La última sirena – Shana Abe

Así, la llevó hacia abajo, a las profundidades de la isla, de la única manera que aún se podía: por el mar.

No le complacía la idea. Estaba claro. Un día y una noche de hacer el amor no habían atenuado de verdad su reticencia. Permaneció en la playa con él y sostenía el cabello con ambas manos. Tenía la espalda rígida y erguida y la mandíbula tensa por la resistencia.

—Será rápido —le aseguró él, lo cual era casi verdad—. Apenas lo notarás.

Ella entornó los ojos.

—Te esperaré aquí.

—Lo disfrutarás, Leila. Te lo prometo.

Ella no le creía, pero no le importó. La acercó a él de a un paso por vez dentro de las olas, por encima de las rodillas, por encima de los muslos, por encima de la cintura, el vestido que insistía en usar arrastraba tras ella. Cuando el agua llegó a la altura de su corazón, él se zambulló por completo. Aún sujetaba las manos de ella y le dio un tirón para llevarla con él. Ella se resistió un momento; él le dio tiempo para tomar aire y luego, tiró de nuevo. Esta vez ella fue.

Esperó el cambio hasta que ella pudiera verlo. Quería que viera cómo sucedía, para que lo conociera de esa manera. No quería más secretos entre ellos.

Fue rápido. Fueron más profundo y dejó que el océano lo colmara. Dolía, siempre dolía, y sus manos pudieron haber apretado las de ella. Se arqueó hacia atrás y lo dejo correr a través de él. Cuando finalizó, ella estaba con los ojos bien abiertos y los brazos extendidos, sin siquiera patalear para permanecer en el lugar.

La llevó de nuevo a la superficie. La giró en sus brazos, la echó hacia atrás para que descansara sobre su pecho y que flotaran juntos mirando las nubes. Ronan presionó sus labios en su cabello mojado.

—Y… allí está el cielo.

—Así es —dijo ella con debilidad.

—Respira —le aconsejó—. No es tan terrible. Respira, mi amor.

Envolvió sus brazos debajo de los de ella y comenzó a deslizarse lentamente hacia atrás. Ella encontró las muñecas de él y se aferró con fuerza.

—¿Frío? —preguntó él, aunque sabía que ella no lo tendría.

Negó con la cabeza. No soltaba sus muñecas.

—Ya casi estamos allí. Muy bien. ¿Estás lista? Contén la respiración.

El pecho de ella se ensanchó; él se hundió con ella en las profundidades azul cobalto.

El agua era cálida para él, aterciopelada; porque así la sentía y ella también lo haría. Sin embargo, para ella la realidad era bastante diferente. Tenía sólo un breve momento para tenerla allí en su hogar primitivo antes de que su cuerpo comenzara a morir. Había arriesgado más que eso al llevarla allí y no iba a exponerse a un daño mayor en ese momento. No obstante, quería que viera la gruta.

Las corrientes empujaban con fuerza pero él se movía con seguridad y facilidad entre ellas. La luz del mar se apagaba poco a poco y fluía. La entrada a la caverna estaba en las profundidades de la isla: un gran misterio ovalado que aún ningún hombre ni embarcación había descubierto.

Tampoco lo harían, pensaba él. Nunca, jamás.

Volvió a subirla con rapidez hasta la superficie. La sostenía con suavidad mientras ella tosía y se balanceaba en el agua y se quitaba el cabello de los ojos.

—Ven. —La plataforma no estaba lejos. Un sonido tranquilo después de todo ese tiempo. Una extensa tarima de mármol apoyada sobre el mar. Sin embargo, Leila no miraba eso. Miraba lo que había encima: todas las riquezas de Kell.

Pilas de monedas, montones de joyas, estatuas majestuosas, lingotes y armamento romano con manchas de óxido. La luz parecía cambiar con cada movimiento del agua. La luz que proyectaba el sol centelleaba sobre siglos de plata, oro y gemas de cada color del arco iris.

Llevó a Leila hasta el borde de la plataforma, la levantó y la colocó allí con los pies que aún colgaban en el agua.

—Elige lo que quieras —dijo Ronan con el aliento escarchado—. La mitad del pago.

Ella ahuecó una mano sobre su boca y comenzó a reír.

Estaba cegada, deslumbrada. Leila se movía con lentitud entre las montañas de tesoros, sostenía las manos de los dioses de alabastro, admiró por un instante una larga cimitarra encorvada grabada con flores de peral. Caminaba entre cascos y armaduras, y en un momento casi le faltan los pies entre un alijo de mosquetes y un arca de latón que contenía perlas.

Al final, no podía decidirse. Sólo se sentó, goteando, sobre un cofre cerrado junto a la pared de la caverna y apoyó el mentón sobre los puños. Nunca había visto algo así. Nunca lo había soñado siquiera, excepto quizás de niña en la extravagancia florida de las fábulas moras. Ni todos los pachas y príncipes del desierto podían tener un tesoro semejante a ese. Ni siquiera estaba segura de haberlo visto todo aún. Había escaleras más atrás que conducían a quién sabe dónde. Sin embargo, estaban enterrados debajo de una colina de escombros petrificados.

—Esto —dijo Ronan desde el agua, sus palabras hacían eco— es lo que Lamont quiere en realidad.

—¿Sabe de este lugar?

—Lo sospecha. Tiene una isla cerca de aquí. Las monedas han sido arrastradas hasta sus costas por décadas. Se dice que cada fragmento de restos marinos de Escocia proviene de allí. Su padre lo sospechaba, y su abuelo. Eran hombres codiciosos pero no estúpidos. Nunca creí realmente que Lamont fuera el que intentara hacer algo tan tonto como un asesinato. Supongo que piensa que con mi muerte el caos dominará al Clan. Tendría razón, por un momento.

—Lo suficiente para venir aquí y robar el oro.

—Sí.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó ella de repente.

Él sonrió, enigmático. —Soy viejo.

Ella le echó una mirada cautelosa a la estatua de Poseidón que estaba a su lado con el tridente en la mano y él se rió entre dientes.

—No tan viejo.

Ronan brincó a la plataforma. Tenía piernas humanas Otra vez. Eran gruesas y maravillosamente musculosas. Se inclino y se quitó el agua del cuerpo con la palma de las manos aplanadas. Su cabello era un cordón color ámbar sobre sus hombros. La cadena y el colgante que llevaba pendían firmes en la base de su garganta.

—No nos quedaremos mucho tiempo aquí, milady. , ¿Has decidido sobre el pago?

Ella lo miró fijamente, al colgante de plata, un adorno único y modesto entre todo ese lujo. Le había parecido extraño antes, en el barco, aquella primera vez que lo había visto. Pero volviendo atrás, se dio cuenta de que nunca lo había visto sin él. Ni una vez.

Caminó hacia ella, elegante y dominante. Se detuvo delante de ella, tan imponente como los dioses de piedra de alrededor.

—¿Decido por ti? —dijo en voz baja.

Leila se puso de pie y tocó el colgante con un dedo. Era un relicario, ahora lo veía, brillante y reluciente con un dibujo que le recordaba a un río correntoso.

—Es tan cálido —dijo sorprendida.

—No, es sólo que tú estás fría.

—No lo estoy. —Sus ojos brillaron en los de él—. No ahora.

Él la alejó con suavidad.

—Lo estás; lo sabes. No te das cuenta, pero lo estás —El rostro de él cambió: sus ojos se cerraron, su boca se volvió más dura y se alejó un paso más—. Tu pago, Leila. Y luego, debemos irnos.

Ella levantó la mano una vez más, y él retrocedió otra vez, con más brusquedad que antes.

—No —dijo él—. No preguntes. Puedes tomar cualquier otra cosa. —Se dio la vuelta y desapareció detrás de un florido biombo barroco.

Ella escuchó un crujido y un estrépito tintineante; una sola moneda de plata rodó hacia afuera del biombo para chocar contra una caja fuerte. Ronan volvió a aparecer para colocar algo en la mano de ella diciendo:

—Esto debería asegurarte algo un poco mejor que una cabaña. —Y la llevó hasta el borde de la plataforma.

Ella bajó la mirada. Le había dado una piedra tallada casi del tamaño de un huevo de gallina. Un blanco brillante engarzado en oro trabajado. Un diamante.

Ella quedó estupefacta; estaba por hablar pero la arrastró hacia el mar con él.

* * * * *

El océano era muy, muy negro.

Leila no había imaginado que estuviera tan oscuro en el mar sin la luna, aunque en muchas ocasiones había aprovechado tales noches en tierra. Era una oscuridad que consumía todo lo demás y se sentó en el bote de remos con las manos bien apretadas a los costados, no para afirmarse (el pequeño bote se movía como la seda sobre un vidrio) sino para asegurarse de que aún lo tenía allí.

Por fin, el viento cesó y dejó sólo el soplido de su viaje pasando a su lado No había niebla No había estrellas Debía haber nubes sobre sus cabezas, pero ni siquiera podía verlas. Las añoraba tanto que le dolía la garganta por eso.

Ronan remolcó el bote con una sola cuerda atada a la proa. Ella no quería imaginar que se rompiera. ¿Qué haría allí si él decidiera abandonarla a ciegas y tan sola?

Su voz flotaba en la desolación. Un saludo en voz baja resonó por encima del susurro del chapoteo de las olas.

—Dime, ¿logró Finlay terminar la historia de la primera sirena y el pescador?

—Un amor perdido. Un triste final. —Ella le hablaba al vacío hueco y estaba contenta de que él nadara delante de ella, aunque no pudiera ver su rostro—. La historia de tu familia parece estar llena de desgracias, milord.

—Sí, algo de eso. Pero también ha habido felicidad. En realidad, una vez hubo un rey que amó a una sirena de aquí, hace muchos años. Ella lo había salvado del mar y decidió quedarse con él.

—Como un cachorro —dijo ella con amargura. Él rió y el bote dio un pequeño saltó.

—Como amante, milady. Y aunque el rey ya estaba casado, fue una unión realmente feliz.

—Tal vez no tanto para la reina.

—La reina era una mujer sabia. Amaba al rey lo suficiente como para comprender su destino. Tenían una hija, el rey y la sirena, y la reina la llevó a su hogar y la crió como su propia hija.

Leila no decía nada, pensaba en aquella mujer de hacía tanto tiempo, en cómo debió haber sido que le obsequiaran la hija encantada de su esposo. ¡Qué sola debe haber estado detrás de los adornos reales y su corona! ¡Qué generosa!

—Esa hija era mi tatarabuela —dijo Ronan.

—¿Qué les sucedió a la sirena y al rey?

—Ah. El rey era sólo un mortal. Al principio, no comprendía a la sirena, ni a Kell. Sólo deseaba regresar a su hogar porque era un hombre importante y tenía muchas vidas que dependían de él. Sin embargo, la sirena fue muy paciente, y en su momento, se enamoró de ella.

—¿Lo amaba?

—Con todo su corazón.

Él quedó callado. Leila soltó el bote y ocultó los dedos dentro de su capa.

—Pero lo dejó en libertad —dijo Ronan por último—. Porque él tenía el espíritu de un lobo, y como todas las cosas salvajes, no podía sobrevivir atrapado, ni siquiera atrapado en una isla. Un día se desató una guerra en la tierra del rey. Estaba en peligro. La sirena decidió abandonar su vida en Kell para quedarse con él, y casi muere a causa de eso. No obstante, el rey lobo era valiente e inteligente y logró salvarla de la única manera que pudo… la llevó de regreso a Kell. Tuvo que dejarla allí.

—¿Sin él?

—Sí. Él la visitó en el transcurso de los años. Un hombre en un bote, siempre solo. Cuando se acercaba a Kell, ella disminuía la neblina y calmaba los mares, diciendo: «Ven, amor verdadero, ven». Y él, lo hacía.

—¿Tú puedes hacer eso? —preguntó con escepticismo—. ¿Disminuir la neblina y calmar el mar?

—Bueno… ella podía. Y así fue hasta que un día el viejo rey nunca más regresó de Kell. Se decía que él y su amor habían vivido su vida hasta el fin y que habían desaparecido juntos en el mar, cogidos del brazo. Sin estar solos nunca más.

Autore(a)s: