La última sirena – Shana Abe

Capítulo 10

Los niños inventaron un juego. Lo llamaron Pescador y cuando nada más persuadía a los más pequeños de sus berrinches, el juego del Pescador les devolvía las sonrisas y la alegría. Nunca supe quién lo inventó; se convirtió en una diversión que les pertenecía a todos.

El Pescador se jugaba en la tierra, no en el mar. Uno de los niños era el hombre mortal, sentado en la arena. Se disponían conchas o restos de madera de naufragio alrededor de él en una cuidadosa imitación de un barco. A veces tenían botes a remo verdaderos; tristes cascaras descartadas por el arrecife; pero no eran cuidadosos con ellos y la marea por lo general los arrastraba nuevamente al mar en días.

Alrededor del Pescador nadaba el Pez, pateando arena con colas inventadas, girando y zigzagueando en risueños círculos. El Pescador arrojaba la red y aquel hermano o hermana que no era lo suficientemente veloz para evitarlo, quedaba capturado. De este modo, el último Pez libre ganaba el juego.

Tenían una serie de reglas que cumplían con devoción: el Pez podía utilizar sus pies pero no las manos; el Pez podía hablar pero el Pescador no podía oírlo; el Pez podía escapar del barco pero sólo si el Pescador estaba distraído. El Pez podía ser recapturado. El pez no podía cantar.

Eos, siempre hacía de Pescador compasivo. Siempre miraba para arriba mientras los pequeños buscaban la libertad.

Me senté en el banco mientras los observaba en aquel día gris y nublado, con mi bebe en brazos. Era ya lo suficientemente grande como para abrir los ojos y sonreír; lo suficientemente joven para chillar cuando quedaba sola. Mientras los demás retozaban, le canté dulcemente una canción de cuna, un recorrido de pensamientos, abstracciones melancólicas… sobre la delicada curva de su mejilla… de cuando dejara de amamantarla. De la promesa de su nueva vida y de lo que podía depararle el mundo humano. Creo que supe incluso en ese entonces que sería la última de mis hijos.

Me observó cantar con ojos grandes y azules y su pequeña boca en forma de O alrededor de su pulgar.

No sé por qué levanté la mirada en ese momento. Quizás uno de los otros rió demasiado fuerte, pero miré y encontré a Kell de pie al otro lado de donde me encontraba, al otro lado del juego.

No estaba mirándome. Inmóvil como la piedra, observaba al Pescador, nuestro hijo mayor, arrojar la red sobre una de sus hermanas. Gritaba mientras golpeaba y peleaba con las manos sujetas a un costado.

La melodía sucumbió en mi garganta.

Me puse de pie antes de darme cuenta. Fui hacia él, deprisa, y su mirada se trasladó hacia otro lado, encontró la mía y me heló los pies.

Las nubes burbujeaban a su alrededor. Las olas se retorcían.

Permaneció solo con las piernas como apoyo, sus brazos asidos de sus músculos rígidos; un hombre mortal oscuro en contraste con el mar. Pero fueron sus ojos los que me aterraron. Animales y desesperanzados, tenían la luz agonizante de una criatura salvaje atrapada sin recurso.

Sin decir una palabra, giró y se alejó de todos nosotros.

Capítulo 11

La cena fue un éxito. Al menos Ian lo consideró así. La comida había sido excepcional y Ruriko resplandeció como el cielo que no podían ver; sentada y casi en silencio en su silla, probó cada plato en pequeñas y delicadas porciones que casi avergonzaron el apetito que tenía Ian; tendría que haber comido tres veces más de lo que ingirió Ruriko.

Pero no importaba. Ella estaba allí, a su mesa, en su hogar. Eso era todo lo que interesaba.

Había apagado las luces eléctricas para que los candelabros colgaran como espectros prismáticos sobre ellos en telas de araña de cristal. En cambio, una llama verdadera ardía en el salón. Quería observarla a la luz de las velas porque le parecía más natural y porque esa era la forma en que la recordaba mejor: rodeada de oro y humo y llamas danzantes.

Sin embargo, el pasado no era siempre su aliado. Dijo algo una vez, señaló alguna minucia de la habitación como por ejemplo el cáliz de plata sobre la repisa de la chimenea, el modo en que Ruri se volvió en su silla para mirarlo, el brillo apagado de su piel, el destello de su cabello, el desnivel en sus mejillas, hizo que reapareciera en su mente y fuera suficiente como para que comenzara a ahogarse en recuerdos.

No era como antes. Pero era lo suficiente. Sólo lo suficiente.

Debió dejar de hablar. Sentía la garganta tensa. El cuerpo le dolía con un deseo amargo. Cuando Ruri volvió a mirarlo, la invitó a que probaba el pinot blanc, dominando la situación una vez más.

Pero aparentemente, no era tan bueno como pensaba.

—¿Ian? ¿Sucede algo?

Cuando la miró era simplemente Ruriko, bella y oscura y bonita como la noche.

—Estaba pensando en tu trabajo —dijo en un intento imprudente por cambiar de tema. Ella inclinó la cabeza y le echó una mirada que Ian no pudo interpretar.

—¿Lo disfrutas? —agregó y dejó la copa de vino a un costado—. Ser una… ¿cómo se llama?

—Vidente telefónica.

—Eso.

Sus mejillas se ruborizaron, luz del hogar o rubor, no pudo definirlo, pero su respuesta fue serena.

—Supongo que pensarás que es ridículo.

—No tengo ninguna opinión formada. Ocultó la sonrisa detrás de su propia copa de vino.

—Qué refrescante.

—¿Lo disfrutas? —insistió, cuando intuyó que no volvería a hablar.

—Sí. No. Me… basta.

—Existen otras cosas que podrías hacer. Tienes un título universitario.

Su mirada encontró la de Ian.

—Por ahora, hago esto. No me avergüenza hacerlo.

—No. Nunca pensé fuese así. Estoy seguro de que eres muy buena.

—Lo soy.

Fue la mayor cantidad de palabras que pronunció durante toda la cena. Ian estuvo a punto de responder cuando Niall y Duncan aparecieron con el tercer plato, masa filo con hongos y pinas, cebollas asadas, arroz a la pimienta dulce. Retiraron las tapas de las fuentes de plata y el humo comenzó a girar y a enroscarse en dirección al lúgubre cielorraso.

Ian esperó hasta que sus hombres terminaron de servir antes de retomar el tema de conversación.

—Se dice que hay más de uno con el don de la videncia en el clan. —Cortó en rodajas un hongo—. Un poco de sangre vidente se unió al linaje familiar, unas cuantas generaciones atrás.

—¿Gitanos? —preguntó y sonrió una vez más.

—Españoles —respondió, serio—. ¿Puedes hacer una lectura sobre mí ahora?

Los ojos de Ruri se abrieron.

—¿Puedes hacerme una lectura? ¿Puedes decirme lo que estoy pensando?

Ruri miró, rápidamente, a los dos hombres que todavía estaban entre las sombras de la habitación con las manos entrelazadas detrás de la espalda.

—No. No funciona de esa manera.

—¿Y cómo funciona entonces?

Esbozó una pequeña sonrisa; frustración, vergüenza.

—No puedo decírtelo.

—Claro. No puedes… pero en realidad no quieres. El tenedor y el cuchillo causaron un estrépito contra el plato.

—No sé por qué te importaría.

—Llámalo mera curiosidad. Pero… quizás no tengas el don, después de todo. Quizás la sangre española sea muy poca. Sin embargo, es una buena excusa para el trabajo, ¿no es cierto?

Ruriko hizo a un lado los utensilios.

—¿Fue un reto?

Se encogió de hombros y miró hacia otro lado.

—Muy bien.

Ruriko corrió su silla hacia atrás. Niall se aproximo para ayudarla pero fue demasiado tarde; con una mirada sutil de Ian desapareció nuevamente en su rincón sin iluminación.

Ruri se acercó con sencilla elegancia, justo donde la esperaba Ian en la cabecera de la mesa. Detrás de ella, la chimenea derramaba luz, otorgándole a la diáfana blusa un halo de ferocidad, dejando traslucir las delicadas líneas de su torso, la forma de su cintura. Ian mantuvo su atención fija de modo despiadado en el rostro de Ruri.

—No puedo controlar las consecuencias —advirtió.

—Correré el riesgo.

—¿Estás seguro?

—Ya me quité el reloj de pulsera.

Lo estudió durante unos instantes más con aquellos ojos azul tormenta.

—Tu mano, entonces —dijo finalmente mientras levantaba la de ella.

Ian sonrió y levantó la mano. Los dedos de Ruri se enroscaron con fuerza en los de él.

Ah. No había una luminiscencia que helara su corazón, sólo Ruriko, una caricia verdadera, una conexión tentadora. Quería, demasiado, sentir lo que ella hacía. Quería saber lo que ella veía. Quería que ella lo comprendiera todo… su pasión, su nueva esperanza… y al mismo tiempo, no lo deseaba. Pero por todos sus anhelos tácitos, Ian sólo vio el insondable rostro de la sirena, más sabio con los años, pintado por los dioses. Ruri bajó los párpados y ya no pudo verle los ojos; la luz del fuego ardía y brillaba a su alrededor, un florecimiento de llamas.

Cuando Ruri volvió a hablar otra vez, su voz fue un murmullo de terciopelo.

—No eres lo que pareces.

No dijo nada ante tal declaración; permaneció cuidadosamente ajeno.

—Tienes secretos.

—¿Tú no? —preguntó y Ruri lo volvió a mirar y soltó su mano.

—Y tiendes a responder cualquier cosa incomoda con una pregunta.

—Perdón.

Uno de sus hombros se elevó; una mecha de cabello deslizó como la seda sobre su brazo.

—Esa no fue una observación sobrenatural.

—¿Algo más?

El reloj francés en forma de lira sobre la repisa de la chimenea marcó las nueve con una cascada de campanadas. Ruriko se alejó de Ian, fuera de la luz.

—Realmente quieres ir a Kell. Conmigo. Pero ya lo sabía, así que supongo que no cuenta.

—Supongo que no.

Regresó a su silla. Esta vez, Niall llegó a tiempo y corrió la silla para que se acomodara. Aceptó la servilleta, tomó el tenedor y agregó muy desenvuelta:

—De niño tuviste un perro llamado Auger. Andabas en un caballo llamado Sol. El perro murió, pero el caballo… vive aquí, en los establos.

Desde un rincón de la habitación se oyó un par de murmullos, que pronto se acallaron.

—¿Estabas pensando en el caballo? —preguntó mientras ensartaba una cebolla.

—No —dijo Ian. Pero había estado pensando en el halo que la rodeaba mientras sostenía su mano entre las de ellas, puro calor y brillo. Su figura iluminada por la llama. Había estado pensando en el sol.

* * * * *

La tormenta terminó. Estaba en una isla, una lágrima de paraíso sobre el manto del mar. La arena era asombrosamente suave. Corría entre sus dedos, se derretía en la planta de sus pies, oro líquido que cedía y se regeneraba.

Estaba sola allí. No estaba sola. Buscó pero no encontró a nadie, solo agua y árboles. Las nubes de tormenta de antes, tan violentas, tan enfurecidas, se habían desvanecido; se extendían por el cielo en un blanco adiós.

Caminaba por la playa, pasos lentos. Una voz la llama detrás de ella y se volvió pura mirar…

Los ojos de Ruri estaban abiertos. Le llevó unos instantes comprender que no estaba en la playa, en ninguna playa sino en un lugar oscuro. Y confortable. Almohadas y no arena. Acolchados y no nubes.

Se estiró entre las sábanas y volvió a hacerlo una vez más: la antigua inquietud hormigueaba en todo su cuerpo y la despertó por completo, incluso hizo que se sentara en la cama. Huesos locos. Sintió que podía correr kilómetros con tal de deshacerse del dolor que sentía.

La habitación de invierno mantenía su encanto incluso bien entrada la noche. Sombras oscuras adornaban los muebles y las paredes, La luz color peltre de las ventanas caía sobre el suelo en cuadrados de agua de lluvia. Las cortinas se agitaron con una corriente de aire nunca vista, tela pálida y rígida que se hinchaba como los pliegues de la falda de una dama.

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