La última sirena – Shana Abe

La indignación la recorrió con rapidez; el hombre no tenía idea del peligro en el que estaba. Conocía mil maneras de hacerle daño, ponerlo de rodillas… desperdiciaba su tiempo y el de Ronan… no lo soportaba…

Leila se dio vuelta, giró y se soltó, dio vueltas con la bata enroscada en un movimiento elegante y rápido que dejó a Baird Innes tomando nada más que aire. Antes de que pudiera parpadear, antes de que pudiera cerrar la boca, ella dio un giro y corrió…

…directamente hacia un fornido pecho masculino. Un fornido pecho masculino muy mojado.

—Hola —dijo una voz de confianza—. ¿Qué es esto, señora?

Ronan la tranquilizó, fue un toque de luz que rozó la fina seda de su bata y desapareció.

—Yo… usted… —Leila lo miró fijamente con las palabras atrapadas en la garganta.

Estaba segura de haberlo visto. Lo había hecho. Pero de todas maneras él estaba ahí, le sonreía con esa cálida sonrisa torcida. Sin duda no se había ahogado. Sus ojos pestañeaban con las sombras y el cabello se elevaba en mechones. Se había vestido deprisa, con la camisa hacia afuera, medio húmeda, los pantalones ceñidos y los pies descalzos, sin calcetines sin espada. Ni siquiera llevaba su manta escocesa.

Una gota de agua se deslizó colgando de un mechón de cabello dorado y salpicó el dorso de la mano de ella.

—Discúlpeme —dijo el conde—. Justo me estaba bañando. Llegó Kirk y dijo que usted necesitaba verme.

—Yo… no. No, pensé… pensé otra cosa.

Por primera vez le echó un vistazo al resto de ella, Incluyó la bata y el corsé, la camiseta que se pegaba a ella con el viento.

—No es acertado estar aquí fuera de noche —dijo Ronan con tranquilidad—. Dejamos pocas lámparas encendidas y hay muchos riesgos para el que es imprudente. Baje conmigo milady, y caliéntese otra vez.

Ella se marchó de inmediato, sin esperar mientras él hacia una pausa para decirle algo a Baird, apenas consiguiendo la respuesta que murmuró el hombre. Kirk también estaba allí. Sostenía su linterna para que Leila pudiera ver y ella pasó delante de él con la espalda erguida. Se sentía torpe, sonrojada ridícula.

Lord Kell lo advirtió. No se atrevió a mirarlo, no se atrevió a que la mirara. Pero en el pasillo angosto de la entrada se detuvo en el lugar sólo con la caricia de su mano por su espalda. Una única linterna que pendía de un gancho parpadeaba entre dos puertas; iluminaba azul en sus ojos, la sonrisa de una medianoche auténtica.

—Adelina.

Lila bajo la mirada hacia las tablas del suelo. Sus pies desnudos estaban blancos del frío.

—Lina. —La voz de él era de terciopelo—. Baird me contó lo que sucedió.

Ella se cruzó de brazos. Encontró su codo dolorido y apretó con fuerza.

—Estoy seguro de que fue una foca —dijo él, con la respiración tan cerca que le alborotó el cabello.

—Sí.

—¿Estaba preocupada?

Negó con la cabeza. No lloraría. Nunca, nunca…

—Lo siento —dijo Ronan en voz baja y ella sintió sus labios contra su cabello; un contacto breve y prohibido.

—Lo siento —dijo él otra vez, con el rostro casi tocando el de ella.

Leila cerró los ojos. Había una mezcla terrible que corría dentro de ella, de sus huesos, de su corazón y de su sangre; caliente, triste y solitaria. Cada parte de su ser deseaba inclinarse hacia él, dar un pequeño paso, estar en sus brazos y sentirlo una vez más. Sentir la calidez otra vez.

No se había ahogado. No.

—Lina, Lina —pronunciaba esa palabra como una canción, la hacía larga, poética y deseada. Casi la deshacía escuchar esa nota tierna en un nombre que ella había inventado.

Fijó su mirada en la cadena alrededor del cuello de él y la mantuvo allí. Eran unos eslabones de plata contorneados por la luz amarilla.

Ronan se inclinó hacia ella. El pulso le latía fuerte en la garganta. Debería rechazarlo. Que Dios la ayudara. Deseaba tanto que se moviera por completo. Pero todo lo que tenía que hacer era levantar la cabeza.

Los labios de él merodeaban los de ella. Su respiración se interrumpía tanto como la suya.

Ella era una estatua; una piedra. Por dentro, moría.

—Vaya a la cama —susurró Ronan por fin—. Por favor… Lina. Vaya a dormir.

Ni siquiera abrió la puerta por ella, sólo se marchó por el pasillo sin mirar atrás.

* * * * *

Leila se dirigió a su cama y se sentó. Ignoró los escalofríos que la sacudían. Metió los pies debajo de las mantas y miró alrededor del oscuro camarote, pero en cambio veía el océano negro. Lo veía dentro de él.

Levantó la mano hasta la boca. Tocó con la lengua el lugar en el que había caído aquella gota desde el cabello de él.

Sal.

Capítulo 9

Se toparon con Kell por la mañana, justo cuando la niebla matutina comenzaba a disolverse. Aunque Ronan, por supuesto, bien sabía que estaba allí, de manera mágica se vislumbró una isla desde la nada cubierta de bruma, terra firma inmóvil en un inmenso cosmos de agua.

La observaba aparecer junto con Finlay, Adelina y don Pío. Los cuatro se encontraron accidentalmente de camino a desayunar. Sólo la curva flexible de la luz los interrumpía. Sin decir una palabra, Ronan señaló un claro en la neblina y Kell hizo su truco: apareció extensa, exuberante y gloriosa, sólo en el lapso de un latido.

Escuchó que Adelina suspiró. Incluso don Pío parecía impresionado.

Ronan no dijo nada por un momento. En cambio, miraba a Adelina deteniéndose en la expresión de su rostro. La manera en la que sus ojos tomaban el color del mar, profundamente luminosos. Eran ojos hermosos bajo cualquier tipo de luz. La noche anterior, con las linternas, parecían más opacos, jade… o…

Anoche. Casi no llevaba nada de ropa; él lo había notado después de ver sus ojos. Tuvo que tener un control de sí mismo mucho mayor del que creía poseer para no quedarse boquiabierto ante ella, para no llevarla hacia él de un tirón, todo encaje, cintas y lino transparente, transparente. Gracias a Dios que llevaba una bata, esa pequeña envoltura de falsa piedad color púrpura, que se encontraba allí pero que a la vez no lo estaba. No era suficiente como para ocultarla. Recordaba el instante en el que se había topado con él, el roce suave e inesperado de su cuerpo contra el suyo, casi sin elegancia, corsés ni resistencias rígidas. Casi, casi.

Ronan había pasado el resto de la noche ardiendo en el lecho. Intentaba no verla otra vez en su mente, intentaba no sentirla. Aquel momento fugaz florecía en su imaginación hasta posibilidades infinitas. Se excitó de tal manera que pensó volver al frío mar pero no podía arriesgar ni siquiera eso: debía sufrirlo, sufrirla, la idea de que ella dormía sola en su propio barco a unos camarotes de distancia, en su camisa vaporosa, o desnuda, envuelta en sus propias sábanas, con los brazos alrededor de su propia almohada, con el cabello desparramado, las piernas desnudas, largas y desnudas…

Por encima de ellos, una vela hizo un ruido seco contra el cielo. Su fantasía terminó de manera abrupta. Ronan se dio cuenta de que había estado mirándola fijamente. Al menos esa mañana estaba bien arreglada, con un decente vestido turquesa y con el cabello tirante en una diadema. Debajo de las dobleces de su mantilla podía ver el volumen de su pecho donde terminaba el corsé, piel sedosa al descubierto, los pechos sujetos y el brillo tenue del polvo, una tentación muy indecente.

Estaba harto de aquella mantilla. No quería nada más que, en realidad, quitársela, desatar los lazos y rozar sus nudillos contra su piel, hacer deslizar la tela de sus hombros para dejar al descubierto por completo aquel escote, el contorno de su garganta, el perfume, el calor y el suave y oscuro borde de sus pezones…

Un color rosado delicado comenzó a manchar las mejillas de Adelina, que mantenía el rostro desviado con todo cuidado.

—Una vista encantadora —dijo don Pío para romper el silencio—. ¿Cómo se llama?

—Kell —contestó Finlay, con orgullo evidente—. Nos pertenece… le pertenece al señor.

—Al clan. —Ronan lo corrigió y se dio la vuelta, no sin lamentarlo, para observarla otra vez.

Comenzaba a verse el bosque sureño, pinos, abedules y robles, algunos aún resplandecientes por las hojas del otoño debajo del salpicado de la nieve. Entre aquellos árboles habría ciervos colorados, zorros y armiños. Habría ardillas atesorando pinas, y mirlos cantando desde las ramas.

Habría estorninos en el castillo. Tapices, tesoros. Su alcoba. Su hogar.

Tuvo una visión inmediata de Lina allí. En su cama, en sus brazos, rodeada de satén, de pieles y por él. Era tan real que hasta podía saborearla.

Ronan apretó la mandíbula y apartó la imagen. Maldita sea. Es casada. Es casada.

El barco continuó navegando y el bosque dio paso a los páramos y las malezas, los acantilados en pendiente con la espuma en la base como un blanco florecer. Doña Adelina se acercó a la barandilla con los ojos entornados, sin mirar. Ronan sabía lo que ella veía esculpido en la piedra, lo que todos veían.

Monstruos.

—¡Dios mío! —dijo ella—. ¿Qué es eso?

Finlay habló una vez más. Ronan sabía que había contado esa historia muchas veces antes.

—Los espíritus de la isla, milady. Así dicen. Protegen a Kell de los intrusos. Es una isla sagrada. ¿Lo sabía? Es el hogar de nuestros antiguos dioses del mar. La leyenda cuenta que vuelven a la vida cada vez que la isla está en peligro.

Contra el cielo color ceniza, los acantilados estaban bañados en luces y sombras. Los tallados en ellos eran intensos en color blanco y negro: gárgolas y arpías toscas, dobles dragones y vividos cocatrices feroces. Se retorcían en una advertencia silenciosa. Brillaban casi tan nítidos como el día en el que Ronan los había tallado en su isla, hacía tantos años.

Las bestias, las llamaba el clan. Nuestros propios familiares bravíos.

—¿Leyenda, eh? —rió entre dientes don Pío—. ¿Fue la leyenda la que esculpió aquellas criaturas? ¿Quién vive allí?

—Nadie. Ningún ser humano.

Don Pío rió abiertamente pero Adelina no lo hizo. Se encontraba de pie, inmóvil, contra el viento, con los labios abiertos. Parecía desencajada.

—Un bonito lugar —dijo don Pío—. ¿Qué piensa, doña Adelina? ¿Le agradará a mi hijo? —se dirigió a Ronan antes de que ella pudiera responder—. ¿Cuánto cuesta una isla como esa, milord?

Ronan sonrió, triste.

—Kell no se vende.

—¡Ah, vamos! Todas las cosas tienen un precio. ¿No es así, Adelina?

—Tal vez no todo —murmuró ella.

—Tonterías. Si algo aprendimos con los años es que si un hombre tiene el dinero suficiente, puede comprar cualquier cosa que desee.

Había un delicado filo en su tono que atrajo toda la atención de Ronan.

—Señor, se lo aseguro. No puede pagar por esa isla. Don Pío volvió a mirarlo y le sonrió con la mirada fría. Finlay estaba ocupado: le contaba en susurros la leyenda a Adelina.

—… y ella se volvió loca sin él. Se fue llorando al mar y desde entonces todos sus hijos han buscado amor eterno…

—Nadie puede pagar por Kell —dijo Ronan con una fuerza intencionada—. No tiene precio.

El Lyre pasó cerca a una carabela rota, aún atrapada y podrida sobre el arrecife después de cuarenta largos años.

—… de esta manera, el heredero de la sirena aún se aparece en estas aguas, persigue a los piratas así como también a los inocentes, provoca tormentas en las aguas tranquilas…

—Está bien —dijo don Pío por fin—. Sólo fue un pensamiento pasajero, milord.

El sol se abría paso entre las nubes, un cielo azul burlón y huidizo a manchas. Los arrecifes y la carabela se aleja han; el rumbo del Lyre hacía parecer girar como el balón de juguete de un niño. Dejaba ver nuevos bosques, la ensenada protegida… el castillo.

Autore(a)s: