La última sirena – Shana Abe

Un atisbo de duda asomó en la voz de Ruri.

—¿Estás diciendo que no hay ningún tesoro allí?

—Te confieso que quiero averiguarlo. —Hizo un gesto hacia las escaleras y comenzaron a subir, mientras salpicaban los dos juntos al atravesar los pequeños y claros charcos de agua—. Las corrientes marinas que rodean Kell son célebres tanto por la fuerza como por la devastación que producen, pero no se ha perdido un barco desde la Segunda Guerra Mundial. Los naufragios anteriores han sido erosionados tiempo atrás o diseminados por allí. Quizás haya fragmentos de cerámicas, piedras de balastro, anclas, cañones, incluso un casco de barco o dos preservados en la arena, con suerte. Pero si le refieres a riquezas increíbles… cofres con doblones y collares de perlas, esa clase de cosas… no. Por supuesto que no. Esa clase de cosas pertenece a la literatura fantástica, querida.

—Literatura fantástica. Pero estás dispuesto a pagar doce millones por la isla.

—Gastaré la mitad tan sólo en el reconocimiento preliminar. La arqueología náutica no es para aquellos con corazones débiles.

—O billetera débil —dijo, impactada.

Otra sonrisa burlona.

—Sí.

Llegaron a la puerta de dos hojas de la entrada, de roble oscuro decorada con acero. La mano de Ian tomó el picaporte. Algún sortilegio oculto permitió que ambas puertas se abrieran de par en par con un sólo toque.

Ruri vio que se volvía hacia las escaleras para agitar el paraguas, cabello húmedo y encantador, un pirata racional en la casa de un rey.

Ruri dijo lentamente:

—Eres un hombre muy interesante, doctor MacInnes.

—Esperaba que lo pensaras. —Le indicó con la mano para que pasara antes que él.

La entrada del vestíbulo era inmensa. Dio unos pasos para ingresar y se sintió demasiado pequeña en aquel lugar alto y oscuro, con imponentes columnas de granito que flanqueaban las paredes, arcadas como guadañas en el cielorraso abovedado. Allí, el aire era tan helado como fuera, pero más liviano, pálido, sin el aroma fuerte a pino y océano.

Ian estaba justo detrás de ella. Sus manos se posaron sobre los hombros de Ruri. Con una suave presión, hizo que se volviera hacia él para que lo mirara una vez más.

Si había una araña en el pasillo, estaba apagada. La única iluminación provenía de una habitación que se encontraba delante de ellos, una escalofriante brillantez de color gris, que se empañaba con elegancia y suavizaba las facciones de Ian y ahumaba sus ojos con un color plata.

—Ya te he dado la bienvenida a Escocia —dijo, con un tono de voz grave—. Ahora te doy la bienvenida a mi hogar, Ruriko.

Su cabeza se inclinó hacia la de ella. Antes de que Ruri pudiera darse la vuelta, los labios de Ian rozaron su mejilla izquierda. Fue una sensación seductora como la seda, como vilano de cardo, suave y cálido y casi etéreo Con las manos aún en los hombros de Ruri, levantó la cabeza; su boca quedo suspendida sobre la de Ruri, sin hacer contacto, sin echarse para atrás. Ruri miraba fijamente, fascinada, sus ojos color plata y oro. Se dio cuenta de su intención justo antes de que se cerraran. Toda su voluntad se escabulló. Ruri no pudo moverse; no pudo detenerlo. La beso en la boca, un encuentro de labios erótico y dulce; sus labios permanecieron unidos… calor, sabor… y lentamente se separaron.

Los ojos de Ian se abrieron.

—Gracias.

Su solemne gratitud la puso nerviosa, casi más de lo que había sido su beso y se volvió para encontrar una hilera de personas que ahora los miraban al final del pasillo iluminado de gris; hombres y mujeres, uniformados, delgados rostros en silencio.

* * * * *

—Ah, Niall, aquí estás —dijo Ian con impaciencia, sobre los hombros de Ruri—. Por favor, muéstrale la habitación a la señorita Kell.

Siguió al hombre llamado Niall, deslumbrada. Continuaba presionándose la boca con la yema de los dedos. Maravillada.

Pasillos, curvas, una escalera en espiral con pinturas y estatuas y colosales urnas chinas; sin embargo, todo lo que Ruri podía recordar fue ese momento en el vestíbulo. La corta y ardiente eternidad cuando Ian le había robado sus defensas con la mirada adormecida y la urgente suavidad de sus labios.

Dios, había sido como… como hundirse en un abismo tanto asombroso como oscuramente aterrador; como andar a la deriva en la cola de un cometa, nada de luz pero todo color y sensación, un brillo silencioso en su piel.

Niall se detuvo y apoyó su mano sobre el picaporte de una enorme puerta blanca. La abrió sin hacer comentario alguno. Permaneció allí mientras Ruri llegaba y entraba en la habitación.

Elegancia fría. Un verdadero paraíso para una princesa, pensó primero, y luego se corrigió: más bien una princesa encantada, hechizada en algún bosque mágico. Había estado esperando algo más imponente, más en línea con el exterior de la mansión. Sin embargo, no era una habitación de adornos y baratijas recargadas, sino una de forma y función sutilmente elegante, colores suaves, líneas clásicas.

—Si necesita algo, señorita, hay un timbre junto a la cama.

Ruri se volvió, pero antes de que pudiera responder, Niall se había ido. La puerta abierta no mostraba nada, sólo el pasillo vacío y oscuro por delante.

La sensación de Ruri de estar atrapada en un cuento de hadas aumentó de repente.

Permaneció dubitativa en medio de la alcoba y examinó todo: las paredes a rayas color marfil y verde, los tenues paños de organza que caían como cascadas desde el techo hasta el suelo. Todo estaba pulido, perfecto, mármol brillante, muebles de ébano como obras de arte contra las enormes paredes. La cama sola (cuatro postes pero sin dosel, mantas de color azul pálido) parecía ser casi del tamaño de su apartamento.

Y por todos lados había flores, sobre mesas, mesas de noche, que saludaban con una reverencia en jarrones junto a la puerta.

Rosas, en su mayoría, agrupadas en ramos color pastel, un tono de ensueño que jamás había imaginado, natural y rosa, durazno y coral, nieve y lavanda mágica. Se acercó a un jarrón de jade translúcido. Llevó las manos a las flores y atrapó el aroma del mismo cielo.

—¿Te agradan?

Su voz fue suave y grave, tan fría como la habitación. Ruri no se volvió para mirarlo.

—Son increíbles.

Y luego, con una honestidad nerviosa, agregó:

—Tengo miedo de tocar cualquier cosa.

—No tienes por qué tenerlo. —Las pisadas de Ian apenas se oían sobre el suelo—. Son sólo objetos.

—Objetos muy bellos.

—Me alegra que te agraden.

Ella no estaba lista aún para mirarlo. En cambio, dejo que su mano recorriera los pétalos, una resistencia erizada contra la palma de su mano.

—No están hechos de fragmentos de cerámicas rotas, creo.

—No —sonó divertido—. Por supuesto que no.

De algún modo, su maleta la había precedido. Se encontraba apoyada contra un armario, pequeño y deteriorado, de madera pulida.

—Si lo deseas —dijo Ian—, le diré a la criada que desempaque por ti.

—No. —Se dio cuenta de que otra vez presionaba los labios con sus dedos y rápidamente bajó la mano—. No, em… lo haré yo. No es demasiado.

—Ruriko.

Había una invitación en la pronunciación de su nombre, una orden relajada. Enderezó sus hombros y miró a su alrededor y lo encontró cerca de la cama. Tenía en la mano el tallo resplandeciente de una flor blanca. Adivinó que la habría sacado del jarrón del aparador que estaba junto a él. Miraba las flores y enroscaba con pereza el tallo entre sus dedos.

—Quería preguntarte… ¿qué has pensado de la isla de Kell?

Buscó una respuesta pero no encontró nada que pudiera pronunciar o que quisiera compartir; demasiadas emociones surgieron en ella, extrañas y fuertes.

Añoranza, presentimiento.

—Es hermosa.

—Sí. —Levantó la mirada—. ¿No te recuerda algo?

—¿Recordarme algo?

Hogar.

—Lo que fuera. Sólo curiosidad.

Santuario.

—No —mintió—. No lo creo.

Su boca se tensó. Por alguna razón, le fastidió el gesto de desaprobación de Ian, como si hubiera reprobado un examen que nunca hubiera querido rendir. Su beso, sus expectativas: todo más allá de ella, formaba parte integral de aquel extraño y misterioso lugar, decorado con una corona de nubes, rodeado de agua, bosques, leyendas y secretos escondidos en los rincones. Le volvió el deseo de hablar.

—¿He satisfecho tus pretensiones?

Sus ojos la miraron cautelosos con un color topacio en la helada habitación.

—Respecto de la compra de la isla —agregó deliberadamente—. Deseabas que la viera y lo he hecho. Entonces, ¿se cumplieron tus pretensiones?

—No —respondió, con la misma deliberación—. No, aun.

—Pero ya la vi.

—Dije que debes ir allí.

Ruri abrió su mano hacia la ventana para indicar la lluvia que golpeaba en el vidrio.

—¿Cuándo?

—Cuando podamos. —Una vez más se volvió apático, cerrado. Giró y dejó caer el tallo de la flor en el jarrón—. La cena no estará lista hasta dentro de una hora, o más tarde si lo prefieres. Si deseas tomar un baño para entrar en calor, lo pediré.

—Dios, tienes criadas para todo.

Esbozó una sonrisa, cínica.

—No para todo.

Ah, no demasiado apático. Ruri inspiró bruscamente, vio la sonrisa y sintió un extraño brinco en su corazón y supo exactamente a lo que se refería. Le pareció que ya había visto esa mueca mordaz en los labios antes (no era verdad, no podía ser), pero en ese preciso instante, una lenta caída libre se apoderó de ella otra vez; se hundía en un pozo, solamente la helada y abrasadora mirada de Ian la sostenía.

Con terrible agudeza, tomó conciencia de su presencia, del desordenado cabello negro azabache, del jersey húmedo que ampliaba sus hombros. La forma de sus piernas, sus muslos encajonados en un par de jeans negros y húmedos. Un calor feroz comenzó a sofocarla. Volvió a mirarlo y sintió que la sangre llegaba a sus mejillas.

Ian lo advirtió. Inclinó la cabeza poco a poco; la sonrisa mordaz no desapareció.

Ian dijo con amabilidad:

—Hay sales de baño, creo.

Descubrió que aún podía hablar y respondió:

—Gracias. Con una hora tendré tiempo suficiente.

Las pisadas de Ian resonaron más fuertes que cuando había llegado a la habitación.

No había cerradura en la puerta. Ruri se cercioró de eso.

El cuarto de baño era enorme y en la bañera cabían cuatro personas. Prefería las duchas, por lo general, pero la bañera con patas era extremadamente grande…

Ruri llevó el jarrón con las flores blancas al cuarto de baño. Las colocó con cuidado cerca del borde de la tina. Mientras el agua rozaba la blanca porcelana, la fragancia de los pimpollos en flor comenzó a envolverla junto con el vapor.

No utilizó las sales.

* * * * *

Ian la esperó en la galería de retratos. Cenarían en el gran salón esa noche. Nunca se había sentido del todo cómodo al cenar solo allí, y a través de días de ocio y noches vacías, se había convertido en algo tan serio como un museo. Ian se sentía mucho más cómodo en el balcón de su habitación; acostumbraba cenar sin cielorraso ni protocolo, pero esa noche, para Ruriko, acataría los modos de la civilidad. Ordenó que encendieran los candelabros y desenvolvieran la porcelana de ceremonia. Después de años de sólo preparar comidas informales para Ian, el cocinero de Kelmere se sentía extasiado.

Todo estaba preparado; todo lo que necesitaba ahora era a su invitada. No iría a la habitación otra vez. No confiaba demasiado en él mismo. La galería de retratos era la decisión más lógica: un increíble pasillo que iba desde su habitación hasta la escalera principal. Llegaría pronto.

Para matar el tiempo, comenzó a pasear y luego tomó consciencia de lo que estaba haciendo. Ian se detuvo frente a los ojos azules de una sirena de antaño; el cabello cubierto de polvo con bucles, el vestido adornado con una faja. Lo miraba a Ian con una expresión de gentil serenidad; sólo un pequeño y caprichoso doblez en su sonrisa sugería el verdadero espíritu de la dama.

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