La última sirena – Shana Abe

Ione emitió un sonido de fastidio mientras pateaba la arena. A través de la neblina Aedan la miró, paciencia de piedra y una firme decisión. No lo conmovería, no de ese modo.

—¿No lo comprendes? Llegaste a la isla. Caminaste por sus costas. Kell no te dejará ir ahora; perteneces a ella, al igual que yo. La maldición llegó a ti también. Si te vas… si intentas irte, morirás.

—Conozco la historia. Me arriesgaré.

—Morirás —repitió, sin consuelo.

Su rostro se tornó dócil.

—Ione… mi pueblo vive en estas islas, al igual que tú. No queremos enemigos, pero los tenemos de todos modos, y cualquiera de ellos robaría nuestros hogares si pudiera. Lo intentan, casi todos los días. Es lo que me sucedió a mí, cómo llegué aquí. Me atacaron y me abandonaron para que muriera.

—Entonces quizás sea mejor que sigas muerto. Deja que los demás peleen la guerra.

Por alguna razón, Ione se ganó una sonrisa, una leve mueca de su boca, sin alegría.

—Soy un príncipe. Creo que nunca te he dicho esto, pero es así.

—Un príncipe —repitió, con el ceño fruncido.

—Significa soberano. Aquel que comanda.

—Conozco el término, escocés.

—Entonces conoces mis responsabilidades también. Mi padre gobierna ahora, pero es anciano y está cansado. Mi hogar se llama Kelmere, mi reino está formado por la cadena de islas que rodean tu isla. Juré protegerlo con mi vida. No traicionaré mi promesa. En verdad, preferiría estar muerto que faltar a mi palabra.

—En verdad lo estarás. La maldición te matará antes de que llegues a tu guerra.

—Entonces, que así sea.

Ione se interpuso en su camino, delante del remo.

—Deja que este lugar sea tu hogar. Deja que este lugar…

Tomó el rostro de Ione entre sus manos y lo colocó sobre su corazón.

—…sea tu hogar.

—Ione. —No fue su imaginación, el hambre detrás de su nombre. Aedan la miró, cabello negro despeinado y ojos del color del día, la palma de su mano, una cálida presión contra el frío.

—Por favor, quédate —murmuró.

Entrelazó los dedos con los de Ione. Por un instante, la llama se encendió en ella… pero los ojos color plata de Aedan tenían una respuesta diferente, inquebrantable, testadura.

Io lo alejó de ella.

—No sobrevivirás con eso.—Y señaló hacia los restos de madera—. La quilla está deformada. El timón está partido. Mitad del casco está podrido.

Aedan no se enojó ante su rencor.

—Entonces, ayúdame —dijo, todavía calmado—. Ayúdame a que quede bien.

Ione dio un paso atrás, hacia la envolvente neblina.

—No creo. Húndete si así lo quieres, escocés. No ayudo a los tontos.

—Mi pueblo me necesita, Ione.

—Yo te necesito.

—¿Tú? —La sonrisa de Aedan reapareció, más desapacible que antes—. No puedo imaginar que necesites a alguien. Nunca conocí a una persona más capaz que tú. —Se volvió para contemplar el mar, tan sólo una fuerte corriente más allá de la niebla. Ione apenas oyó las palabras siguientes de Aedan, que fueron demasiado silenciosas—. Pero ellos estarán perdidos sin mí.

Las olas se elevaban y rompían. El cielo se volvió peltre, de un gris triste y lacrimoso.

—No te ayudaré para que te vayas —dijo—. No te ayudaré a que destruyas tu vida.

—Bien —respondió Aedan, de modo sereno—. Entonces, no lo hagas. Navegaré el bote yo mismo.

Aedan tomó asiento nuevamente, tomó el remo y la soga; una vez más, concentrado en su trabajo.

* * * * *

La neblina cubrió el Reino de las Islas durante toda la semana, una niebla espesa y asfixiante que rodaba y se hundía entre las tierras y enceguecía a jefes y gansos por igual. En Kelmere, las antorchas estuvieron encendidas día y noche, los caballos caían en los barrancos y dos niños se perdieron en el veloz río. Los hombres maldecían y seguían adelante; las ovejas en los corrales emitían un balido triste, extrañaban el pasto fresco y los tréboles. Incluso la fortaleza no era inmune a la neblina. Trepaba e iba más allá de las ventanas y las puertas, se perdía por los postigos y las rajaduras y la paja destrozada. Se enredaba en las alcobas y los pasillos y se desvanecía solamente en las entrañas de la fortaleza, donde la oscuridad nunca se echaba atrás.

Los barcos llegaban tarde al puerto. Los viajes se posponían.

Todos los viajes, excepto uno, al menos.

Sobre la laja del patio central se oía el inconfundible sonido de los soldados que marchaban; el paso inquieto de los caballos y el crujir del cuero. A un lado del muro del granero, una mujer tejedora abrazó a su joven hija contra la piedra, para mantenerse ambas a salvo en la blanca oscuridad.

—¿Qué sucede, mamá? —preguntó la niña mientras intentaba ver a través de la neblina.

—Sajones —respondió la madre y luego hizo algo que nunca había hecho: escupió el suelo—. La reina nos ha traído a los sajones.

—¿Por qué?

Otra mujer que se encontraba cerca respondió con un murmullo rasposo.

—Por venganza, pequeña. Venganza contra los pictos, por la muerte de nuestro príncipe.

Y la otra mujer también escupió.

* * * * *

Aedan la llevaría con él. Todavía no sabía bien cómo la convencería, pero su deseo de dejar Kell era igualado sólo por su deseo de estar con Ione, dos demandas inmediatas y opuestas que necesitaban ser satisfechas. Lo carcomían y lo tironeaban, siempre presentes en sus agitados pensamientos. ¿Cómo podría llevársela? ¿Cómo no podría hacerlo?

¿Cómo explicarle sobre ella a Morag, a su padre y a Caliese…? Diablos… ¿Cómo explicárselo a todos?

Estaba embriagado de ella, de su deseo por ella y admiración y necesidad. Miraba en sus ojos y veía toda su vida en ese instante, lo que sería.

Lo que quizás sería.

Era una locura, era irracional; no intentó encontrarle un sentido. Una parte de él sabía que había estado solo demasiado tiempo. Días y noches navegando, en guerra o en paz, visitando granjas y aldeas y los puntos más extremos del reino… Días y noches que se habían convertido con rapidez en años. No se había dado cuenta hasta que la encontró; qué solitario se había vuelto, un hombre lleno de obligaciones, de honor y guerra, pero nada más.

Toda su vida antes de Kell parecía teñida de gris. Sólo Ione brillaba, era un arco iris delante de él, fuera de su alcance.

No la dejaría. Aedan no lo permitiría, sin importar lo que Ione dijera. Encontraría la forma para manejarlo, para suavizar su temperamento y llevarla junto a él, destruir la maldición y atraer a la sirena a tierra firme. Sí, de algún modo… encontraría la forma.

Pensó que quizás estuviese embrujado. Pensó que las nubes de las islas se habrían convertido en lazos invisibles, que lo ataban a ella, que ataban su mente, su corazón y su alma a ella.

Y por todo su pasado de gloria e infamia, el Príncipe Aedan no intentaría romper esos lazos. Estaba atado con fuerza, como un huso a una rueca de hilar. Su destino estaba atado a ella con tanta fuerza que él nunca, nunca volvería a ser libre.

Aedan no quería ser libre de nuevo.

* * * * *

Ione podría destruir su barco. Sería en verdad muy fácil: planchas de madera frágiles, cáñamo hecho trizas, estacas de madera por todas partes. Lo podría hacer pedazos una vez más, en tantas piezas que nunca pudiera volver a armar el rompecabezas y él se quedaría y se quedaría, como ella deseaba. Ione lo tomaba como un juego loco que podían jugar por siempre; día tras día él construiría, y cada noche ella lo destruiría. Y entre una cosa y otra… harían una tregua y estarían juntos y se amarían.

Podría hacerlo, lo sabía.

Pero en cambio, Io dejó a Aedan en su juego, nado con ferocidad mientras Aedan trabajaba. Se zambullía y aparecía en la superficie, giraba y se retorcía e intentaba superar su angustia. Nadó hasta que no pudo hacerlo más y cada noche se arrastraba hasta la costa, al lecho de Aedan, donde la había tomado entre sus brazos y la había acariciado y saboreado hasta que la sal del mar se había mezclado en la pasión que los unía. Hasta que ella se pudo hundir, exhausta, en una ciega inconsciencia.

Cada mañana, Aedan iba a la playa una vez más y ella al mar. Y así pasó una semana. Dos.

Tres.

Los árboles comenzaron a dejar el color verde para tornarse un escarlata matizado. Aedan se quitó las tablillas y sólo se ayudó con el bastón. Y su pequeño y deplorable bote se volvió más y más sólido, y el abismo entre ellos más y más grande. Io sentía que todo lo que veía se encontraba a una gran distancia, un hombre en una isla, decidido a partir. Una sirena que se ahogaba de angustia, que carecía de las palabras justas para mantenerlo a su lado.

En verdad, en esos últimos días, no tenía palabras. No le podía hablar. No parecía importarle a Aedan o ni siquiera darse cuenta de ello. En la noche, en el crepúsculo, todo lo que Aedan pronunciaba era su nombre y la misma demanda de antes: «Ven conmigo, ven, ven».

Io sólo podía cerrar los ojos, negar con la cabeza, llena de pensamientos imposibles.

Sin embargo, Aedan siguió intentándolo. A menudo, Ione se despertaba y lo veía en la ventana, mientras contemplaba las olas y su imaginado hogar. Cuando se volvía para mirarla, su rostro era siempre el mismo: arrugado y lúgubre, buenos recuerdos en sus ojos.

Aedan no estaba con ella entonces. Ya había regresado a su reino, vivía una vida que ella nunca podría abrazar. Lloraba por un hombre que ya se había ido.

Llegó el día en que el bote estuvo terminado. Ione supo, sin preguntar, que estaba listo; estaba diferente cuando se acercó a él esa noche. Estaba frío, distante, incluso cuando ella se le acercó. Cuando Aedan la acarició, se sintió herida… Era una ilusión, por supuesto, pero una contundente. Lucharon en el lecho con almohadones, una batalla silenciosa de besos, de respiraciones entrecortadas y perdidas, un deseo formidable. Aedan se movió para conquistarla e Ione se resistió, inmóvil debajo de él, peleó hasta que no tuvo otra opción que defenderse, tomar lo que quería. A Ione no le importó si lo lastimaba o si Aedan la lastimaba a ella. Lo aceptó y luego pronunció su nombre en sollozos cuando Aedan la penetró, la represa en su corazón se quebró.

Luego, permanecieron entre las sábanas plegadas, con una respiración entrecortada relajada. Fuera, el océano rugió.

—Mañana —dijo Aedan, sin mirarla.

—Lo sé.

Aedan se movió.

—Ione…

—No me lo preguntes otra vez.

—Ya no te lo pregunto. Te lo ordeno. Vendrás conmigo.

—¿Orden? —repitió con un tono de voz peligroso.

Aedan se inclinó para mirarla. Había un farol cerca del lecho, una luz pálida y ondulante que danzaba sobre él en ese instante y derramaba oro sobre su rostro. Debajo de sus párpados cerrados, sus ojos ardieron, quietos y profundos, en contraste con la titubeante llama.

—Soy el príncipe de estas islas, ya te he dicho. De todas estas islas, incluida Kell. Eso significa que eres mi vasalla. —Colocó su mano sobre uno de los senos de Ione, un movimiento firme y posesivo—. Estoy seguro de que conoces esa ley.

—Las leyes de los hombres —dijo con desprecio, muy suavemente. Pero no se alejó de su caricia.

—La ley del hombre y la naturaleza. Existe una jerarquía, Ione. Tú perteneces a ella como el resto de nosotros.

—Presumes demasiado, escocés. —Tú no tienes idea de lo que presumo, sirena. Se deslizó sobre ella, su cuerpo la cubría, pesado, dominante—. Si alguien pertenece a la naturaleza, ésa eres tú. La naturaleza tiene reglas; el hombre tan sólo las ha copiado.

Inclinó la cabeza para besarla, cruel como antes, doloroso, sus dientes clavados sobre sus labios, la pellizcaban.

—Quiero que vengas conmigo. Te lo ordeno. Y tú debes obedecerme.

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