre ella con ese modo hambriento—. ¿La maldición otra vez? Ione, querida mía…

—No —respondió malhumorada—. No es la maldición.

—Entonces…

—Por todos los cielos —exclamó, enfadada—. ¿No te has dado cuenta aún? ¡Yo nací antes de que tu pueblo conociera estas islas y ni siquiera conformaran un reino! Ya he vivido decenas de vidas, escocés.

Sus párpados caídos desaparecieron. Se quedó inmóvil dentro de ella.

—¿Qué?

—Si dejo Kell, perderé mi poder. Perderé la posibilidad de tener un hijo. —Se volvió porque no podía soportar la mirada de Aedan—. Nuestro hijo —terminó con tranquilidad hacia las almohadas bordadas.

Aedan casi saltó del lecho y la luz del farol hizo una reverencia azul a su pasar. Io se sentó y se llevó las mantas hasta el mentón.

—Es por eso que tú… —Su voz sonaba asfixiada, gutural—. ¿Es por eso? ¿Un bebé?

Encogió sus hombros para esconder su consternación.

—¿Estás tan sorprendido? ¿Nunca pensaste lo que podría ocurrir entre tú y una mujer?

—¡No eres una mujer!

—No —acordó—. Pero eres un hombre. Y puede suceder de todos modos.

—¿¡Quieres traer un niño a este lugar!?

—Sí, al igual que sucedió conmigo.

La miró desconcertado. Luego, se colocó una mano sobre los ojos, oro y noche a su alrededor.

Ione perdió la cordura y bajó su mirada hacia el acolchado, con una sensación de malhumor en los labios.

Hombre cobarde. Decir que la deseaba justo antes de partir. Típico de hombre, huir de la verdad, abandonarla en Kell.

Tonta, tonta Ione, pensar que no la dejaría.

Abrió los ojos. Que se lo diga a la cara entonces.

—¿Estás…? —preguntó Aedan, en ese silencio aterrador. Miró hacia el vientre de Ione, escondido detrás de las mantas. Después, levantó la mirada.

—Si lo estuviera, ¿te quedarías? Ah, su vacilación fue tan suave.

—Sí.

Miró hacia otro lado.

—Entonces eres afortunado, escocés. No estoy embarazada. Eres libre para irte.

Aedan se acercó más; su sombra cubrió las piedras.

—¿Estás segura?

—Sí —respondió y se mordió el labio para que dejara de temblar.

Lentamente se acercó y se detuvo junto al lecho. Su rostro estaba tenso y oscurecido, cejas arqueadas, ojos iluminados por la luna… un verdadero príncipe de la noche. De otro mundo.

Qué sueño imprudente que había dejado encender en su corazón.

Aedan levantó la mano y la dejó caer una vez más.

—Ay, Dios, Ione…

La hizo trizas, despacio, completamente. En las sílabas de su nombre oyó todo lo que sabía sobre él, orgullo y un agitado anhelo, una esperanza sin consuelo. Sin volverse para mirarlo, giró hacia el otro lado y se cubrió con las mantas y contempló el muro.

Aedan se recostó en el lecho después de todo y se acomodó detrás de ella, con el brazo sobre la cintura de Ione. Aedan era más grande y ancho que ella; casi la engullía, una pierna sobre ella. Pero no se atrevió a correr las mantas, y no la volvió a besar.

La llama del pequeño farol brillaba intermitentemente hasta que comenzó a apagarse.

* * * * *

Cuando Aedan despertó al amanecer estaba solo. La buscó con un corazón náufrago. Sabía que no se dejaría encontrar, que había tomado su palabra y había decidido dejarlo antes que nada.

Pero la buscó de todos modos, toda la mañana, la llamó por su nombre. Sólo las golondrinas respondían.

Encontró la almenara que todavía ardía; un embudo de humo que se enroscaba en el cielo. Aedan la apagó con arena. No quería que los barcos vieran la isla de Kell en ese momento. No quería que nadie la descubriera allí. Sería una pequeña protección hasta que Aedan volviese; pequeña pero mejor que ninguna.

Encontró el bote suspendido en la marea creciente, atado a un árbol joven con la última soga buena que había. No podía esperar más. Los víveres estaban aún allí, el agua y las prendas de vestir, todo lo que había almacenado la noche anterior. Pero sobre los remos había algo nuevo: el collar, la cadena con el relicario de Ione, un brillante reproche sobre la madera expuesta a la intemperie.

Lo recogió, examinó las aguas y vio tan sólo las olas y la espuma.

Aedan soltó el broche y colgó la cadena de su cuello; era ajustado pero podía tolerarlo. Luego, desató la soga y dejó que el bote girara a la deriva.

—¡Ione! —gritó por última vez—. ¡Volveré por ti!

Empujó la improvisada embarcación hacia las salvajes aguas azules.

Capítulo 11

Io le había mentido. Le había preguntado qué le sucedería cuando muriera, y por temor, sólo le había contado sus esperanzas y no sus miedos.

Después de la muerte del viejo Kell, su esposa cayó en un profundo dolor y enojo. Pasó días y noches en reclusión, abandonó incluso a su familia en su locura, hasta que finalmente ella también murió. Sus descendientes fueron dejando la isla uno a uno, en busca de pasión y aventura. Pero el verdadero amor siempre los eludía. Uno a uno fueron falleciendo debido al infortunio de sus imprudentes corazones.

La madre de Io le había dicho que una sirena ama, pero sólo una vez y ese amor es infinito. Sin embargo, los hombres podían entretenerse y jugar con el amor; para ellos no era más hermoso que un día soleado, un día nublado, un mar plácido y calmo. Por eso, arriesgar el amor por un mortal era arriesgarlo todo, porque ellos mentían y reían y empeñaban sus corazones como hacen los niños, sin pensar en el mañana.

Pero negar ese riesgo significaba pagar un precio mayor.

El destino de una sirena estaba siempre unido al amor.

Sin ese lazo, sin la promesa verdadera de un corazón mortal; al final de su vida simplemente… se desvanecería.

Io nunca había pensado en arriesgar su corazón; no le agradaba perder, ni en el juego, ni en el azar. Pero había llegado Aedan. Y había perdido de todos modos.

Desde el lecho del mar, siguió la sombra del bote de Aedan. Pasó por encima de ella, en la superficie, era del tamaño de una astilla, pequeña y vulnerable. Remos largos que se hundían y movían el agua en una pelea contra las mortales corrientes. Claramente, luchaba contra esa corriente y perdía el curso. Quizás el viento soplaba con fuerza o las olas eran demasiado altas. Vio cómo se abría camino y lo perdía nuevamente, los remos golpeaban con más fuerza. Inevitablemente el bote giró y se batió con las olas, hacia ambos lados, en el puntiagudo y elevado arrecife.

Ione no pudo soportarlo más. Nadó hacia la superficie y se acomodó debajo del casco donde Aedan no podía verla. Y de este modo, guió al escocés fuera del peligro, lo condujo derecho hasta que el arrecife quedó atrás y se alejó de la arena y de los barcos hundidos. Cuando las aguas se aquietaron, soltó el casco de la embarcación y se hundió en las profundidades del mar una vez más.

El pequeño bote se volvió aún más pequeño, se convirtió en nada más que una mota sobre la superficie y luego, ni siquiera eso.

Ione se había lastimado la aleta en el arrecife. Examinó la herida, sangraba, su color verde diáfano estaba descolorido. La sangre atraía predadores. Soltó su cola y regresó a Kell.

* * * * *

Las hojas crujieron delante de él.

No había una razón para ello; Aedan debía estar a solas sin lugar a duda. Antiguo y espeso, el bosque pertenecía al rey y estaba protegido por decreto real. Lo sabía mejor que nadie. Aedan había cazado allí casi toda su vida. Había sido un santuario para él; el único lugar en la isla principal donde podía ir sin dar ninguna clase de explicación y sin recibir demasiados reproches.

Pero había alguien oculto entre los arbustos. No era mi animal; no había ninguna gracia en esa confusión; ningún sigilo. Una persona.

Pictos, pensó inmediatamente. Un cazador furtivo, si tenía suerte.

Con cuidado, sacó la espada de la vaina, y permaneció alerta, escuchó, al tiempo que cada nervio de su cuerpo sentía el peligro.

Había llegado a su hogar finalmente. La pregunta era, ¿quién reclamaba su tierra ahora?

Fue la determinación más que la habilidad lo que lo había llevado hacia la costa. Conocía el camino a Kelmere. Sabía cómo navegar con la ayuda del viento y las estrellas; una vez que había dejado atrás el arrecife de Kell había fijado un curso y se había mantenido en él. Si no poseía el verdadero talento de un marinero, al menos tenía la suerte de uno. El segundo día, reconoció las lejanas montañas de Kelmere. Se deslizó y recorrió las aguas, peleó y maldijo la sangre que rodeaba los remos, fue hacia el borde encrespado de la isla y chocó contra la costa con más piedras que arena.

El bote se hizo añicos. Aedan caminó con dificultad hacia la tierra y se arrodilló, bendijo las olas, el bosque y las nubes y la suave tierra firme.

Con el tiempo, recuperó los sentidos. Reconoció la piedra negra que formaba la gruta; no había aldeas ni muelles en esa parte de la isla. El pueblo más cercano estaba hacia el sur, por lo menos a medio día de caminata. Aedan había comenzado a caminar.

De acuerdo con sus cálculos, estaba a horas de la civilización cuando oyó aquel primer ruido de hojas. A horas de cualquier otra persona realmente cerca.

Aedan permaneció quieto en la calma del bosque, con la espada preparada y los sentidos expectantes.

Primero sólo sintió su respiración; el latido familiar de su corazón. Luego, una pequeña cascada; el suave sonido del agua que corría. Olía el aroma de la tierra y de un maduro otoño, la promesa de la escarcha. En algún lugar por encima de él, un pájaro murmuró y desplegó sus alas.

La hoja de su espada romana estaba oxidada; estaba contento por eso ya que el brillo no lo delataría.

Aedan cerró los ojos, escuchó, escuchó.

Allí… allí, hacia la derecha. Otra vez, detrás de un matorral de haya roja. Una sombra se movía detrás de las ramas y las hojas… un hombre, con seguridad, que se movía con abierta deliberación, un hombre que no intentaba ocultarse.

Un guardabosque, pensó Aedan. Un vigilante.

Pero el peligro que recorría sus entrañas no lo derribó.

Siguió adelante, en silencio como las sombras. De tronco en tronco y, a diferencia del otro hombre, cuidadoso con las quebradizas hojas; instinto y años de entrenamiento aceleraban su sangre. El extraño, el invasor, nunca miró más allá de los árboles; se adelantaba y retrocedía y finalmente se agazapó por lo que lo único que pudo ver Aedan fue el cabello castaño y cubierto de tierra.

Se oyó un nuevo sonido, metal contra la piedra. En el tercer golpe, el hombre retrocedió, maldijo y se fue sin decir palabra. Aedan sintió el suave aroma del humo. Habían encendido un fuego.

Se movió con rapidez, se detuvo de nuevo en la oscuridad de un roble.

Había un campamento delante de él, pequeño, de la clase de los que se arman para los días de caza, para entretener a los nobles y a las damas después de la cacería. Había mesas tendidas con comida fría, frutas y carnes, queso duro, vasijas con vino; no había señal del hombre que había maldecido en el bosque. Cinco tiendas de campaña formaban un medio círculo, la última era de mayor tamaño, blanca con borde dorado que se agitaba con el viento.

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