La última sirena – Shana Abe

Examinó aquel rostro tranquilo, luego se acercó y rozó su mejilla con los dedos.

Los ojos de Aedan se abrieron.

—Te ahogas con demasiada facilidad, escocés —dijo Io. Emitió un sonido que fue casi un quejido y se sentó rodeado de nubes y estrellas.

—Lo sé.

La tormenta se había ido hacia el mar, había dejado la isla de Kell, brillante en su despertar. Ione enterró sus dedos en la arena y sintió la emoción de la isla que ardía en sus entrañas. Vida con vida, sangre con sangre y había regresado a su hogar…

—¡Ione! —Aedan la tenía junto a sus hombros—. Tu herida…

—Mejor ahora. —Se puso de pie, caminó con dificultad, se quitó el vestido humano y lo arrojó a las olas—. Me siento mucho mejor ahora.

Aedan se puso de pie también, con mayor firmeza que ella e Io se acercó, lo abrazó y lo besó. Ay, era sal y mar y una maravillosa esperanza.

—¿Realmente me amas, escocés?

—¿Oíste eso? —Su voz fue suave; había enterrado su rostro en el cabello de Ione.

—Sí. Bien… ¿me amas?

—Salté al maldito océano por ti en medio de una tempestad. No hago eso por una mujer que no amo.

—Una tempestad —dijo en broma—. Apenas una lluvia de primavera.

—Un chubasco. Un maldito vendaval.

—Dilo de nuevo.

—Te amo. —Levantó la cabeza—. Te amo, sirena de Kell.

Ione lo llevó hacia el suelo donde se unieron y no importó si el viento o la lluvia o el mar arrasaban con ellos; prepararon su propio calor, su propio lugar en la arena, anidados en la dulce seguridad de la isla.

Más tarde, contemplaron el luminoso cielo, un amanecer que florecía con un color topacio y rosado en el horizonte.

—¿Qué sucederá ahora? —preguntó lo, acunada en los brazos de Aedan.

—Ahora —dijo Aedan mientras se volvía para mirarla—, iremos a tu castillo, donde hay una habitación con un lecho cómodo según recuerdo…

Ione lo apartó.

—No. Me refería a qué sucederá ahora con nosotros, su majestad.

—Ah. —Se relajó sobre su espalda y colocó los brazos detrás de su cabeza—. Vendrán por mí. Algún día.

—Algún día pronto.

—Quizás.

—¿Te irás? —preguntó, con firmeza.

Aedan contempló las nubes en el cielo, en silencio.

—Entiendo. Lo sé. Tú eres el rey.

Las manos de Aedan buscaron las de Ione.

—Y tú eres mi amor.

El sol se elevó, calentó la tierra con sus rayos que se esparcían y encendían la espuma. Io volvió su rostro al hombro de Aedan.

—¿Volverás? —preguntó con una voz más pequeña.

Aedan se inclinó para colocar la mano sobre el abdomen y roció arena sobre la piel como si fuera oro en polvo.

—Cada día, cada semana, cada momento que Dios me otorgue, te doy mi palabra: tú tienes mi corazón y mucho más.

Ione levantó su mirada una vez más y sonrió.

—Tengo tu alma.

—Amada sirena. —La miró con ojos de lobo encendidos, sus labios con una mueca de una sensual promesa. —Tú me tienes por entero.

Epílogo

Dio a luz a su hija en el calmo mar azul, debajo del cielo de medianoche y un entramado de estrellas. Los delfines danzaron y cantaron sus felicitaciones para ella y la luna sonrió con su sonrisa adormilada y proyectó una bendición color plata sobre las olas.

El rey Aedan en su bote tomó al bebé en brazos, maravillado y lo elevó hacia el jubiloso cielo.

LIBRO DOS: EL HEROE

Prólogo

Era un hombre de mar, no de tierra.

Kell pasó su vida en el océano irisado, con el viento en la sonrisa. Un niño de sol, hermano de las olas. Competía con los delfines y las ballenas; perseguía historias de tiburones gigantescos y calamares fantásticos. Y peces, por supuesto. Siempre los peces, que resplandecían y brillaban en las aguas alrededor de él como arena viva, como piedra líquida, que latían justo debajo de la superficie cristalina del mar.

Acudían a él cuando los llamaba, cuando cantaba su canción de marinero y cuando lanzaba sus redes y los subía hasta él, mil colas plateadas que golpeaban a la vez en el fondo de su bote.

Algunos días sólo se dejaba llevar a un lado tras la estela de una galera distante, con cuidado de permanecer detrás, observando los remos de los esclavos levantarse y gotear y punzar el agua otra vez.

Qué triste, pensaba Kell, estar tan cerca del mar y nunca tocarlo de verdad.

De vuelta en el puerto siempre añoraba el agua, la paz que lo colmaba allí. Si hubiera podido, habría navegado por siempre, hasta el mismísimo confín del mundo.

Pero Kell era un pescador. Su trabajo alimentaba a su pueblo y estaba orgulloso de eso. Otros hombres pescaban, sí, pero ninguno tan bien como él. Por ello hacía su trabajo y volvía a casa cuando debía, desparramaba la generosidad del mar para su gente, aceptaba sus halagos mientras sentía una pena secreta por aquellos que nunca dejaban la tierra. Caminaba de un lado a otro y pensaba hasta que llegaba el momento de navegar otra vez.

Se rumoreaba, él lo sabía, que no era del todo mortal, que su madre había conocido al dios del mar, que era un hijo privilegiado. Tal vez era verdad. Su madre nunca lo dijo.

Mortal o no, las jóvenes del pueblo le ofrecían sonrisas, se levantaban las faldas, lo cautivaban con halagos y miradas de pestañas largas. Kell entregaba lo que conseguía, disfrutaba de sus bonitas palabras, sus agradables cuerpos dispuestos y manos ansiosas.

Sin embargo, el océano siempre lo atraía y Kell siempre le obedecía.

No amaba a su vida tanto como ansiaba a éste. Vivía para el mar y creía que algún día moriría por él, tal como lo hicieron todos los hombres de su familia. Con seguridad, no habría mayor placer que entregar su vida al amor que más quería.

Creía entender su destino y se contentaba con eso.

Pero entonces… llegó la tormenta.

Conocía las tormentas. Sobrevivía a ellas, les gritaba, se reía de su ira color púrpura y de su furia que empujaba. Las tormentas no podían hacerle daño.

Esta era diferente. La sintió horas antes, el dolor penetrante en el aire, el agitado centro verduzco de las nubes. Para entonces estaba demasiado lejos como para volver a la costa, por lo que Kell hizo lo que siempre hacía. Se acomodó en lo bajo y se preparó para capearla.

No había risas esta vez. Lo supo en sus huesos: esta vez, ganaría la tormenta.

Horas más tarde, días más tarde (semanas o meses, no podía determinarlo) terminó. Flotaba solo en su hermoso mar… ahora un mar apacible, dulce y llano… sobre lo que quedaba de su bote… tres tablas y medio remo… sin agua. Sin peces, ni comida. Sin esperanzas.

El sol lo miraba fijamente, sin parpadear. Las corrientes succionaban con suavidad sus piernas. En ese momento, el joven Kell se rindió ante la muerte deslizándose de su bote devastado en los brazos del mar que lo esperaba…

…no del mar, no. Los brazos de una mujer. La mujer más bonita que había visto, con un brillo de sal en las mejillas, cabello dorado, una sonrisa fría, fría. Y sus ojos, sus ojos del azul más profundo, el corazón de la tormenta revivía.

Decía palabras que sólo oía levemente, mareado por el encanto de ella y la cadencia de su vida que se desvanecía.

Bello joven. ¿Deseas que te salve? ¿Deseas vivir?

—dijo con voz ronca.

Tiene un precio —dijo ella—. Sé mío, sólo mío. Vive conmigo, mi mano, mi corazón. Tu alma. Siempre y por siempre.

—logró articular otra vez.

Tu palabra. —Presionó la palma de la mano de él contra el extraño relicario en su pecho—. Dámela.

Su corazón latía con fuerza contra él. Su piel se sentía como el fuego del invierno.

Te doy mi palabra, milady.

Entonces, estás en casa.

Y lo llevó a un lugar de ensueño. Era una isla como ninguna otra, de colores brillantes, vida abundante, flores exuberantes, vides y criaturas mansas, pájaros que volaban y no posaban en su dedo si lo deseaba. Era una tierra que nunca antes había conocido, suave y generosa, cálida como un útero materno, fértil, amable.

Y ella. Su esposa.

Era la extensión de él: no un semidiós sino una diosa completa, magnífica, temible. Una sirena. No era una mujer, ni un pez, sino ambas cosas maravillosas, su propia cola plateada, pechos redondeados, voz deliciosa.

Kell se dio cuenta de que mientras él sólo saltaba de un lado a otro de las olas, ella las poseía, se convertía en ellas. Admiraba su manera de nadar y de caminar. En tierra bailaba con él con la música que hacían juntos, melodías simples que tarareaban entre los labios cerrados hasta que caían en risas y besos.

Lo mantenía cerca de todas las maneras posibles. Guardó su promesa en ese relicario de plata reluciente, en un collar que nunca se quitaba.

Construyeron un hogar juntos, de a una piedra por vez. Un palacio, un lugar para ellos y sus hijos, seguro, fuerte y teñido de su magia.

Ah, era afortunado. Ah, era feliz.

La tenía por la noche, después de que regresaba del agua. Húmeda o seca, la abrazaba junto a él, la cabeza sobre su corazón, el cabello era un derrame de oro contra su piel oscura. La oía respirar mientras dormía, un brazo pálido echado sobre él, inquieto, como si ella aún pudiera irse nadando.

La amaba tanto que sentía delirar, completo y vacío. La ansiaba, la necesitaba, incluso mientras dormía en sus brazos.

Nunca supo que podría estar de esta manera con otra. Nunca supo que podía amar a otra además de al mar.

Por un tiempo (un tiempo largo, largo) Kell ni siquiera extrañaba el agua. Estaba satisfecho con su esposa. Estaba ahogado en ella y la idea de dejarla, a sus hijos y a su refugio, se encontraba fuera de su lógica.

No obstante el mar era un susurro constante en su oído.

Y finalmente una noche, en la oscuridad silenciosa, Kell comenzó a escuchar.

¿Por qué —suspiró el mar— me abandonaste? ¿Por qué moras en tierra, hijo mío?

Y comenzó a ver aquellas cosas que no había visto antes: que estaba en una isla, que estaba atrapado en la arena, sin retorno a las rápidas aguas abiertas.

Recuerda —murmuró el mar—. Recuerda cómo te serví y te hice completo…

Y él recordó, sentimientos que no había tenido en una eternidad, la soledad resplandeciente de las olas, la gloria del cielo, amo de su alma.

¡Ay! Ahora estas perdido para mí.

No. No, no estaba perdido. Estaba en casa. Tenía su esposa aquí, tenía a sus hijos e hijas y el castillo. Tenía pájaros, flores y vides.

¡Ay! Hijo mío…

Kell comenzó a soñar. Soñaba con su juventud, con las doncellas del pueblo, los peces que se retorcían atrapados en sus redes. Soñaba con navegar hacia el puerto para alegría de su gente, un héroe para todos, admirado e indomable.

Su esposa sirena dormía, su rostro perfecto nunca cambiaba, su cuerpo perfecto siempre presionado contra el suyo y él se sentía… atrapado.

Ella lo sabía. Lo sabía y no lo liberaba. Cuando le hablaba sobre esto, ella se apartaba. Se sacudía el cabello brillante y dejaba la isla, volvía a su océano con sus hijos que la seguían detrás, lo dejaban sólo en tierra, furioso, indefenso.

La extrañaba. Los extrañaba a todos. Y cuando ella volvía (siempre volvía) le traía noticias de su viejo hogar: hambre, guerra, devastación. Plagas, invasores e incendios forestales. Pero nunca sabía si algo de eso era real. Nunca sabía si debía confiar en ella, si era verdad o era un truco. Eso lo enloquecía, el no saber.

Hijo mío —lloraba el mar.

Una noche no pudo soportarlo más. Mientras su esposa dormía, se inclinó, casi sin pensarlo, y rompió la cadena de su cuello, la que lo ataba a ella.

En un instante sintió el poder de lo que había hecho, el peligro, una liberación embriagadora. Había roto más que una cadena de plata. Había roto su juramento. Su corazón saltaba y se detenía y volvía a saltar.

Los ojos de ella se abrieron, su mano se levantó.

Con rapidez, antes de que pudiera tocarlo, antes de que pudiera detenerlo, él abrió el relicario. Ella gritó. Fue un sollozo fatal.

Kell sintió que la respiración dejaba su cuerpo. Se sintió caer, caer y ahora se daba cuenta (ay, demasiado tarde) de que había roto demasiado. Había roto el bravío corazón de la sirena…

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