La última sirena – Shana Abe

Al final del pasillo tuvo que detenerse. Había una escalera a sus pies, ancha y pronunciada, que bajaba a las profundidades del castillo.

Cerró los ojos con frustración y se apoyó contra la pared. Ni siquiera se había dado cuenta de que no estaba en la planta baja.

Escaleras, más monedas, sombras burlonas. Aedan se dio cuenta, de pronto, que no podría lograrlo. No podría enfrentar esas escaleras, no en ese momento. Estaba extenuado, temblaba. Su cuerpo latía de dolor; su vista se nublaba.

Pero movió la jabalina un escalón. La pierna en buen estado siguió el movimiento; equilibrio; una exquisita tortura. Arrastró la pierna izquierda por detrás y reprimió el grito que quería surgir de sus entrañas; su cuerpo entero estaba cubierto de sudor.

Allí. Logró el primer paso.

La jabalina volvió a descender una vez más.

El cuarto paso fue desigual. La jabalina se deslizó y Aedan tambaleó. Su tobillo hinchado golpeó contra la escalera detrás de él. Al instante, Aedan quedó cegado del dolor, de modo fatal. Soltó la espada y se aferró a sus rodillas, pero no fue suficiente para salvarse. Después de tres giros completos, apenas pudo frenarse, los dedos se resbalaron sobre las piedras y siguió bajando en picado las escaleras una vez más.

* * * * *

Los dos hombres colgaban del aparejo con gran desenvoltura, permitían que sus cuerpos se balancearan con el cabeceo de la nave, con los ojos entrecerrados contra el viento salitroso. Habían pasado un tiempo incalculable allí juntos en la cima del mástil, día y noche, con buen tiempo o con malo. Eran marineros, mercaderes, piratas cuando era necesario, pero ese día eran simplemente compañeros de barco, en medio del mar en el primer tramo del viaje que duraría tres meses y que los llevaría al sur y al este y finalmente al norte una vez más.

Los hombres trabajaban con rapidez, enroscaban y desenroscaban una soga entre ellos por encima de la gran sábana blanca que conformaba la vela del barco.

—¿Escuchaste cuál es la enfermedad que aqueja al rey? —gritó el más joven de los marineros a su compañero en medio del viento.

—Fiebre —respondió el otro—. Un espíritu maligno en su sangre. Hay confusión en la corte.

—¿Confusión? —El joven tomó la pesada cuerda, la ató con un nudo—. ¿Te refieres a que el príncipe está muerto?

—El rey ha sido despojado. —El hombre mayor tiró del extremo de la cuerda—. Hemos perdido a nuestro defensor, pero él ha perdido a su hijo, y nuestra tierra a su heredero. El rey permanece en su lecho. Dicen que no sobrevivirá esta fiebre.

—Llora la pérdida de su hijo.

—Sí.

El viento sopló más fuerte entre ellos; ambos se asieron con fuerza a la cuerda mientras la vela gemía y se henchía debajo. Pero, en general, era un día hermoso y pronto la ráfaga de viento comenzó a menguar. Los marineros retomaron su labor.

—Los pictos se han vuelto más audaces —dijo el hombre más joven—. Escuché que había cientos de ellos. Escuché que asesinaron a todos excepto a Caliese.

—Sí.

—Pero ella está con vida. El rey debería celebrarlo.

—Sí.

Una vez más el viento cambió; una vez más hicieron una pausa, dejaron que bramara y rugiera y que lentamente se calmara. Para cuando desapareció, ninguno de los hombres sintió deseos de continuar la conversación. Trabajaban con ritmo, concentrados en lo que hacían. Cuando ajustaron el último nudo, permanecieron en silencio un momento más mientras observaban el enorme manto cobalto que formaba tanto el cielo como el océano, todo su mundo.

El más joven inició la charla.

—Mira… ¡Mira allí! ¿La ves?

—¿El qué? ¿Dónde?

—¡Allí! ¡Allí! Allí está ella de nuevo… ¿La ves?

—¿Qué diablos estás…?

El más joven dejó de hablar de pronto; contemplaba el mar.

—Madre de Dios —dijo el más joven, con una exhalación—. ¡Es… es hermosa!

El mayor retrocedió, casi perdiendo el control de sus cuerdas y con el rostro pálido.

—¡No la mires! ¡No la mires, te digo! ¡Date la vuelta, muchacho! ¡Por tu alma, date la vuelta!

Y tomó a su compañero por el brazo, tiró para acercarlo hacia él y ambos terminaron bajo la red de sogas, mano sobre mano, torpemente, y sin caer del todo, buscaron la protección debajo de la cubierta.

Fuera, en las aguas, la sirena los vio caer, ágiles como arañas. Cuando no estuvieron más a la vista, se sumergió en las aguas, su largo cabello rojizo y las aletas de un verde plata salpicaban al pasar.

Por todas partes recorrió los mares, los mismos trayectos que sus ancestros conocían, perseguía a los peces por desfiladeros y rápidas corrientes. Había algunos barcos ese día. En su mayor parte, Ione estaba contenta de verlos pasar a la distancia, sus grandes y pesadas formas se balanceaban contra el horizonte.

Sabía que había marineros en esos barcos. A los barcos nunca les faltaban marineros, ni siquiera después de la enfermedad o la tormenta o de semanas alejados de su amada tierra. La humanidad, como los abrojos, sobrevivía sin importar qué clase de desastre intentara borrarlos de la faz de la tierra.

Flotó un instante más, mirando el barco que tenía delante de ella. Luego, hizo a un lado los cabellos que le cubrían los ojos y se sumergió.

Era un mundo diferente al de arriba, totalmente hermoso. Pasó junto a unas anguilas que iban a la deriva y formaban negras espirales, camas de algas vivas con peces, camarones delicados que danzaban entre sus dedos. Más en lo profundo aún, había bosques de plantas, colores metálicos, hojas rizadas. Mansiones de corales se confundían con el lecho marino; cangrejos que corrían con pasos cortos en soledad y dejaban huellas torcidas sobre la arena.

Ella nadaba lentamente, con pereza, como intentando dilatar lo más que pudiera lo inevitable.

Ione había nacido en esas aguas. Vivía y moriría allí. Conocía el mar en todos sus estados, aceptaba cada uno con la paciencia firme del parentesco que los unía. Pero disfrutaba del océano cuando estaba así, cuando los rayos del sol se filtraban en él y brillaba sobre ella con radiantes líneas. Amaba la calidez que el sol esparcía sobre las crestas de las olas, el modo en que el frío se hundía más y más abajo hasta que casi en el lecho del mar todo era silencio y oscuridad, una oscuridad de zafiro vivido que ayudaba a enmascarar la arena y las plantas y las criaturas que se refugiaban allí.

Se aproximó al lugar donde su madre había sido asesinada e hizo un gran rodeo para evitarlo; nadó hacia lo más profundo y abrazó las sombras.

Sin embargo, no podría nadar para siempre. El hombre la esperaba en Kell e Ione ya tenía a la vista la isla, su perla en medio de las azules aguas. Más allá de las grutas que se encontraban en forma de cúpula debajo del castillo; más allá de los indomables arrecifes rodeados de barcos hechos añicos; más allá de las puntiagudas rocas que se alineaban en la costa sur había una playa, una simple playa de simple arena y fue allí hacia donde se dirigió Io. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, subió a la superficie y nuevamente alisó sus cabellos mientras intercambiaba agua por aire, una cosa fácil de hacer, primordial y refleja.

Al llegar a la costa hizo una pausa, todavía se encontraba entre la espuma de las olas, tan cerca como podía estar en su verdadera forma. Miró hacia la ventana de la torre: vacía en ese momento, sólo sombras le daban la bienvenida.

Quizás había intentado salir. Quizás la estaba buscando. Un nervioso escalofrío se apropió de ella; lo reprimió, cerró los ojos y se concentró, sentía la arena debajo de la palma de su mano, la cálida firmeza debajo de su cuerpo…

Y se produjo la transformación, allí en ese lugar entre el océano y la tierra. La cubrió con el rocío del mar, una sensación ardiente y punzante, pero más fina… una sensación de cambio, de interminables y pequeñas burbujas que hervían en sus venas, elevándose, elevándose hasta que en un segundo, un dolor espléndido e Ione se transformó, y donde acostumbraba estar su magnífica cola había algo nuevo y terrenal, una figura con forma para la tierra, no para el mar.

Se levantó de la arena y caminó por la playa, el mar le besaba los pies en señal de despedida.

Su manto estaba exactamente donde lo había dejado, un corte de lana color verde jade sujeto al suelo con piedras del tamaño de un puño. La brisa soplaba por sus costados. La liberó, dejó que la tela volara en su cuerpo, pliegues que le llenaban el cuerpo de arena.

Vestirse era un ritual humano pero la satisfacía, especialmente en ese momento. Ató el manto con impaciencia a su alrededor mientras se acercaba a las escaleras de la entrada del castillo.

Durante todo el tiempo que había estado nadando, había pensado en el hombre. Todo ese tiempo lo había recordado: su cabello oscuro, sus sorprendentes ojos claros. Su caricia. Su sabor.

La forma de sus labios, su barba crecida que le oscurecía las mejillas. La callosidad en las palmas de sus manos, cómo se sentían ásperas contra su piel.

Io caminó un poco más deprisa.

Aedan soñó una vez más con ella. Besos, caricias, penetración. Placer brillante y jadeante y un final que lo consumía hasta que no quedaba nada, sólo ella y él y la larga y templada consecuencia. Sus ojos color índigo, su sonrisa seductora.

* * * * *

Aedan se despertó rodeado de un aroma a incienso. Sabía que era incienso, aunque había descubierto su dulzura humeante sólo una vez antes, en el campo de un príncipe anglosajón. El príncipe lo había tomado en una sangrienta invasión y lo había quemado para desterrar los fantasmas de la muerte.

Le dolía la cabeza. Ay, Dios, el cuerpo entero le dolía.

El humo se deslizaba sobre él. Pálidos vestigios de gris mita el cielorraso se disolvían en el oscuro aire.

Giró la cabeza, lentamente. No era su alcoba. No era u rastillo. Ni siquiera su alcoba en ese castillo.

Yacía en el suelo, casi junto al final de las escaleras. Sí, lo recordaba. Buscaba, caía. Y luego…

Aedan se sentó, se llevó una mano a la frente, intentaba calmar el dolor que sentía. Había sido arrastrado sobre un suelo muy duro: tenía fragmentos de tierra clavados en la espalda. Ambas piernas estaban estiradas delante de él; aparentemente las tablillas lo habían sostenido en su caída. Aunque la espinilla mostraba un desagradable color verde y negro, no le dolía tanto como debería.

Se miró la mano; tenía la palma húmeda de sangre. El corte debajo de la ceja se había vuelto a abrir.

Gradualmente, comprendió que el suave brillo colorido en el suelo junto a él no era más que las innumerables monedas de antes. Había un cáliz junto a su muslo, lleno hasta el borde con lo que debería ser agua.

Aedan bajó la mano, miró y luego sumergió un dedo en el líquido. Examinó la gota que colgaba de su uña.

Agua.

Llevó la gota hacia sus labios. Agua fresca, limpia y pura. De pronto se dio cuenta de lo sediento que estaba, lo deshidratado que se encontraba, como si no hubiese bebido agua en años, toda una vida. Levantó el cáliz con ambas manos y bebió todo, y sintió que nunca había probado algo tan increíble en su vida.

Cuando terminó, apoyó con cuidado el cáliz (ópalo, amatista y plata pulida) y miró su nueva alcoba.

Era una gran sala, espectacular y de techos altos, suaves sombras, hogar vacío. La luz del sol se proyectaba en largas columnas sobre el suelo y se filtraba por las ventanas de la parte superior y a través de las grietas en el techo. Había algunas mesas pero no había bancos, sólo sillas y tan sólo unas pocas. La de mayor tamaño era más un trono que una silla, grande y con almohadones. Un rayo de sol que llegaba en diagonal la abarcaba por completo, un halo de luz iluminaba el cabello rubio y rojizo de una mujer que, sentada allí, lo observaba en silencio.

Autore(a)s: