La última sirena – Shana Abe

El fuego saltaba y parpadeaba. El aroma de la leche le provocaba un leve mareo.

—Se vuelve cada vez peor —dijo Che—. No hablas sobre eso, pero lo sé.

Leila tamborileaba las uñas contra la taza.

—Puedo manejarlo.

—Efectivamente. La última vez, con el señor, estuviste en cama por dos días.

No tenía una respuesta preparada para eso. Era verdad; pasó una semana, en un momento cuidadosamente ensayado, ella había rozado a Don Camilo en la calle, y había sido como beber el veneno de Che. La había enfermado, peor que nunca. Se sentía muy mal, débil y sin aire. Che había tenido que ayudarla a volver al coche; apenas lo recordaba. Incluso esta noche la afectaba. El instante en el que su mano se puso en contacto con su rostro se sintió tan enferma que apenas podía moverse.

Sin embargo, siempre era así con los malvados. Veneno.

Un toque veloz, un momento eterno. Ella había indagado en su corazón y lo que había visto allí enfermaría a cualquiera, según ella.

La pequeña niña que llora. Camilo reía mientras la sujetaba, burlándose…

Leila se frotó las mejillas en un intento por no recordar.

Che miraba las llamas.

—Era mejor cuando eras más joven. Eras más fácil entonces, creo.

—Soy fuerte ahora —increpó ella con rapidez, ofendida, y él sonrió.

—Bien, entonces tal vez sólo eras más joven. Como lo fuimos todos.

Ella se puso de pie.

—Nos esperan mañana para el baile. Hicieron los preparativos. Si nuestra situación cambia, desde luego te lo haré saber.

—Ay, Leila…

—Tenías razón, Che. Necesito dormir.

—Si me hubiera dado cuenta cuando nos conocimos de que resultarías ser tan testaruda…

—Hubieras actuado exactamente de la misma manera.

Por fin la miró, ojos grises que combinaban con su cabello, con los párpados mordaces y a media asta; ojos que por cinco décadas se habían vuelto a mirar en los de un sinfín de hombres moribundos y príncipes, así como también ladrones.

La Mano de Dios, el asesino más tristemente célebre de Europa. Sólo ellos dos sabían que La Mano ya no era de un hombre.

—Casi mueres en ese pequeño pueblo lúgubre. Tu padre o sus hombres te hubieran encontrado. No hubieras sobrevivido otra semana.

—Sí —consintió ella con serenidad—. Pero nunca me ofreciste una alternativa, ¿no es cierto?

Che se puso de pie de un salto y se dirigió a la puerta.

—Nunca hubo una alternativa para ninguno de nosotros. Creí que ya lo habías comprendido. —La puerta se abrió con bisagras silenciosas; no se volvió para mirarla—. Buenas noches, hija mía. Dulces sueños.

—Buenas noches, Padre.

* * * * *

El pueblo de Sant Severe era poco más que unas pocas cabañas de barro esculpidas en las colinas amarillas con la oportuna elegancia de un arroyo que corría cerca. A esa altura, el agua bajaba limpia y pura; en las llanuras más bajas se ensuciaban en un río, se dispersaba en brazos amplios y planos hasta que se desvanecían juntos.

Pero allí, en su pueblo natal, el arroyo corría angosto y fresco. Los árboles, tan escasos en el sol constante, crecían copiosos en sus orillas, y la misma Leila creció a sus sombras. Los árboles y el agua habían sido su alegría y los amaba sólo un poco menos de lo que había amado a su abuela. Leila había aprendido a nadar allí, a jugar y, finalmente, a esconderse allí. Hasta ese mismo día, el brillo de la luz del día sobre el agua podía atraerla, volver a lanzarla, sin advertirle, hasta las profundidades intensas de su niñez.

El olor a pasto quemado podía hacer lo mismo.

En su nuevo hogar, en el refugio secreto que encontró, había muchos árboles y muy poco pasto.

Leila terminó la comida, llamó a la criada y le dio una propina generosa, suficiente para ambas cosas, las anguilas y la leche. Con el cabello trenzado, las ventanas bien cerradas y la puerta trabada, entró de un salto a la cama. Se metió debajo de la colcha, se puso de espaldas al fuego ardiente y cerró los ojos. Una mano, como siempre, firme sobre la empuñadura del estilete debajo de la almohada.

Había bebido toda la leche con ron de Che porque no quería soñar.

* * * * *

El techo del salón de baile del duque de Convenford estaba pintado de un color rosado bastante llamativo, o así le pareció a Leila: nubes rosadas con candorosos querubines rosados, un cielo de lilas rosadas que se vertía en columnas de mármol rosadas. Una gran araña de cristal que se mecía con el calor de la habitación, una geometría de piedras preciosas y luz. Los débiles sones formales de un quadrille flotaban desde los músicos dispuestos en el balcón; las nulas rebotaban en las paredes en una curiosa repetición, coincidiendo, casi ahogadas, con el ruido de las conversaciones de fondo.

Era un baile para celebrar la reciente boda del duque, un acontecimiento exclusivo al que sólo asistía la sangre más azul de la sociedad inglesa. Che se había quejado muchísimo sobre el costo que tenía falsificar las invitaciones.

En su interior, Leila no estaba más contenta que él por asistir. No le agradaban las multitudes. Demasiados peligros escondidos. Sin embargo, no tuvo elección. El misterioso y escurridizo conde de Kell, el viejo señor del Clan Kell, estaba por aparecer. Había bajado de sus montañas en las Tierras Altas para hacer negocios. Según se supo, era la primera vez en años que dejaba Escocia. Éste era su único compromiso social de Londres, todos lo sabían, y Leila no deseaba perder la oportunidad de observarlo desde una distancia amplia y segura antes de intervenir.

Había aprendido, por experiencia, que era mucho mejor observar un tigre pasear en su jaula antes de intentar entrar en ella.

Pero el conde escocés se retrasaba. Y también su contacto, el hombre que se lo señalaría.

El señor Johnson. No era su verdadero nombre, por supuesto, pero apenas importaba. Pagó con monedas de oro, la mitad por adelantado más todos los gastos, y había jurado sobre la tumba de su padre que el conde era un hombre desalmado, un animal despiadado que había pasado su vida atormentando a inocentes, secuestrando niños, arruinando mujeres y quemando pueblos.

Quemando pueblos…

Lo averiguaría bastante pronto por sí misma.

Leila estaba de pie junto a una palmera en una maceta, inspeccionaba la pista con una impaciencia inquietante. Sus zapatos nuevos le provocaban dolor en los pies y una de sus horquillas se había retorcido en su cuero cabelludo. Si Johnson no llegaba con rapidez, tendría que renunciar a la operación. Che insistiría. Tendría que inventar alguna excusa nueva para no regresar a España…

—Espléndido, ¿no es cierto?

Leila se dio la vuelta hacia el joven que estaba a su lado, un noble flaco y desgarbado con una tos nerviosa y un lánguido pañuelo de cuello. Le sonrió animosamente a su mirada serena.

—Sé que es apenas apropiado, ya que no nos hemos presentado, pero la vi parada aquí sola, y… em…

Detrás del balanceo relajado de su abanico de plumas, Leila esperaba, observaba subir la sangre de las mejillas de él y que su boca se abría y cerraba otra vez. No podía tener más de dieciocho años, ojos marrones y por desgracia, muy pecoso. Con un rubor como ese, su cabello sería pelirrojo debajo de su peluca encrespada.

No era su contacto. Tendría que deshacerse de él.

Bajó el abanico.

—Soy Doña Adelina Montiago y Luz.

—¡No es inglesa! ¡Lo sabía! Eso es… quiero decir…

Una vez más se calló, sin dejar de mirarla.

—Soy española —dijo ella—. Estoy de visita en tu país.

—¿Mi país? ¡Vaya! No es… ¿de visita, ha dicho? ¡Pero es estupendo!

La música cambió. Esta vez era un minué y las parejas en la pista se separaron, se reagruparon en una espiral de faldas y colores pasteles. Su joven pretendiente carraspeaba.

—Yo… em… ¿Me honraría…?

—Hace mucho calor, ¿no es cierto? —Leila agitó su abanico otra vez con lentitud, sonriendo—. Cómo desearía beber algo.

—¿Eh? Ah… por supuesto. Por favor, señora, permítame…

—Muchas gracias. Eres muy amable.

En cuanto él se dio la vuelta, ella cambió de sitio, se escabulló en la aglomeración de invitados. Había mucha gente allí; el frío pánico habitual comenzó a deslizarse por ella y a distraerla. Se concentró en los detalles de la sala, incluyendo la forma del salón de baile, la multitud que pululaba…

Diez ventanas, con doble marco, cortinas de terciopelo granate recogidas. Lo suficientemente anchas como para esconderse detrás.

Nueve palmeras en macetas entre las ventanas. Seis columnas dóricas… rosadas. Seis puertas, cuatro de ellas conducían al patio y desde allí al jardín. Lo había espiado en horas más tempranas esa noche. Era un lugar remilgado, típico inglés, con árboles con formas y arbustos despuntados. Suelo de gravilla, probablemente bastante ruidoso.

Los músicos, sonrojados, serios. Al menos… quince lacayos, algunos llevaban comida, algunos bebida, la mayoría apostados junto a las puertas. Inoportunos.

Un cincuenta por ciento más de criadas, nerviosas y apresuradas.

Cuatro mesas largas de comida, ponche y vino tinto. Una escultura de hielo de lo que podría haber sido una pareja cortejándose, o tal vez osos peleando. Se derretía con rapidez. Notó que las mesas estaban vestidas. Ocultarían cualquier cosa debajo de ellas.

Una criada la interceptó en su camino hacia las puertas del patio. Aceptó una copa de cava y fingió beber. Un enjambre de mujeres con faldas amplias merodeaba entre Leila y la salida; ella dio una vuelta de manera ociosa alrededor de ellas y notó su silencio intencionado, el ruido seco de sus abanicos. Leila sonrió y asintió con la cabeza al pasar.

Por fin en su lugar, bebió otro sorbo de cava. Esta vez, de verdad; estaba muy sedienta… y esperó. Si Johnson estaba allí, no tardaría. Sabía que el tiempo de ella era caro.

Rechazó al siguiente hombre que la invitó a bailar y luego al tercero. Agitaba su abanico y manifestaba calor. A ambos los envió a buscar ponche, era el que tenía la fila más larga.

Por allí, junto a la entrada, le prestaba atención al dandi con peluca y lazo que era Che, coqueteaba de manera amistosa con una matrona encaprichada. Pobre mujer. Che Rogelio podía encantar al demonio si lo deseaba; lo había visto una y otra vez. El aventurero elegante, el lord exquisito, quien aparecía y desaparecía a su antojo. La matrona arriesgaba su reputación por nada; Che observaba sus esmeraldas, no su escote.

Leila sentía que sus labios se curvaban en la sonrisa más seca. Che levantó la mirada y encontró sus ojos. Sin interrumpir su tête a tête, levantó sus cejas. ¿Llegó?

Leila negó con la cabeza. Todavía no.

Él volvió a su matrona y ella a su copa. No se comprometían en una misión a menos que lo acordaran con anterioridad. Estaba allí como su guardián, nada más y nada menos. Si las circunstancias se volvían realmente fuera de control, ella le haría una señal, la sacaría de allí y partirían.

La había visto mucho antes de que ella lo viera.

Apartó su rostro de él y caminó con lentitud por la pista atestada. Ronan no podía decir con precisión qué tenía ella que atraía su mirada. Desde atrás, ella se parecía mucho a las demás damas a su alrededor, mullida y con movimientos rápidos, una torre de cabello enharinado y demasiados volados fruncidos. Quizás sólo era el color de su vestido, un coral exótico en un mar de mazapán melocotón, azul y blanco.

Sin embargo… estaba su espalda, esbelta y erguida. Su cuello, con un pequeño mechón secreto de cabello rubio que escapaba de su peluca, rizado contra su nuca. Sus faldas apenas se mecían, como si se moviera en el agua y no en una multitud de ingleses embriagados. Su piel… no era el blanco mate y sin vida que acostumbraba ver allí; debajo del polvo, sus facciones eran más cálidas, más doradas.

Nunca había visto una dama besada por el sol.

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