La última sirena – Shana Abe

Y al igual que esa búsqueda del pasado, ningún noble podría lograrlo en ese instante, excepto uno.

Kelmere no sobreviviría sin su heredero. Las islas eran prósperas y la gente estaba en gran parte dispersa. El Reino de las Islas era rico en su diversidad; a diferencia de la mayoría de los reinos, todos los hombres eran bienvenidos, mientras trabajaran para su propio sustento y prometieran fidelidad al rey. Había disputas todavía, desacuerdos locales, descontento mezquino que sin la intervención real tenían el potencial de crecer y convertirse en un serio malestar.

Aún peor eran las amenazas extranjeras, fuerzas invasoras dispuestas a robar lo que no les pertenecía. En su corazón de guerrero, Aedan los entendía completamente; de ser un picto o un anglosajón o un sajón haría lo mismo. La tierra era para tomarla. El hogar era para defenderlo.

Es lo que hacía y había hecho tan bien, hasta ese momento.

Sin él, el destino del reino estaría en riesgo. Supuso que Caliese sería la heredera del trono. No era inaudito que una mujer llegara al trono. Sí, en los tiempos de antaño había sido muy común. Cabía la posibilidad de que el consejo autorizara la sucesión, aunque fuera tan sólo el nombre…

De todos modos, los pretendientes aparecerían. Su mano, ya tan codiciada, se convertiría en el regalo más preciado en cinco reinos. Se forjarían alianzas para la elección del esposo. Enemigos. Y Kelmere ya tenía demasiados enemigos.

El pueblo necesitaba un soberano fuerte que los ligara al trono y uno a otro. En el padre de Aedan habían encontrado a ese hombre. Pero el Príncipe Aedan tenía el privilegio de conocer lo que la mayoría desconocía… el rey estaba mortalmente enfermo. No sobreviviría el invierno.

Siempre que Aedan pensaba en ello, una manta asfixiante parecía envolverlo, una sensación terrible de sofocación. Era imperativo que regresara a la fortaleza antes de que su padre muriera. Por Kelmere. Por él mismo.

Tenía que decirle adiós.

Día tras día examinaba el océano en busca de barcos. Día tras día lo único que veía era un mar desértico.

Decidió conservar la comida de los marineros y salir en busca de sus propios alimentos utilizando una vieja red de pesca para capturar lo que pudiera de las marismas. Aprendió a reconocer la cocina de Kell también, donde encontrar vasijas útiles, recipientes, vajilla, incluso la ubicación del pozo. Encontró una despensa con el aroma penetrante de aceites y hierbas hizo uso de ambos en sus comidas. Exploró los espacios inutilizados de la fortaleza, recorrió con sus dedos las piedras colocadas allí y se imaginó quién podría haberlas cortado, quién podría haber puesto allí la argamasa.

Volvió a ir a la caverna turquesa, vacía, y luego afuera hacia las playas, aún más vacías. Descubrió los restos de un jardín formal con espalderas, pulsatilas y rosas que crecían salvajes.

Se afeitó la barba con agua y una hoja de navaja celta, y utilizó un trozo de lata pulida para guiarse.

Encontró un farol para orientar sus pasos durante la noche, una suave luz amarilla que desvanecía la oscuridad.

Y finalmente, busco por toda la costa aquellos desafortunados naufragios y comenzó, pieza por pieza, a juntar lo que pudo para su viaje de regreso a casa.

A veces, la foca lo miraba trabajar. Si era la misma foca u otra, Aedan no podía decirlo. Pensó que era la misma, con motas y curiosa, una cabeza lustrosa contra las olas, largos y brillantes bigotes. Nunca se acercaba demasiado a la tierra, sólo lo observaba mientras transpiraba y se estiraba y tiraba de los cascos y los remos y sogas sobre la arena. Siempre que Aedan hacía una pausa para descansar, la foca parecía asentir con su cabeza y desaparecía una vez más.

Nunca Ione; sólo la foca.

Durante la vigilia diurna, las palmas de las manos se le ampollaban y se le calcinaban los ojos. Pero a la noche, junto al brillo del farol de bronce manchado, toda su vigilia parecía no tener sentido.

Se retorcía en el lecho y soñaba con ella. Lo perseguían sus caricias, su sonrisa. La recordaba en el agua, con el cabello pulido por el sol y el movimiento de sus senos. El murmullo de sus aletas… aletas… sobre la piel, acosador, la sensación de una lenta y loca seducción.

Y él la deseaba. La deseaba.

Intentó ser razonable, escrupuloso. Si esto era un juego, ella ya estaba ganando; por su ausencia, Aedan estaba forzado a pensar en ella, en su piel blanca y cuerpo suave, sus manos y su boca voluntariosa.

Detente, detente, por Dios, detente. Mientras los días pasaban, Aedan recurrió a algunos trucos para alejarla de su mente: clasificar en grupos las tareas que tenía para hacer, contar el número de escalones desde los establos hasta el castillo, describir las dimensiones exactas de la cruz tallada que colgaba en el gran salón… Pero eran sólo trucos fácilmente devorados por la extraña y poderosa fuerza que yacía dentro de él.

Gradualmente, sus buenas intenciones fracasaron. Trató de pensar en Kelmere pero sólo aparecía Kell. Refregó con sus puños los ojos y pensó seriamente en las batallas que había peleado, se concentró con tanta fuerza en aquellos recuerdos que el olor de los campos en llamas y el apagado brillo metálico de las espadas se desencadenó detrás de sus párpados. Pensó con desesperación en la lluvia, en la nieve, en la caza de venados en el bosque. Pensó en los cachorros de zorros que nacían hacia el final de cada invierno y en las hojas del otoño del bosquecillo de álamos que circundaba los muros de la fortaleza. Pensó, se concentró y recordó su hogar. Pero siempre, siempre, soñaba con Ione. Debía dejar Kell y tenía que ser pronto. Ella no permanecería oculta por demasiado tiempo más. Si no estaba listo para irse cuando apareciera de nuevo, temía que lo convenciera de que se quedara. Se olvidaría de su padre, de su reino, se olvidaría de todo con felicidad, perdido en los brazos de Ione. Sí, ella tenía todas las ventajas sobre él, magia y deseo, ojos color índigo, una carne dulcemente tentadora…

Imaginó haciéndole el amor, abriéndole las piernas y penetrándola como lo había hecho antes, perdiéndose dentro de ella una y otra vez hasta que no importara si vivía o moría. Sería fácil, tan fácil que soñar despierto acerca de ello le ocupaba varias horas y se encontraba a veces mirando fijamente los muros o los árboles, viendo a Ione, sintiéndola, su cuerpo en llamas y su mente vagando por allí. Debía irse.

Pero en el sexto día, Ione volvió y Aedan comenzó a comprender que después de todo, era demasiado tarde para él.

Capítulo 9

La parte más alejada de Kell permanecía entre la niebla. Había montañas allí, altas y escarpadas, con bosques que se extendían por las laderas y matizaban el resto de la isla. En el bosque habitaban osos, conejos y jabalíes; flores silvestres de colores espléndidos con gotas de rocío que doblaban sus tallos como la vara de un pastor. Los arroyos nutrían el musgo y a los peces, alimentaban las cascadas, suavizaban las piedras sobre el lecho hasta convertirlas en guijarros. Era un lugar embriagador que olía a pinos y nubes.

Ione lo conocía todo. Había explorado el bosque una y otra vez, nunca tan alejada del mar como para no sentirlo. Sin embargo, disfrutaba de esa pequeña cantidad de exuberante tierra verde.

Su madre le había enseñado acerca del mar, pero su padre sobre la tierra. Allí era donde iba a contemplar al escocés, a reflexionar sobre qué debía hacer con él.

Aedan no era feliz. Io desconocía el porqué; tampoco podía pretender comprenderlo. Suponía que extrañaba las costumbres de los humanos, las tabernas, las calles y los grandes barcos, las aldeas construidas sin magia. Ella nunca podría ofrecerle esas comodidades. Sin embargo, pensó que podía darle algo mucho mejor. Si era aún más osada, podía ofrecerle su corazón. En verdad, temía que ya lo hubiese hecho.

Pero Aedan quería partir.

Ione permaneció recostada sobre los helechos y frunció el ceño mientras contemplaba el cielo. ¿Qué le sucedía para que la rechazara de tal manera? ¿Era inmoral? ¿Era fea, una bruja del mar que capturaba deseos y los otorgaba de la peor manera? No. Simplemente era… ella misma. Bella, según creía, para los ojos de un mortal, pero quizás no para ese hombre. No era ni fea, ni bruja, ni un señuelo vacío.

Pero Aedan quería dejarla. Se iría y no podría seguirlo.

Que Dios la perdone. Quizás los había condenado a ambos.

La debilidad la hizo llevarlo hasta allí. La debilidad, su soledad lo que hizo que buscara y se llevara lo que nunca debió pertenecerle…

Había pasado años y años sola en Kell. Qué hermoso había sido, por más corto que fuera, tener compañía. Hablar en voz alta y oír otra voz. Ver huellas en la arena que no fueran las propias. Sentir calor en la noche, finalmente calor.

¿Qué haría cuando se fuera?

Io se enjugó una inoportuna lágrima. No lloraría por él. Odiaba llorar.

Giró hacia un costado y colocó la cabeza sobre el brazo. Deslizó los dedos sobre la tierra marrón. Irse o quedarse debía ser una elección de Aedan. Ninguna sirena podía retener a un hombre en contra de su voluntad porque, de lo contrario, la maldición caería sobre ambos.

Bien, entonces. Dejemos que intente irse. Si era ciego y estúpido, lo suficientemente tonto como para querer irse, él no la merecía ni tampoco a Kell. Podía regresar a su ridícula y aburrida tierra y vivir su ridícula y aburrida vida mortal y olvidarse de ella al igual que ella se olvidaría de él… a menos que la maldición lo matara a él primero.

Tomó un poco de tierra y la esparció sobre los helechos. Sí. Hombre poco inteligente. Escocés terco y desagradecido.

Dejemos que se vaya.

Pero dentro de ella, en lo profundo de su ser, bien escondida, yacía la llama de una esperanza obstinada, extremadamente irritante. Ardía sin importar lo que ella pensara.

Esperanza, pensó, debe de haber una manera de hacer que se quede.

Io giró y volvió a contemplar el cielo y colocó sus manos sobre su corazón, para calmar el dolor.

Pasaron los días. Finalmente, regresó a su hogar.

Lo encontró dormido en el jardín del castillo, estirado sobre un banco de alabastro cascado. Yacía a la sombra de una nueza; la luz del sol se colaba entre las hojas sobre él, un mosaico de luz y sombras sobre el cuerpo.

Mientras Ione se aproximaba, abrió los ojos. La inmovilizó con sus ojos color plata.

Aedan había mejorado y empeorado en su ausencia. La barba ya no estaba, revelaba una mandíbula fuerte, labios sensuales que conocía bien, pero su piel estaba enrojecida, el oscuro cabello despeinado, la túnica gastada. Tendría que cambiar lo que mantenía las tablillas en su lugar.

—Ione. —Tomó asiento, ceñudo—. ¿Dónde cuernos has estado?

—No te debo mi tiempo —respondió, pero mantuvo un tono de voz tranquilo.

Permaneció de pie con un nuevo bastón, notó Ione, uno de madera de fresno.

—He estado… —Aedan se detuvo para aclarar la garganta—. He estado preocupado por ti. Eso es todo.

—No hace falta. —Y extendió la mano—. Te traje un obsequio.

Aedan observó la vasija simple y pequeña que traía como si pudiera contener una serpiente venenosa; su expresión la hizo sonreír y luego reír.

—No te preocupes, escocés. No te lastimaré. Preparé un bálsamo para tu piel, para curarte. Para protegerte del sol.

Aedan no pronuncio palabra. Continuaba ceñudo.

—Lo necesitas —agregó sin rodeos—. Sin protección, el sol envenenara tu sangre y confundirá tu mente.

—Quizás ya lo ha hecho —murmuró.

—Quizás —aceptó, alegre—. Siéntate. Déjame ayudarte.

Se había tomado su tiempo para encontrar nuevas prendas de vestir; esta vez, una túnica de una austeridad engañosa, púrpura como la concha de un berberecho, majestuosa y profunda. El cabello en una sola trenza llegaba por debajo de su cintura, sujeto con perlas. Quería verlo a gusto, que pensara no en ella sino en lo que podía ofrecerle. Al menos por ahora.

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