La última sirena – Shana Abe

La cama era vieja y de madera y no estaba demasiado lejos. Ian utilizó su voluntad y sus movimientos y ambos terminaron junto a la cama. Con un movimiento lento y muy fragante, ambos se recostaron sobre las mantas.

Ian había preparado la habitación y su corazón para ese momento. Sin embargo, todavía lo sorprendida. Ruri llevó sus dedos hacia las mejillas de Ian quien, a continuación, acercó su rostro a las manos, cerró sus ojos en la helada piel de Ruri y luchó para controlarse.

Quería cubrirla, devorarla. Pero era preciada para él, más allá de toda medida, dolor o esperanza. En la angustia de su deseo Ian dejó que Ruri llevara el ritmo, se quedó en silencio y tan distante como pudo; sólo sentía la débil y agonizante conexión de sus pechos y caderas y muslos.

—Ruriko, yo…

No terminó la oración o no pudo. Encontró la boca de Ruri una vez más y le demostró de ese modo cómo se sentía, que ella era vino y una maravilla para él, que la llevaba a una orilla salvaje y dolorosa con sólo la tímida y encantadora caricia de su lengua.

Fue mucho y demasiado pronto. La había esperado toda su vida; más también; pero nunca había creído de verdad que sucedería, nunca pensó que tendría tanta suerte. No era un hombre que se hubiera negado satisfacciones cuando las necesitaba; no había sido célibe, ni pecador, tan sólo un ser humano. Pero el destino se había reído de él y su vida había dado un vuelco. Tenía a la única mujer que le había importado siempre, abierta y flexible debajo de él y cada caricia de ella era como una astilla en su corazón.

Ian retrocedió, respiraba con dificultad; la respiración de Ruriko era una percusión quebradiza de la de Ian. Ruri lo miró en la tenue luz, más cautivante que las perlas o las joyas o el sol, sus labios húmedos y brillantes. Cada vez que su pecho se hinchaba, los lazos de su pequeña camisa se tensaban sobre sus hombros, cintas lustrosas y delgadas que ejercían presión sobre su piel, marfil y natural. Ian sintió que esa vista era tan erótica que tuvo que tragar saliva, cerrar los ojos y esconder su rostro en la garganta de Ruri.

Recuérdame.

Quería decirlo en voz alta, pero su mente pesaba y se ahogaba, no tenía idea si lo había pronunciado o no. Ella tampoco le respondió, no con palabras, pero su mandíbula hizo presión contra su sien y sus dedos en su cabello. Lo acercó hacia ella con un sonido ferviente y luego un suave gemido con el nuevo beso.

Recuérdame.

Desató las cintas de sus hombros, llevó sus manos hasta allí y le quitó la camisola. No llevaba puesto nada debajo. Ruri tenías las manos levantadas sobre su cabeza; la tela se mezclaba en la oscuridad. Ian encontró sus senos, curvas seductoras y de un tamaño deleitable. Con sus dedos, rozó los pezones, por encima y alrededor y los dedos de Ruri se enredaron en su cabello con un tirón sensual.

Ian sonrió, cerró sus ojos y luego su boca y el tirón sensual se convirtió en un gemido.

Ah, y sabía a sal allí también, azúcar y sal e Ian la provocó y bebió de sus senos hasta que las piernas de Ruri se convirtieron en una cuna para Ian y sus caderas chocaron con las de él. Las manos de Ruri se apoyaron contra las mantas, los dedos separados.

Ian había adornado la cama con almohadones, suave seda, lujo. Pero la piel de Ruri resultó ser lo más suave de todo, satén brillante debajo de sus manos y de su lengua. Su camisa de algodón era insufrible contra el cuerpo de Ruri, una barrera abrasiva entre ellos, tiró con fuerza de ella y se la quitó, se inclinó sobre Ruri absorto. Dios, Ruri era exuberante y firme y un océano helado; su vientre contra el de él, sus pechos, sus brazos alrededor de su cuello.

Si había magia esa noche, la domino. Si había esperanza en ese mundo, la absorbió toda para él, la canalizo de su cuerpo al de ella para formar un todo con Ruri, para amarrarla y llevarla hacia él y unirlos a ambos con una antigua bendición.

Recuérdame. Con cada beso, cada movimiento, era su hechizo, un encanto, una demanda.

Recuerda.

Las manos de Ruri iban a tientas en la cintura de sus jeans; desabrochó los botones, tiró con fuerza. Al igual que ella, no se había preocupado por llevar ropa interior. La caricia de su mano sobre su piel rígida y desnuda hizo que gimiera.

Los jeans de Ruri eran más sencillos, un sólo botón, un cierre corto. Lo bajó hasta sus caderas.

Giraron juntos, sus labios juntos, separados, mientras sus manos exploraban sus cuerpos. Las almohadas se volvieron de terciopelo con el cabello de Ruri encima; sus ojos del azul más profundo, con las pestañas más largas estaban fijos en la mirada de Ian, un juego de amor teñía sus mejillas. Ian introdujo un dedo dentro de ella y atrapó su lengua mientras ella succionaba sus labios.

El pecho de Ruri se hinchó y cayó sobre el de él. El latido de los corazones en perfecta armonía.

Ruri sintió el movimiento de sus músculos, delgados y exigentes, un calor ardiente que la cubría, que prometía revelaciones aún no dichas. Deseaba lo que le ofrecía, lo cogió por los hombros y mordió su labio mientras la mano de Ian forjaba un éxtasis impremeditado, dentro y fuera de ella, una excitación desesperada.

Ruri brilló, centelleó, estaba hecha de estrellas. Tembló con su caricia. Ian pronunció su nombre con un tono de voz grave, giró sobre ella, abrió sus piernas. Los talones de Ruri ejercían presión contra la cama, su cuerpo se arqueó. Ian presionó dentro de ella con una caricia larga y lujuriosa y la luz dentro de ella amenazó con estallar.

La respiración de Ian era una canción; combinaba con el mar y el movimiento rítmico de su cuerpo sobre el de Ruri; la consumía. Las manos de Ruri suavizaron el contorno de su espalda, suaves círculos que se profundizaron; sus uñas arrastraron sobre su piel. Con un murmullo la estimulaba mientras la colmaba; sus brazos apoyados con fuerza cerca de su cabeza.

El mentón de Ian la rozó, su boca pronunció unas palabras sobre los labios de Ruri que no pudo oír; tenían una forma que la hechizaba, la extasiaba. Recibió sus palabras con besos ardientes, robándoselos para ella mientras sus cuerpos se tensaban y se encontraban y ella lo acercaba de nuevo hacia su cuerpo.

Había una tormenta en su corazón que se hinchaba como las nubes negras que brillan y se expanden en una tormenta. Se extendía y se extendía hasta que no pudo soportarlo más y luego el brillo se tornó en un fuego cegador y otra vez en estrellas. Ruri gritó cuando llegó al clímax, mientras la tormenta y las estrellas se hundían en ella y la arrastraban a una noche oscura.

Ian gimió y tembló; sintió; Ruri sintió que la tormenta también arrasaba con él y mientras sucedía, lo abrazó y lo mantuvo cerca.

Ian acarició con su nariz el cuello de Ruri y le dio besos sin aliento en su garganta. Su cuerpo se relajó en un gran silencio; suspiró y dejó sus labios sobre su cabello.

Recuérdame. Porque siempre te he amado.

* * * * *

Ruri lo miró mientras dormía. Se sentó en la cama de madera con las piernas cruzadas debajo de ella y el cubrecama inflado entre ellos. Ruri estaba desnuda y descubierta pero no tenía frío; cuando tocó la piel de Ian todavía ardía como el fuego, una llama elusiva contenida en la forma de un hombre bien formado.

Ruri miró alrededor de la habitación. Estaba apenas amueblada, la cama y un escritorio y una silla, algo que semejaba un cofre contra una de las paredes más alejadas.

Tendría que haber estandartes sobre las paredes, El pensamiento surgió de repente, un recuerdo vago de ningún lugar y sacudió la cabeza. Pero en su mente, permaneció con claridad: estandartes, colores simples y llenos de vida para cubrir la habitación del helado pellizco de la piedra desnuda.

Se levantó de la cama y se movió sin hacer ruido y miró hacia las ventanas, intranquila, y luego hacia la puerta.

Más allá de las escaleras internas, más allá de la entrada de forma redonda hacia el misterio de la noche. Su cabello se agitó con el viento, hirió su rostro y luego su espalda. Caminó hacia el sendero gastado y pronunciado mientras el océano tronaba y se calmaba; salteó los últimos escalones y, casi corriendo, llegó a la arena.

Oro líquido que cedía y se reformaba… En resumidas cuentas, comenzó a correr. Corrió hacia la media luna de la playa, donde las algas marinas y el pedregullo marcaban la línea de la marea, y luego, más abajo, hacia donde el agua subía y retrocedía y dejaba vidriosas burbujas en la arena.

Estaba sola allí. No estaba sola. Incluso las nubes eran distantes, patinaban en la atmósfera superior sobre sábanas espigadas. No había focas. Sólo el océano vivo delante de ella.

Ruri se acercó más a las olas. El agua formaba espuma entre sus dedos, en el arco de su pie. Se detuvo, lo sintió; tan extraño, improbablemente cálido; y luego llegó hasta sus tobillos. Una voz, detrás de ella, la llamó por el nombre.

—Va a doler.

Lo miró. El océano llegó hasta su espinilla.

—Sólo al principio —dijo Ian, acercándose.

Estaba desnudo también; Ruri lo vio mejor allí fuera que en el refugio silencioso de la ruina. Se desplazaba con facilidad por la arena, pura elegancia y vigorosa gracia, sus brazos colgaban al costado, su cabello agitado por el viento y más oscuro que las nubes. Su rostro tenía ese aspecto duro y severo que lo hacían hermoso y distante, un extraño con un cuerpo que conocía casi tan bien como el de ella.

A sus pies, el océano comenzó a hervir. Sus huesos comenzaron a dolerle.

—Ve —le dijo sin mucha precisión—. Ve. Por Dios, nunca has tenido miedo a nada.

Ruri volvió a mirar el agua, la espuma jaspeada en pálido que latía y la arrastraba.

Flotaba, navegaba, en el borde de un alto y oscuro descenso. Era un castillo de arena que se disolvía con la ola.

—Ruriko.

No respondió. Dio tres pasos hacia el mar y arrojó su cuerpo a las olas.

Capítulo 16

Lo busqué en las colinas, en el bosque, en la pradera. Kell se había ido todo un día y toda una noche, nunca antes tanto tiempo, nunca sin decir una palabra. Durante todos esos años, aprendí a respetar sus momentos de paz y de soledad, pero era invierno y la isla estaba cubierta de nieve. Estaba protegido contra la mayoría de los peligros, pero no del frío. Ni siquiera yo podía cambiar la intensidad de las estaciones.

Alejé mis miedos de mis hijos y recorrí sola la isla hasta que, en la víspera del segundo día, lo encontré. Estaba sentado al borde del acantilado que bordeaba el mar con la mirada fija. Las plantas achaparradas se agitaban alrededor de él; una cascada brotaba de los riscos escarpados y formaba una nube cristalina que se elevaba al cielo.

Me di cuenta de que había envejecido, a pesar de mi magia. Su cabello era gris y su figura estaba demacrada, y, sin embargo, lo amaba más que a mi propio ser.

Me acerqué con cautela; no sabía si podía oírme por el viento. Llevaba puestas un par de sandalias y una túnica larga y sin mangas plegada como si fuera una falda, un regalo que me había dado hacía mucho tiempo. La escarcha crujió debajo de mis pies mientras caminaba.

No hizo ningún gesto que indicara que se había dado cuenta de mi presencia. Su cabeza miraba hacia abajo, más allá de la nube de hielo, hacia el mar. Llegué a su lado y me quedé allí. Después, me senté y apoyé las piernas sobre el acantilado como lo había hecho Kell.

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