La última sirena – Shana Abe

Capítulo 16

Después de eso, era sólo cuestión de esperar. Esperar e intentar convencer a Ronan de que la dejara ir.

«No» era su respuesta inquebrantable. Y a veces «Dios, no». Y, por último, «Por el amor de Dios, Leila. Nunca».

Ronan se reunió con hombres y mujeres de su clan, convocó al médico y al juez y envió el cuerpo al viejo granero hasta que pudieran transportarlo de nuevo a las tierras de Lamont. Con una escolta atestada de hombres ella fue hasta allí para examinarlo, para buscar alguna otra pista.

El señor Johnson (Lamont) tenía un cable de acero que atravesaba su corazón. Eso fue lo que pudo notar. Era uno de los métodos favoritos de Che desde su juventud.

Rápido, según se lo había enseñado él. Casi sin derramamiento de sangre.

Sintió un terror tan fuerte y determinante que por un momento temió quebrarse. Se arrodilló delante del hombre muerto y se concentró en mantener el rostro sin expresión y la mirada vacía, trucos que dominaba desde niña. Lecciones duras y amargas que en ese momento le eran de mucha utilidad allí, en el granero de piedra fría que aún tenía paja polvorienta de los cereales en los rincones.

Esta aquí… La idea le daba vueltas, sofocante, inexorable Está aquí, está aquí.

¿Cómo iba a salvar a Ronan ahora? Él no se escondería; no huiría. Ni siquiera regresaría a Kell con ella. No podía dejar vulnerable a su gente y, ¿cómo podría culparlo por eso, aunque su mente y su corazón gritaran en advertencia?

Ella pasó el día como si esa hubiera sido su última noche. Se cambió el vestido, de beige a marfil, el que se veía mejor. Rechazó la comida, el vino, todo excepto el agua porque no quería embotar sus sentidos. Su cuerpo presentaba la misma tersura clara que tenía en los días del pacto, otra razón para no comer.

Se convirtió en su sombra. Ese era su talento y lo utilizaba bien. Seguía a Ronan por los largos pasillos de Kelmere, se detenía cuando él lo hacía. A menudo, la tomaba de la mano mientras hablaba con los demás, jugaba con sus dedos, deslizaba la palma de su mano por la de ella. A Leila le llegaban ecos de sus pensamientos y debía esforzarse mucho para apartarlos de su mente porque eran dulces y sensuales y la distraían, y en ese momento no debía distraerse.

En medio de la decoración color bronce y verde del despacho, ella miraba por la ventana y escuchaba a medias mientras él hacía acuerdos y planes que no eran del todo buenos. Ni se molestó en decirle que una docena de hombres (cinco docenas) no podrían detener la furiosa La Mano de Dios.

Deseó no haber cruzado nunca el canal hacia Inglaterra. Deseó no haber conocido nunca a Che, haber muerto en el incendio de Federico. Volvió a mirar a Ronan (mítico, precioso y un verdadero corazón amado) y deseó no haber nacido, porque entonces él estaría a salvo.

No podría soportar su muerte. No podría sobrevivir a eso.

Leila se dio cuenta de que el despacho había quedado en silencio. Cuando volvió a mirar hacia atrás, se habían marchado todos menos el conde. Ronan estaba sentado solo detrás de su lustroso escritorio y la observaba con una enigmática mirada azul.

—Apártate de la ventana —le ordenó.

Ella pasó de la luz a las sombras.

—Ven conmigo —dijo y ella lo hizo.

Quedó de pie frente a él en marfil y encaje como una niña penitente. Él pasó un dedo por sus propios labios, pensativo, pero no hizo ningún movimiento para tocarla.

—Me dijeron que no estás comiendo.

—No tengo apetito.

—¿Nada?

—No.

—No obstante, vas a comer —dijo él—. Ordené té para ti.

A pesar de sus temores, sintió que sus labios se curvaban.

—Y, ¿cómo lograrás que coma, Lord Kell?

—Te cantaré una canción —dijo con firmeza—. Estoy muy tentado de hacerlo de todas maneras, sólo para lograr que tomes asiento.

Sacudió sus faldas y se sentó sin protocolo a sus pies.

—Bien —dijo él con un arco en su frente—. Fue simple. Bésame.

La luz del sol se volvió de color rojo dorado contra los párpados cerrados de ella. Los labios de él estaban fríos, aunque el calor llegó de todos modos, como chispas fogosas a través de su piel. De pronto, vio llegar un pensamiento que fue creciendo. Lo leyó con tanta claridad como aquella primera vez que se habían tocado.

Mi alma. Mi corazón. Mi esperanza.

Leila se soltó y apoyó su frente contra las rodillas de él. Vio cómo caía una lágrima y salpicaba en forma de estrella la gasa de su enagua.

Le acarició el cuello con la mano y la dejó allí.

—No me matará —dijo Ronan en voz baja—. Deja de pensar en eso. No sucederá.

—No lo conoces.

—Te conozco a ti. Conozco las razones por las que debo vivir. Dios otorga estos favores escasos, hermosa Leila. Pero cuando llegan, sé como aferrarme a ellos.

Levantó una mano y luego la bajó. Ella sintió que pasaba una cadena alrededor de su cuello. Sus dedos le rozaron la piel mientras cerraba el broche. El relicario de plata caía pesado sobre su pecho.

El ahuecó las manos debajo de su mentón y levantó su rostro.

—¡Eso es! Luce mucho mejor en ti que en mí, creo.

Ella cubrió el relicario con la palma de su mano.

—¿La mitad del pago? —preguntó mientras intentaba sonreír, pero él no le devolvió la sonrisa.

—No. No es el pago. Es un obsequio. Sólo… —Observó su rostro, una mirada como la neblina de la montaña oscura que rodeaba su hogar—. Sólo yo. Mi promesa hacia ti, Leila. Todo estará bien entre nosotros.

—Preferiría que me prometieras que regresarás a Kell algún tiempo.

—Mmm. Supongo que podríamos. —Inclinó la cabeza hacia la de ella—. Sólo para sobrevivir a él allí.

Ella arqueó el cuello. Disfrutaba del roce de su mejilla contra la de ella, y de sus dientes en el lóbulo de su oreja.

—Permanecer en Kell —murmuró él, mientras la saboreaba—. Harás de sirena para los piratas. Y yo —su voz se volvió más grave— jugaré contigo. Mil años, sólo tú y yo. Debería hacerlo.

—Mil años y sin un cuarto de baño. No lo creo.

Él rió en su cabello. Se escuchó un golpe en la puerta. El té había llegado.

Leila se acomodó mientras Ronan recibía la bandeja. Ella acariciaba el relicario de plata. Había cambiado de frío a cálido, muy cálido, sólo por el espacio de su beso.

La invitó con gentileza a la mesa. Deseaba (le pidió) que comiera.

En ese momento sería demasiado pronto. Él lo sabía.

La forma más segura de pillar a un ladrón era colocar una gema a simple vista. Por eso, Ronan no hizo nada por alterar su rutina diaria: se movió con libertad en su hogar, habló con aquellos que lo buscaban, anduvo todo el día de un lado a otro como si a la mañana no hubiera aparecido ningún enemigo asesinado.

En Kelmere, las comidas se hacían a la vieja usanza de su gente, lo que significaba que cualquiera que llegara a la gran mansión era bienvenido. El clan tomó los consejos de su señor y la cena transcurrió como si todo estuviera bien. Las conversaciones eran más suaves, quizás, aunque la sala estaba repleta de rostros. El Clan Kell tenía plena fe en él para llevar a cabo esta cuestión.

Con tristeza, se dio cuenta de que era más fe de la que tenía Leila.

Los sirvientes acomodaban a las personas de más con aplomo. Había comida y bebida para todos, excepto para Ronan, por supuesto.

Leila se sentó a su lado con las manos descansando con ligereza sobre los brazos de la silla, apenas apartada de la mesa. Con su vestido pálido, resplandecía con la luz de las velas y con la mirada inquieta, observaba a la gente. Era una sílfide con helados ojos verdes, demasiado tensa y austera para su agrado. El relicario de sirena se acurrucaba justo en la curva de sus pechos. No la había halagado antes. Parecía que lo hubieran hecho y moldeado exactamente para ella.

Le contaría la historia esa noche. Después de amarla y derretir ese hielo de sus ojos.

La comida terminó y nadie había muerto. El plato de Leila aún estaba sin tocar.

Él se inclinó hacia su oído.

—Esta noche —murmuró— te prepararé peras hervidas y vino clarete. Tengo una buena idea sobre cómo utilizar la salsa.

Ella dio la vuelta a la cabeza y lo besó, sin importarle los espectadores. Sintió calor, casi afiebrada y cuando se apartó, sus ojos destellaban un cierto brillo.

—Leila —le dijo con un dolor repentino, y la tomó fuertemente de la barbilla. Pasó el dorso de la mano por su suave piel—. Más tarde, amor. Más tarde.

Asintió con la cabeza y apartó la mirada otra vez, sin sonreír; un brillante escudo letal vestido de novia en encaje blanco.

* * * * *

Era un lacayo. Se desplazaba como lo hacían ellos, servía como lo hacían ellos. Llevaba una peluca marrón y el mismo ropaje que los demás, y Leila no quería imaginar cómo lo había obtenido.

Che encontró la mirada de ella al inclinarse para servirle cerveza a alguien. Era un fantasma que se movía en un silencio cordial; no podía creer que nadie excepto ella hubiera notado la muerte en sus ojos.

Ronan se dio la vuelta hacia ella para susurrarle al oído palabras dulces. Con Che que observaba, se movió en su silla y lo besó fervorosa (calor, corazón y llamas). Luego se apartó y se obligó a mirar los ojos zafiro.

Era un guapo hombre feroz. Ahora ella entendía el significado de las palabras.

Cuando Ronan se dio la vuelta para responder una pregunta del administrador, ella deslizó el cuchillo de mango de hueso de su plato y lo sostuvo plano en la palma de su mano.

El señor se puso de pie: la comida había terminado. Leila se puso de pie junto a él, con la mirada sobre Che, que estaba junto a la puerta observándola con un lienzo de lino sobre la muñeca.

En la confusión de la salida, Leila encontró a Finlay y tiró de su manta escocesa. Se dio la vuelta para mirarla con una expectativa cautelosa; ella se acercó y le habló en tono suave y constante.

—¿Ama a su señor?

Los labios de él se afinaron; eso la conmovió.

—Es mi familia.

—¿Lo defendería?

—¡Por supuesto!

Le tomó la mano y la sostuvo con fuerza.

—¿Moriría por él?

—Sí —le dijo de manera lacónica—. Lo haría.

Y vio que era verdad.

—Entonces escuche, Finlay MacMhuirich. Manténgalo aquí.

Antes de que pudiera responder, ella se abrió paso y salió con rapidez hacia la puerta. La gente se desparramaba tras ella en parejas o grupos; no escuchaba a nadie que la llamara.

En el pasillo de luz tenue, Che caminaba delante de ella. Sin el bastón tenía una cojera marcada. No obstante, sus pies casi no hacían ruido sobre las baldosas de mármol en damero.

No se dio la vuelta para ver si lo seguía. Sabía que lo haría. Sabía que no podría marcharse.

Una vuelta. Otra. El olor a la cera de abeja se volvía irresistible para ella. Era el perfume empalagoso de la iglesia y las velas nauseabundas. La condujo a una habitación que daba a un jardín cuyas puertas ya habían sido forzadas. Ella salió a la noche que helaba la sangre.

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