La última sirena – Shana Abe

La voz de Finlay resonaba cada vez más lejana.

—¿Lo ve, milady? ¿Las ruinas de la sirena allí, entre los árboles?

—Sí—dijo ella, débil—. La veo.

—En las noches oscuras se dice que el heredero de la sirena baja de su hogar de antaño y ofrece muerte y tragedia a cualquiera que traspasa sus aguas. Espera en el fondo del mar, sin comer, beber ni dormir. Sólo observa y espera a aquellos que se atreven a arriesgarse ante su ira.

Lina pareció despertar de un hechizo con un leve movimiento de cabeza.

—¿Espera…?

—Sí, para defender a Kell.

—¿La sirena?

—No la primera, milady. Su heredero. Siempre ha habido un heredero. Siempre ha habido sangre de sirena aquí.

Ella se colocó una mano sobre el pecho, como si quisiera resguardar sus propios latidos del corazón.

—Pero, usted dijo… el heredero ahora… ¿es un hombre?

—Sí, así dicen.

De pronto Adelina se puso muy blanca; Ronan intentó cogerla pero don Pío ya la tenía primero.

—Lina…

—¿Qué sucede? Mi niña, ¿te sientes mal?

Ella apretó los labios y giró la cabeza, miró en dirección recta hacia Ronan, piel blanca y ojos verde pálido, belleza y claridad y un alma como la brillante verdad ardiente.

Él pensaba, conmocionado: Lo sabe.

—Entra. —Don Pío comenzó a apresurarla a empujones—. Vamos, querida. Me temo que hace muchísimo que no comes. Estoy seguro de que el conde tiene algo bueno de comer a mano…

Ronan los miraba marcharse juntos. Sentía que sus pies se convertían en plomo y le impedían moverse, caminar tras ella y tocarla, y volver a ver aquellos ojos.

Finlay estaba de pie a su lado con la pelirroja cabellera al viento.

—No le sentó bien la historia —observó. No. No le sentó bien.

* * * * *

No volvería a mirarlo.

Leila mantuvo la mirada sobre el plato, sobre el salmón ahumado y las alcaparras y los huevos a medio hacer, el té caliente con trozos de hojas arremolinadas en el fondo de la taza. En el mantel. En sus propias manos.

No levantaría su mirada hacia él.

Sin embargo, él la miraba fijamente; lo sentía, como una púa en la parte posterior del cuello, una percepción insoportable que no disminuía. Ella observaba que sus manos se movían al servir leche de una jarra de plata en su té. Lo levantó, dio un sorbo. Lo bajó otra vez.

No había comida ni bebida delante del conde. Lo sabía sin mirar.

No podía ser. No podía. Ella enloquecía con sólo pensar…

—¿Cómo te sientes, niña? —preguntó Che, sentado a su lado.

—Mucho mejor.

—Come. —Che la alentaba—. Prueba los arenques, Adelina. Son excelentes.

—Don Pío —dijo el conde con voz pausada—, estamos solo a horas de Kelmere. Tal vez sería mejor si usted y doña Adelina vinieran con nosotros hasta nuestro propio puerto.

Leila levantó la vista, quedó atrapada instantáneamente en la mirada oscura del conde.

—Hasta que decidan dónde más irán —continuó con suavidad—. Serán muy bienvenidos en mi casa. Tómense un día… o dos. Y el Lyre permanecerá a su disposición. Por supuesto.

—Una sugerencia admirable. —Che cortaba el pescado. Ni un indicio de nerviosismo lo traicionó ante ese ofrecimiento; era una ciruela que aterrizaba directamente en su regazo—. Se lo agradecemos, señor.

—Es un placer —respondió el conde, y le dedicó a ella una sonrisa que sólo podía describirse como inquietante, una curva firme de su boca.

Ella lo vio y recordó el océano negro. Lo vio y pensó: ¿Cómo puede ser?

Era irrisorio. Absurdo. Era tan ridículo como una joven que podía leer corazones a través de su tacto.

Y su don no mentía.

Había encontrado la isla de las visiones que tuvo de él. Había sido testigo de las gárgolas, el castillo y la ensenada. En su mente había visto el fondo del mar y el cielo brillante de agua por encima.

…no podía comer, ni beber, ni dormir…

Era apuesto y capaz, de manera tan misteriosa. Se suponía que fuera anciano y no lo era; se suponía que fuera cruel pero la había besado con un débil encanto. Siempre había olido a mar, había sabido a mar, había sido del mar. Y la noche anterior, allí fuera, cerca de su misteriosa isla embrujada, había nadado en él. Apostaba su vida en eso.

Heredero de una sirena.

El conde nunca la perdía de vista. Con su suave acento relajado, dijo:

—Estoy seguro de que milady encontrará que Kelmere es tan interesante como Kell. Mientras tanto, tal vez podamos convencer a Finlay de que le cuente algunas… historias familiares menos inquietantes.

Entonces supo que él había descifrado sus pensamientos. Que sabía lo que ella sabía.

Leila arrojó la servilleta a un lado y se puso de pie.

—Discúlpenme. Creo que debo descansar un poco.

Ella ya había salido del camarote cuando los hombres aún se ponían de pie.

* * * * *

Lanzó todas sus posesiones en el baúl abierto. No había mucho para empacar: algunos cosméticos, cepillos, ropa interior y el estilete de más que había colocado debajo de la almohada. El frasco de cristal del polvo aterrizó contra algo con un tintineo agudo y antes de que pudiera moverse, una nube de color blanco perfumado se levantó y se dispersó, se posó como ceniza sobre todo lo que había cerca. Leila tosía y agitaba las manos de un lado a otro. De todos modos, se arrodilló para cerrar el baúl.

—Ahora sé por qué siempre huele a violetas.

Inhaló con mucha rapidez y tosió otra vez, levantó la mirada y lo vio del otro lado del polvo: Lord Kell, se parecía mucho más a la primera vez que lo había visto en el baile del duque, sombrío y absorto, inclinado delante de la puerta cerrada con los brazos cruzados. Un príncipe pintado de dorado.

—Tengo una llave —explicó con cuidado mientras sus ojos volaban hasta el picaporte de la puerta—. Es mi barco, Lina. Tengo todas las llaves.

—No me llame así.

—¿Cómo? ¿Lina? —pronunció su nombre como si fuera música, un conjuro, algo que la detenía en el lugar entre sus pertenencias y el brillo que se cernía del costoso polvo francés. Y funcionó; no podía moverse. No podía correr ni esconderse ni obligarlo a retirarse. Sólo permaneció allí, de rodillas, con las manos aplanadas sobre las tiras desabrochadas del baúl. La bruma de color blanco iba desvaneciéndose entre ellos.

La observaba sólo con una pequeña inclinación de cabeza. Sus ojos tenían esa mirada soñolienta, suave pero insensible a la vez, zafiro azul bajo pestañas doradas.

El corazón de ella saltaba ensordecido en su pecho. Sentía gusto a flores en la lengua.

—Venga conmigo —dijo él, y una vez más fue como si hubiera tejido un hechizo a su alrededor. Ella pensaba decir no pero se encontró asintiendo al ponerse de pie. Sacudió las manos para quitarse el polvo y él abrió la puerta.

El pasillo estaba oscuro. No fueron en la dirección que Conocía sino para el lado contrario, hacia la oscuridad y los pabilos sin iluminación. El vestíbulo era demasiado angosto para caminar uno al lado del otro por lo que ella lo seguía en silencio, miraba su espalda. ¿Por qué no se marchaba? ¿Por qué no daba la vuelta?

El abrió una puerta (una despensa, barriles y bolsas repletas de cereales, granos de trigo dispersos a sus pies) y luego otra, con luz de día que bajaba hasta ellos y una escalera para subir. Él iba primero y se dio la vuelta para tomarla de la mano…

…mar hambriento, frío, frío…

…y ella tomó su mantilla y sus faldas para subir por los peldaños con cuidado, clavando los tacones.

Salieron a una pequeña cubierta inferior que no había visto antes. Estaban en la parte trasera del barco. El agua cortaba olas extensas detrás de ellos. Dejaban una estela verde azulada que podía seguir por millas.

Estaban solos. Nadie podía verlos allí.

—Dígame —dijo el conde—. ¿Qué pensó de Kell?

Leila recuperó la voz, tan fina como era.

—Sus dioses son aterradores.

Él sonrió con extrañeza.

—No todos —dijo y levanto la mano de ella hasta sus labios rozando un beso en la yema de sus dedos. Ella sintió presión y aliento y tal vez era por lo que tanto temía: no podía leer sus pensamientos por completo.

—Somos una familia antigua —dijo y bajó la mano mientras la observaba y le acariciaba la piel con el dedo pulgar— Y todas las familias tienen secretos. ¿No está de acuerdo?

Leila asintió y tragó saliva.

—¿Tiene algún secreto, Adelina?

No.

No podía decirlo. Lo intentó y sólo se movieron sus labios.

El levantó la otra mano para extender sus dedos por sus mejillas. Le lanzó una mirada que hizo que su garganta se cerrara. Ella sentía callos, la piel fría. Ardía.

—Sí, todos tenemos secretos —murmuró él y sólo con ese simple roce llevó su rostro hasta el suyo, un beso fugaz—. Quizás podríamos guardar los nuestros, el uno con el otro.

No.

No obstante, si él podía leer sus pensamientos, en ese momento no le importaba; después de un instante de duda, el beso se profundizó de manera abrupta y el ardor se convirtió en una explosión, una rueda de luz detrás de sus ojos. La rodeó con sus brazos y su lengua encontró la de ella, avance, retroceso, su cuerpo firme como el hierro, y casi tan frío. Estaba atrapada y arqueada por la fuerza de su deseo. Una mano acunaba la nuca de ella y la otra se afirmaba en su cintura. No hubo nada lánguido en ese beso; era poder, fuerza, un placer doloroso. El no mostraba piedad. La sostenía y la quemaba con su boca una y otra vez. Le quitaba el aire de los pulmones; su vida, dentro de él.

Leila puso la palma de sus manos sobre sus hombros y apretó los dedos en su manta. No quería besarlo. Ay, no quería que se detuviera.

Cuando se sintió débil y mareada y sus rodillas ya no podían sostenerla, cuando pensó que podría morir de éxtasis y temor… él lo terminó. Dio un paso hacia atrás con cuidado.

Aun la sostenía. Se desprendió una chispa de algo que inquietó su mirada. Permanecieron de esa manera durante un largo tiempo. Jadeaban juntos. El viento reflejaba oro en el cabello de Ronan que llevaba sujeto en una coleta y hacía ondear las faldas de ella hacia el mar.

—Cuénteme de su esposo —espetó.

Leila negó con la cabeza.

Su mano se tensó en el cabello de ella.

—Lina.

—Amable —logró decir ella con la voz quebrada. Sentía lágrimas que se reunían en una vergüenza caliente y amenazante—. De buen corazón.

—¿La ama?

—Sí. —Sin embargo, sonaba falso, incluso para ella.

—La dejó marcharse —dijo el conde, severo—. Dejó que se marchara de España y de él.

—Sólo para encontrar…

—Sí, un hogar. Una cabaña. Cristo. —La soltó sin advertirle, se dio la vuelta y frunció el ceño hacia el agua—. Podría haber ido a cualquier otro lugar en Europa, pero fue a Londres. Para asistir a bailes y… conocer…

No terminaba su oración y poco a poco, desistió de hacerlo. Ella observaba la transformación que llegaba a su rostro. Una comprensión gradual, su expresión se levantaba y despertaba para convertirse en una brusca contención.

Pensó que había estado en peligro antes. Volvió a mirarla y ella vio que un demonio se despertaba.

—Aquella noche que nos conocimos, en el jardín de Covenford. ¿De quién hablaba?

—¿Cómo? —Intentó poner inocencia en sus palabras, desconcierto, pero sólo fue un susurro ahogado.

—La encontré y usted dijo: «No vino». Aun aunque pensara que yo era Don Pío, su esposo estaba en España. Así que ¿quién era… quién «no vino»?

Ella no podía respirar, no podía hablar. Una sola lágrima cayó del rabillo de su ojo.

Comprendió su silencio. Dios la salve, se daba cuenta que comprendía.

—El baile —dijo él, bajo y aterrador—. Y estaba en la cafetería. Y en la calle camino a Ayr. Usted estaba… siempre donde estaba yo.

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