La última sirena – Shana Abe

Ione lo esperó, sin moverse de la roca. Cuando estuvo cerca como para mirarla a los ojos fue como si todas las heridas de Aedan volvieran a reaparecer, un dolor frío y desgarrador. Sólo mirarla lo llevó a hundirse en el desorden y dejar a un lado su cuidadosa dignidad (colores, vestido, una belleza natural) y tuvo que apartar la vista por unos instantes y encontrar su objetivo.

—¿Cómo te encuentras? —dijo hacia el suelo de grava mientras se oía el golpeteo del bastón.

—Bien —respondió, todavía inmóvil.

—Gracias —Aedan levantó la mirada—. Por salvar mi vida. Una vez más. Gracias.

Ione se volvió para mirarlo y llevó sus rodillas al pecho y pasó los brazos por alrededor y dejó los talones contra la piedra. Lo miró en silencio. Sus ojos estaban muy azules. Aedan inhaló profundamente.

—Te debo una explicación.

—No me debes nada.

—Mi vida —dijo en voz baja—. Mi corazón. —Tocó la cadena sobre la túnica, donde aún yacía el relicario—. Mi alma.

—Te he devuelto el alma, Rey Aedan.

—No. No lo has hecho.

—¿No? —repitió y arqueó una ceja—. No es tu elección, escocés.

—No la amo —dijo con precipitación—. Ella no me ama.

Ahora ambas cejas estaban arqueadas en un gesto de sorpresa exagerado. Sus labios hacían una mueca. Las palabras se las había engullido y Aedan se apresuró antes de que Ione pudiera decir algo.

—Éramos niños cuando nos casamos. Ella sólo tenía cinco años. Éramos primos, nuestras respectivas madres estaban casadas con reyes. Fue por una alianza. Mi pueblo, su pueblo. Ella es mi amiga. No es mi… amor. —El bastón patinó un poco sobre el barro. Lo reacomodó y buscó un suelo más firme—. Ella está enamorada de otro.

—Lo sé.

Esa respuesta lo sobresaltó; el bastón volvió a deslizarse. Vaciló por un instante, inestable, antes de que Ione, de modo despreocupado, se estirara y lo tomara del brazo.

—No soy tonta, escocés. He tenido mucho tiempo para observar este pueblo. Hablan, van y vienen. Se ocultan entre ellos y juegan y confabulan y hacen planes hasta que me pregunto cómo no se vuelven locos. Tu esposa tiene una compañera, Sine. —Le soltó el brazo—. Me agrada.

—¿Te agrada?

—Sí. Es tranquila. No habla incoherencias como el resto.

La miró fijamente, desgarrado entre risa y alivio.

—Entonces…

—Estás sano de nuevo. —Se deslizó por la roca que quedó de modo amenazador entre ellos—. Te deseo todo lo mejor, Rey Aedan de Kelmere.

Sus palabras tuvieron un tono de carácter definitivo que le llamó la atención.

—¿Qué quieres decir?

—Era todo lo que esperaba. Ahora estás sano. Debo volver a Kell.

—¿A Kell? No, Ione, vine para pedirte…

Todas las frases que había practicado desaparecieron de súbitamente. Ione lo miraba con sus ojos azulados y soberbios y Aedan sintió como si su boca se hubiera convertido en granito, como si se hubiese vuelto tercamente silenciosa como las grandes rocas que los rodeaban.

No estaba acostumbrado a cortejar. No había estado demasiado tiempo en la corte como para aprender los modos de los amantes y Dios sabía que no había tenido demasiado tiempo para hacerlo, pero en ese momento, sintió que hubiera intercambiado con gusto todos esos años de guerra por las palabras justas para que Ione se quedara con él.

Se había casado demasiado joven. Había pensado que su destino estaba bien diseñado, incluso cuando se dio cuenta de que su esposa nunca sería más que una amiga. Incluso cuando aceptó el hecho de que no llevaría la vida de su padre, no tendría la ardiente e inexplicable pasión que unía a sus padres; no tendría una compañera estable en su lecho o hijos en su chimenea. Hacía tiempo que Aedan había dejado a un lado sus sueños secretos y, poco a poco, con dolor, había aprendido a aceptar lo que tenía: un reino, vasallos reales. Obligaciones. Confianza.

Nunca había buscado amor fuera de su matrimonio. Le había parecido de algún modo irresponsable, aunque sabía que Morag no se opondría. Había luchado contra esa idea y finalmente había tomado la decisión de ubicarla en el lugar donde guardaba todos sus deseos prohibidos, los deseos de los hombres comunes que no tenían el destino de un reino sobre los hombros. Hombres que podían olvidar lo que eran, incluso de vez en cuando.

Aedan nunca podría ser un hombre así.

Pero en ese momento, allí y ahora, frente a la única mujer que lo había tocado, que lo había salvado, pensó que quizás el amor había golpeado a su puerta.

Comenzó a caminar hacia ella, el bastón crujía entre la grava. Ione no retrocedió; tampoco se acercó para recibirlo. Sólo permaneció al borde de las aguas, fuera de alcance.

—Te dije que Kell es mi fuerza. Y ahora puedo ver que Kelmere es la tuya. No creo… No creo que la maldición pueda alcanzarte. Quizás estabas en lo cierto; quizás ni siquiera sea real. —Encogió los hombros, un pequeño movimiento, casi de desánimo—. O quizás simplemente eres demasiado fuerte. Éste es tu hogar. Quiero que entiendas que yo debo regresar al mío.

Aedan liberó su lengua.

—Pero viniste. Pensé que significaba que te quedarías. Por algún tiempo, aunque sea corto.

Ione sólo lo miró, solemne y pálida. Su oscura respuesta se veía en los ojos.

—No —dijo Aedan para rechazar su silencio. La furia crecía dentro de él, una consternación profunda y cegadora que nunca antes había sentido. Poseerla una vez más, perderla de nuevo… ¿Cómo podría irse? Por primera vez, sintió que estaba al borde de la vida verdadera, de la esperanza. Se quedaron allí y se miraron en medio del barro; el agua subió para salpicar el vestido de Ione y para humedecer las botas de Aedan. Si ella daba un paso más atrás significaría que se iría, se desvanecería en las profundas aguas color esmeralda como en un sueño y ¿cómo demonios la alcanzaría?

Aedan movió la mano. Mientras sus pensamientos corrían a toda prisa y se desdibujaban, sus dedos se levantaron, encontraron la curva del mentón de Ione y provocaron una cálida caricia. La conocida excitación de Ione recorrió las entrañas de Aedan, piel suave, facciones delicadas, ojos color índigo, y vio que una respuesta se despertaba en ella, vio que parpadeaba, sólo una vez, antes de que su mano se deslizara por su cuello y se inclinara para besarla.

Sí, eso era lo que recordaba, su sabor, su caricia, sus labios sobre los de él, el aliento que compartían. El reluciente cabello de Ione estaba enredado entre ellos, del color del coral, de nubes en un atardecer.

—No me dejes —dijo Aedan; una demanda severa.

—Yo…

La detuvo con otro beso.

—Te necesito. —Contra los labios de Ione, sus palabras fueron sensuales, no fueron de debilidad como había pensado Aedan, sino fuertes, buenas—. No me dejes, te necesito —dijo una vez más y la acercó hacia él, el cuerpo perfecto de Ione encajaba justo en el suyo como debía ser, todo perfecto, allí, predestinado.

Ione emitió el más pequeño de los gemidos y se relajó.

Aedan arrojó el bastón al estanque y se apoyó en Ione, exploró sus labios abundantes, maduros y rosáceos. Oyó un gemido lejano; se dio cuenta de que había sido el suyo. Ione lo abrazó, con los ojos cerrados; ella sabía a frutillas, como violetas. Cada beso parecía liberar algo en Aedan, hacer a un lado sus dudas enterradas, sus preocupaciones ocultas. Sus lenguas se encontraron y Aedan la acercó aún más a su cuerpo, sus manos se deslizaron por la espalda de Ione hasta llegar a su trasero, seductor, debajo de la suave lana.

Ione le besó la garganta, con las manos recorría el cuerpo, sabía dónde hacer las caricias, cómo complacerlo. Cuando encontró su miembro excitado lo presionó, alineó sus piernas con las de él, sus dedos buscaban y friccionaban. Aedan sintió hambre, agudo y urgente, incluso en su sangre. La cogió de la espalda y la llevó con él hacia el suelo, de algún modo más seco y firme; no necesitaba el suelo, incluso las malditas piedras servirían. Ambos gemían, con el aire frío del valle, el mundo verde, agua a sus pies e Ione en sus brazos, Ione en su corazón, en cada parte de su cuerpo, ardiente y codiciada y tan bienvenida…

Lo hicieron sobre una roca. Aedan la forzó a que tomara asiento y empujó hacia atrás la falda, con un movimiento rápido liberó a Aedan de sus vestiduras. No andaban a tientas, no era una posición extraña. Era como si ya hubiesen practicado ese momento en aquel lugar iluminado por el sol, como si lo hubiesen practicado una y otra vez, él apremiante, ella dócil, la roca, una danza oscura y un deseo jadeante. Aedan la penetró, su rodilla contra la roca y las piernas de Ione alrededor de su cintura; las manos debajo de sus muslos, la cadera de Ione levantada, danzaron juntos, se incineraron y se quemaron. Ione quedó sobre la piedra, abrasada por el sol, sus brazos abiertos, sus dedos entrelazados. Era la vista más deseable y exquisita que jamás había visto.

Un profundo placer la recorría. Aedan sintió que Ione acababa, vio como acababa cuando se arqueó y se torció y gritó. Con una perfecta belleza fluyó de ella hacia él. Aedan se ahogó en felicidad, no podía respirar con la rápida fuerza con la que dejó todo su ser dentro de ella.

El descenso fue mucho más lento, un final dulce y tembloroso. Aedan soltó las piernas de Ione para inclinarse hacia delante y cubrir el cuerpo de su amada; las manos de Ione sobre las mejillas de Aedan. Sus ojos permanecieron abiertos mientras se besaban.

Alguien… alguien más… tosió.

—Perdón —dijo alguien desde los sauces alejados. Era Morag. Aedan podía verle sólo los pies, la parte trasera de las botas. Al menos estaba mirando hacia otro lado.

Aedan dijo en voz alta:

—Vete.

—Perdón —dijo una vez más, claramente divertida—. Pero me temo que te necesitamos en este preciso instante, milord. Tu pueblo te espera.

Miró a Ione. El suave beneplácito de su cuerpo había desaparecido y se había vuelto firme una vez más, ágil y controlado. Con un beso final la dejó, se volvió frío y se encerró una vez más.

Ione se quedó allí, apartó el pelo que cubría su rostro y aplastó su falda. Miró a su alrededor, esquivó el pozo, tomó el bastón de Aedan y se lo entregó. Entonces, sin volverse para mirarlo, siguió a su esposa más allá de los sauces.

* * * * *

El encuentro se llevó a cabo en la tienda más grande y aún así estaba atestada de mortales, hombres y mujeres mezclados, de pie, sentados, casi colgados del escaso mobiliario. El olor la sorprendió como un golpe de puño: deseo y miedo, problemas y ambición y una curiosidad tan grande que era casi como indignación.

Pensó en irse. Los asuntos de esa gente apenas le interesaban, pero en ese momento la mirada de la esposa de Aedan se posó en ella, en señal de bienvenida. Io comenzó a abrirse camino entre la multitud, ignoró los murmullos y miradas, luego se dio por vencida y se detuvo cerca de la entrada, donde al menos corría un poco de aire. ¿Nunca podían reunirse fuera, en espacios abiertos y frescos? ¿Qué los hacía tan temerosos del cielo abierto?

Vio a Morag una vez más, su amante junto a ella. Io encogió apenas los hombros; Morag asintió en señal de comprensión, mientras Sine le sonrió. El viejo médico miró hacia otro lado, contrariado.

Incluso en esa masa de cuerpos, Ione podía detectar indicios de la guerra que se estaba gestando: hachas y mazas sostenidas por las piernas; espadas y dagas; el arco de flecha de Morag en la pared detrás de ella, sinuoso, una belleza letal expuesta.

El murmullo crecía y se desvanecía, palabras veloces, ojos estrechos, miles de historias inútiles y especulaciones.

Una sombra se desplegó entre la gente. Alguien nuevo había ingresado en la tienda, estaba allí contra el sol de otoño y la entrada, inmóvil. Todo, los murmullos, el sudor, la inquietud, el parloteo nervioso de la gente, se convirtió en silencio, lo sabía quien acababa de entrar.

Aedan permaneció delante de ellos casi con una postura de guerra, las piernas separadas, una mano todavía sostenía el lienzo de la entrada. En un brillante y veloz momento, Ione lo vio al igual que el resto. No era mortal, ni siquiera era un hombre.

Un dios.

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