La última sirena – Shana Abe

Aedan construyó su primera almenara esa tarde.

Buscó un lugar donde podría haber habido alguna antes… Con seguridad alguien lo había hecho con anterioridad, en todos esos años… pero sólo había una playa lisa y árboles nudosos. No había rastros de un pozo para fuego. Ni cenizas, ni carbón.

Entonces cavó el suyo propio. Usó primero sus manos y después los restos de un remo que halló enterrado entre unos guijarros, en las cercanías de una gruta. El remo le facilitó el trabajo, pero para cuando estuvo satisfecho, su espalda ardía a causa del sol y su piel estaba en carne viva.

Hizo descansos en la costa mientras sumergía las manos en la sal del mar que le provocaba ardor. Ione no volvió a aparecer.

Logró hacer una llama decente. Había madera por todos lados y en la arena que hizo a un lado para hacer el pozo encontró una verdadera bendición: un fragmento de un grueso vidrio roto, liso y cortante. Al sol, proyectaba un excelente rayo de luz, una pequeña chispa, humo, humo… y finalmente, la primera llama.

Se sentó, cubierto de arena y sudor. El fuego se desparramaba en largas y hermosas lenguas, una esperanza titilante contra el azul mar. Si un barco pasara cerca… Si la suerte estuviera de su lado y alguien justo estuviera mirando…

Dios sabía lo que pensarían. Que se estaban despertando los fantasmas de Kell. Que las sirenas danzaban a la luz del fuego. Que había gente allí, gente perdida que debía regresar a sus hogares antes de que fuera demasiado tarde.

Una gaviota curiosa que sobrevolaba en círculos el lugar, enredada en el humo, se fue con un graznido.

Un par de cangrejos forcejeaban en una roca a la izquierda mientras mostraban grandes pinzas. Aedan se enderezó aún más y observó la lenta y amenazante danza. Luego, se puso de pie y siguió el descenso de los cangrejos hacia el otro lado.

Más bendiciones: parecía que Kell tenía marismas, una gran cantidad de ellas. Había encontrado su cena.

No era ningún principiante en la cocina. Largas campañas lejos de Kelmere le habían enseñado lo básico para sobrevivir. Sabía que los mejillones marrones eran comestibles y que los colorados no lo eran; que el cangrejo azul era más rápido que su primo de color verde. Que si tuviera una red, aunque fuera la más pequeña de las redes, podría pescar también. Pero no había ninguna red y su túnica ya estaba en uso, dado que albergaba los mejillones y los cangrejos.

* * * * *

Avanzó lentamente entre las marismas. La pierna le estorbaba, el sol lo golpeaba y los charranes giraban y lo increpaban. Pero Aedan comería.

Crecer en la isla lo había preparado bien; conocía la dura y resbaladiza alga marina que se adhería a las rocas. Le daría sabor a todo lo que cocinara, por lo tanto guardó un poco en su túnica también. Con la ayuda de una vara encorvada de madera flotante volvió a la fortaleza. En el proceso, perdió tan sólo un cangrejo que cayó de su túnica y se marchó deprisa y con furia.

Dejó que el bastón se lo llevara el mar, que rodara entre la espuma de las olas.

La cocina del castillo estaba bien iluminada, sobria, casi espectral de tanta limpieza. Conocía las cocinas de Kelmere, por supuesto. De niño, había robado galletas de las bandejas recién horneadas y de muchacho llevaba él mismo las comidas del rey. Conocía los hogares cubiertos de hollín, mujeres bulliciosas, la riqueza de las especias calientes en el aire. Pero allí, los hogares habían sido refregados hasta quedar de pálida piedra y el aire sólo olía a mar. Claramente, ese lugar no había sido utilizado durante un largo tiempo.

Sin embargo, había un caldero ya colocado sobre el fuego. Estaba tan limpio como el resto de los objetos, sin rastros de polvo. Otra contradicción, allí en el castillo de Ione.

Gracias a Dios había un aljibe con agua de lluvia al otro lado de la puerta. Había temido la idea de tener que ir en busca de un pozo.

Vació el contenido de la túnica en el caldero, agregó agua del aljibe, luego se dio cuenta que no había madera.

Aedan tuvo que desplazarse una vez más hacia fuera. La madera flotante se quemó lentamente en el hogar, la humedad de la lluvia y las llamas parecían fundir colores sobre él, pálido, rosa y azul y dorado, mezclados con sal. El humo se ondulaba arriba y alrededor, cegador, pero él permaneció donde estaba, cuidando el fuego, el guiso, revolviéndolo con lentitud con una rama de abedul.

Ione aún no regresaba.

Comió en una vasija dura de arcilla barnizada, apilada con otras en un armario del rincón. Se aseguró de dejar la mitad de lo que preparó. Los restos del fuego ardían en un colorado intenso. Fuera, el cielo comenzó a cambiar. Tomó su vara encorvada y salió a contemplar el atardecer: su segundo día de vigilia en esa isla.

Todavía no aparecía Ione.

Extendió la almenara, agregó gradualmente madera pura la noche, alimentó las llamas que buscaban las aguas. No había puntos de luz que devolvieran su llamado; si había barios allí afuera, permanecerían en una oscuridad tal como el crepúsculo.

Permaneció solo a la luz.

¿Dónde estaba Io?

Finalmente, se cansó de esperar. Aedan terminó el guiso y enjuagó el caldero; arrojó las algas y los caparazones más allá de los escalones de la cocina. Siguió unos serpenteante, pasillos hasta que llegó al gran salón una vez más. Luego, subió con dificultad la escalera principal, hizo una pausa en cada escalón y trató de controlar el dolor.

La luz de la luna llena lo guió, ya que se esparcía dentro de la fortaleza con un vago y helado brillo. En la puerta de su habitación, Aedan se detuvo una vez más, limpió el sudor de su frente y luego terminó su viaje, todo el recorrido hasta el elaborado lecho de madera de Ione donde yacía durmiendo, enroscada debajo de las mantas con un brazo debajo de la cabeza y su hermoso cabello como almohada.

La miró y sintió que algo dentro de él comenzaba a astillarse. Dormía con tanta tranquilidad, su rostro totalmente relajado, totalmente puro. Y perfecta, ninguna mujer era tan perfecta, había vivido lo suficiente como para darse cuenta de ello. Pero de algún modo, como un milagro, esa mujer lo era. Esa mujer que vivía sola, hasta donde él sabía, en una isla encantada, vivía sin defectos ni amigos. Había llegado hasta allí para encontrarla y, ahora que lo había hecho, sólo podía verla dormir, con la lengua atada en silencio. Todo lo que creía como hombre se desvaneció en ese momento. Pero sus creencias giraron y giraron hasta que se encontró a sí mismo allí, enfrentado contra los mitos de su infancia, simples cuentos de hadas.

Ella le había salvado la vida en la profundidad del océano. Sólo podía pensar en una única forma de hacerlo.

El relicario de plata decorado con volutas se había deslizado por la cadena hasta llegar al hoyo de su hombro. Brillaba delante de él como la luna que colgaba en lo alto.

Ione abrió los ojos. No mostró consternación alguna al verlo de pie junto a ella; ni siquiera sorpresa. Sin hablar, se incorporó e hizo a un lado las mantas. El relicario volvió sobre su pecho; no llevaba puesta vestimenta alguna.

—Ven —Ione lo invitó al ver que él no se movía—. Te he perdonado.

—Te vi mientras estaba en el agua —dijo, repentinamente, todavía de pie—. Había sangre entre nosotros y la superficie estaba encima de nosotros.

Ione se llevó el cabello hacia atrás y lo escuchó. Esperó.

—Sobre nosotros —repitió Aedan con énfasis—. Estábamos juntos debajo de las olas, debajo de la tormenta.

—Era más seguro allí.

—Vi… vi… —rió de sus propias palabras y ni siquiera pudo terminar la oración.

Se levantó del lecho con una gracia innata, sin importarle su desnudez al igual que los niños que retozan en los arroyos de su tierra o los druidas en sus ritos paganos. Aedan.

Tomó la mano que lo le ofrecía y la miró, suaves líneas, fuerza flexible. Su piel, pálida como la niebla; y la suya propia, quemada por el sol.

—Te traje comida —dijo Ione—. Pan —agregó ante su callado silencio—. Carne curada. La mayoría estaba bien.

Aedan no le soltó la mano.

—¿De dónde la obtuviste?

—Del barco de la noche pasada.

—¿Cómo?

—Nadé.

—¿Hacia el arrecife?

—Sí.

Se dio cuenta de que le había estado haciendo las preguntas incorrectas; todas las preguntas estaban mal porque sólo importaba una. Se había dado cuenta en ese momento.

Los ojos de lo habían tomado el azul oscuro de la noche, centelleaban de negro delante de él, brillantes. Lo que Aedan vio en ellos le secó la boca y su voz, cuando surgió, fue dolorosa y áspera.

—Ione… ¿Qué eres?

Pareció sorprendida; luego, perpleja. Sus dedos se cerraron sobre los de Aedan.

—Pero pensé que lo sabías. Soy la sirena de Kell.

Capítulo 7

—¿Que eres qué? —preguntó, con suavidad y sorpresa.

—Una sirena —repitió lo, con menos seguridad que antes—. ¿No… no sabías nada acerca de Kell?

Era imposible que no lo supiera. Kell había estado allí desde siempre y su maldición también. Io pensó que todos los seres humanos la conocían. Por Dios, pensó que Aedan lo sabía.

Toda su vida Ione había imaginado las tierras más allá de su isla. No había tenido que ir demasiado lejos para imaginar sus costas; en noches apacibles se acercaba lo suficiente como para oler el humo de las aldeas de los pescadores, para oír el bullicio de los hombres al limpiar las redes de pesca, para espiar por las ventanas de las chozas y ver a las esposas, viudas y niños que clamaban por sus padres.

Los perros ladraban ante su presencia y el viento con su silbido los alejaba para que Ione pudiera reflexionar en medio de las lagunas que se formaban tierra adentro. Ella no lograba comprender a los humanos, y por ello los había perseguido siempre que había podido, para consternación de su madre.

Mantente alejada, le advertía su madre. Mantente alejada, mantente en silencio. No dejes que te vean cuando regreses, Ione. Nunca serás bienvenida, sólo temida.

Y para ella siempre había sido una extraña y aquellos que mas la temían era a los que ayudaba, al alejar su miedo justo en el momento de la muerte.

Por lo tanto, Io nadaba y nadaba, pero nunca guardaba una mirada duradera de la vida humana. Para ella, vivían en un mundo de risa y luz, un lugar prohibido sazonado con misterio. Cultivos. Danzas. Cortejo. Amor.

Io se llevaba de ellos lo que podía. Interesada por todo lo humano, aprendió sus canciones, sus palabras. Los veía cortejar y copular, comer y beber y dormir. Trepaba por las cuerdas de los barcos a medianoche y, escondida, escuchaba los cuentos de los marineros, historias de su raza y de otras, de monstruos y familias y especulaciones sobre el aprovisionamiento de aguamiel. Siempre tenía cuidado de que no la vieran, tal como su madre le había enseñado.

Pero no era suficiente. Io no aprendió lo suficiente como para calmar el dolor que yacía en su ser. No podía entender qué magia tenía la gente de Kell que la isla no poseía. Nunca entendería por qué su padre había abandonado la isla.

Los hombres, según creía, nunca permanecían en un mismo lugar por mucho tiempo. Pero Ione estaba decidida a probar con el suyo.

Esa noche, la luz de la luna esculpía sus facciones; Aedan era lo suficientemente encantador como para pertenecer a su raza, con su cabello negro y sus ojos claros color plata. Su rostro brillaba con la dureza de la piedra; sus cejas, arqueadas con una elegante expresión de reproche. Con sus trenzas y cuentas era exótico, oscuro, extraordinariamente atractivo. Podría haber sido uno de los dioses, en pose y con la palma de la mano sobre ella. Un dios de piedra, pero muy cálido.

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