La última sirena – Shana Abe

El líder de los sajones hizo una reverencia tan cerca de la reina que su brazo se levantó para no perder el equilibrio y la palma de su mano rozó la espalda de la reina. Fue una caricia más ligera, más veloz, íntima.

La criada retrocedió un paso más. No le agradaban aquellos hombres a los que la reina entretenía con sus palabras. No entendía por qué la reina soportaba sus caricias. No le correspondía juzgar… pero era la niña de Kelmere. No confiaba en los sajones, sin importar todo lo que sonrieran o alabaran la fortaleza o juraran pelear contra los pictos.

Eran hediondos. No se afeitaban. Había oído del primo de su primo que preferían beber sangre natural que aguamiel.

Pero la criada valoraba su posición; ella era las manos de la reina y también su paz, evitaba la mirada de los extraños, mantenía sus labios sellados.

Su paso imitaba el de la reina con precisión. Era su segundo ritmo para ella, algo aprendido, una rutina. Ya no tenía que pensar más en ello.

Jabón vegetal. Iría a buscar el caldero ella misma tan pronto como llegaran al gran salón y la despidiera. También buscaría agua alcalina, por las dudas…

De pronto, la reina se detuvo; de repente su voz se silenció. La criada se detuvo también, sin poder pensar, y levantó la vista para ver qué había detenido su marcha.

El fantasma del príncipe asesinado estaba delante de ellos, con una capa con capucha diabólicamente negra; con ojos ardientes y un rostro salvaje, miraba fijamente a su hermana, a la reina.

Años de entrenamiento no la abandonaron. La criada batió las palmas sobre su boca para reprimir el grito y se desmayó en el lugar.

Capítulo 17

Io vio que el rostro de la reina estaba lívido. Hubo una pausa sin prisa en ese momento, una sensación de estar en el sueño de otra persona, donde nadie se movía y nadie respiraba y nadie se animaba a hablar. Sólo estaban esos seres humanos delante de ella, conmocionados, sorprendidos y rencorosos, delgados como figuras de madera dibujados en la arena.

En la parte superior de la pared que estaba junto a ellos, como si fuera un diseño hecho a propósito, se filtraba un pequeño cuadrado de luz desde una ventana, un derrame de un gris borroso en el salón.

Una gran desesperación inundó a Ione y no pudo moverse del lugar en que se encontraba. Después de todo lo que habían arriesgado, todo lo que habían planeado, iban a morir allí. Los tres, Io, su amor y su bebé. Iban a morir allí en aquel sencillo pasillo de piedra, lejos de toda clase de ayuda. Las barracas, con seguridad, no estaban cerca de aquel lugar.

Lo siento, pensó, una oración sin rumbo para su hija. Lo siento.

Detrás del séquito de la reina se oyó un ruido sordo, lo vio un destello de faldas, una mujer cayó al suelo pero eso fue todo. Ninguno de los hombres de la reina se volvió para ayudarla.

—Caliese —dijo Aedan finalmente, con voz baja y temerosa.

—No —respondió con informalidad y se volvió al sajón que tenía a su lado—. Me dijiste que había muerto. —Volvió a mirar a Aedan—. Estás muerto.

—Te amaba. —Un profundo y rezagado dolor llevó sus palabras—. Por Dios, Caliese, siempre te he amado. ¿Qué has hecho?

Sólo negó con la cabeza.

—Steffen —dijo la reina con un pequeño rastro de risa—. Me dijiste que había caído en el pozo. Me dijiste que había muerto.

Steffen, según Ione, era el jefe de los sajones de la vez anterior, el comandante de sonrisa enfermiza. No quitó los ojos de Aedan.

Debajo de su capa, Ione encontró la empuñadura de la espada de Morag. Estaba lista, sedienta de sangre. Podía sentir el poder del frío helado en su mano.

—Mi señor —dijo con voz temblorosa uno de los ancianos—. ¡Mi príncipe! ¿Cómo puede ser?

—Sí —dijo el sajón, con el esbozo de una sonrisa—. Ciertamente, ¿cómo puede ser?

Io tenía una sola respuesta para eso.

—Magia —dijo y dio un paso hacia la luz, junto a Aedan.

Un brillo tenue de incomodidad apareció en el rostro del sajón. Le dio gusto a Ione ver cómo la seguridad del sajón comenzaba a estremecerse, aunque fuera por un instante. Forzó una sonrisa, más tenue que la anterior.

—Y usted —dijo con placer, luego cambió de idioma—. ¿Otro rescate pequeña palomita? Me temo que tendrá menos éxito que la vez anterior.

—No busco éxito —respondió Io, para que todo el resto pudiera comprender lo que decía—. Sólo justicia. Y creo que deberías tener miedo a eso.

Los excedían en número. Más de una decena de hombres rodeaba a la reina, sajones, con seguridad, pero quizás no todos ellos. El anciano de antes había llamado a Aedan «príncipe». Había otros tres detrás de él, vestidos casi del mismo modo. Quizás fueran leales a Aedan…

Ione no podía confiar en eso. El hombre que daba las órdenes golpearía a Aedan primero; ella sería su defensa. Sus dedos se volvieron tensos en la empuñadura.

—Fergus —dijo con un chasquido que sobresaltó a todos—. ¡Gannon! ¡Niall! ¿Se aliaron a esta inmundicia?

Uno de los ancianos trastabilló cuando dio un paso adelante.

—Milord nosotros… dulce señor, los sajones vinieron a combatir a los pictos, a los pictos que nos atacaron. ¡Usted, usted recuerda la batalla… milord!

—Sí, la recuerdo. —Miró al sajón con brillante intimidación—. Esa batalla y otra. Y me acuerdo de usted.

El otro hombre asintió con la cabeza. Sus ojos se posaron en Io, de nuevo en Aedan.

Perdón, pensó Ione, fría y lista. Ah, mi amor.

—Una derrota convincente aquel día —dijo el sajón en voz alta—. Un placer para nosotros, asesinar al príncipe de las islas, verlo sangrar en el barro.

—¿Qué? —Quedó boquiabierto uno de los hombres.

Ven a mí, pronunció el sajón a Ione. Ven, princesa.

—Sí, y ¿lloraste por mí, Caliese? —demandó Aedan—. ¿Lloraste en el hombro de nuestro padre y murmuraste dulces mentiras? ¿Le contaste cómo vendiste tu alma al enemigo?

La reina negó con la cabeza una vez más, sus manos flojas a un costado del cuerpo. Parecía que en cualquier momento se uniría a la mujer que yacía en el suelo.

El cuadrado de luz natural comenzó a ser más y más tenue.

Princesa, pronunció el sajón. Último ofrecimiento. Ven.

Tenía la mano levantada, suspendida en el aire. La empuñadura de su espada brillaba a la luz de la antorcha.

—¿Lo asesinaste? —Aedan comenzó a moverse hacia tu hermana—. ¿También lo asesinaste?

—No. Yo te protegí. —La reina estaba completamente pálida, su rostro, su vestido, su cabello, una niña vestida de un blanco real—. Estabas vivo. Me lo juraron. Te envié lejos, para tu seguridad.

—Tus hombres —dijo Aedan—. El bote.

—¡Para protegerte! —Caliese temblaba en ese momento, su falda se agitaba—. ¡No tenía tiempo para hacer planes!

—¡Ay, Caliese! —dijo en voz baja—. ¿Protegerme de quién? Mi verdadero enemigo eras tú.

—No. ¡No! Yo…

—No entiendes…

—¿Por qué?

—Él me ama —exclamó, desafiante—. ¡Seré la reina!

El sajón echó una mirada sutil a su derecha. El hombre detrás de él asintió con un pequeño movimiento. Sus dedos avanzaron lentamente a su cintura.

—Reina —murmuró Aedan—. ¿Es en esto en lo que te has convertido?

Alguien, una sombra al final de la muchedumbre, separado del grupo, se perdió por el pasillo con pasos silenciosos.

—Nunca quise lastimarte —dijo la niña, casi en una plegaria—. Debes creerlo.

—Pero me enviaste a Kell. —Aedan corrió hacia atrás la capucha, su rostro frío y sombrío—. ¡Caliese! ¡A Kell!

—¡Fue todo lo que se me ocurrió! ¡No tenía tiempo!

Más allá de la conversación, el sajón posó su mirada en Ione. Había una sonrisa allí, astuta. Le guiñó un ojo.

Demasiado tarde, pequeña palomita.

—Milord —balbuceó uno de los hombres de Aedan—. Milady… ¿de qué hablan?

—Traición —dijo Aedan con frialdad—. Asesinato y traición. Aquí están los pictos, Niall; nunca fueron pictos. Fueron sajones los de la emboscada. Estos sajones comandados por mi devota hermana.

Deshonra, formas inciertas, un peligro creciente. El hombre llamado Niall renegaba de su desconfianza, sus palabras se hicieron añicos y lo estrangularon. Sus manos titube aron en el aire, revolotearon. Era frágil y delgado y anciano. Era completamente vulnerable.

Detrás de él, el pequeño parche de luz color púrpura se tornó aún más oscuro.

Io comenzó a perder concentración en lo que sucedía, distraída por la mirada ávida del sajón y el movimiento de la espada de Morag. El tiempo avanzó lentamente, pesados golpes, apáticos. Los humanos parecían moverse y hablar con exagerada deliberación, dispuestos alrededor de ella como figuras en una obra de teatro griega: la niña reina que temblaba como una hoja bañada en nieve. El sajón miraba de modo lascivo, a punto de escupir sangre. Un gran número de hombres en el pasillo, un alborozo en penumbras de pies y rostros, que se acercaban muy lentamente. Aedan lleno de pasión, sus palabras perdidas, una onda de sonidos ásperos debajo del latido de su corazón y el único pensamiento que la rodeaba en ese instante.

Perdón, perdón, perdón…

La sonrisa burlona del sajón se transformó en una mueca muy marcada; perforó su corazón. Dio el primer paso adelante e Ione hizo lo mismo.

Estaban tan absortos que podría no haber nadie en el salón.

Perdón, perdón…

Sus movimientos fueron idénticos. Las espadas se liberaron con un silbido en una horrible armonía. Perdón…

Sin advertencia alguna, Caliese rodeó al hombre y lo empujó con las dos manos.

—¡Tú! ¡Es tu culpa! ¡Atacaste demasiado pronto! ¡Sabías que no estaba preparada! ¡Sabías que el día no era el correcto y atacaste de todos modos!

Todo cambió tan deprisa que lo casi no pudo seguir la conversación. El sajón giró, cogió a la reina por la cintura y la acercó a su cuerpo, la hoja de su espada en la garganta de la niña que dio un grito ahogado.

—¡Steffen! ¿Qué haces? ¡Me lastimas!

—¿No soy dulce? —Presionó la espada cerca de su mandíbula, luego miró a Aedan, su cabello rubio desparramado sobre el cuello de la niña—. ¿Qué quieres hacer ahora? ¿Eres un príncipe o un hermano?

—Soy el rey —dijo Aedan sin rodeos—. Tengo doscientos guerreros en el bosque. Hay cientos más entre estos muros. ¿Te animas a ponerme a prueba?

Io vio que Aedan estaba en lo cierto; los nuevos hombres que se estaban acercando pertenecían a Aedan, con seguridad, guerreros que avanzaban con mirada incrédula.

—Steffen… —Una cinta de sangre comenzó a gotear por la pálida piel de la reina. Manchó el borde de su vestido, una creciente flor escarlata.

—Tengo guerreros también —gruñó el sajón—. En cada rincón de la fortaleza; tengo hombres a la espera de mi orden, preparados para morir. Tengo a tu reina…

—Mi hermana.

—…su corazón en mis manos. Retrocede si quieres que continúe con vida.

—No —dijo Caliese deprisa—. Está mintiendo. —El hombre la sacudió una vez más y Caliese terminó la frase con un grito—. Aedan, está mintiendo, no hay más de cuarenta de ellos…

El sajón aulló y Aedan dio un salto y la escena completa entró en erupción. De repente, hubo un gran bramido de voces, una marea humana que empujaba, peleaba. Io fue apartada hacia un costado y permaneció allí; no pudo ver quién la tenía, no podía ver a Aedan. Alguien la tomó del cabello y la llevó a rastras, de lado a lado, y la única advertencia que tuvo fue el destello color plata de un cuchillo que iba en dirección a ella. Ione esquivó el golpe, bajó la espada de Morag y cortó las mechas por donde la asían, para liberarse. Alguien más la empujó, un codo en su estómago y la agonía la dejó mareada y agobiada. Buscó a tientas la pared para no caer y ser pisoteada.

Escuchó que Aedan la llamaba por su nombre e intentó levantar la cabeza; sin embargo, no pudo encontrarlo. De repente, allí… un atisbo de Aedan entre sus lágrimas, peleaba, había sangre en su rostro… desapareció en medio de la multitud. Io se puso de pie y giró en la confusión de hombres y tiraron de ella por la capa. Ione giró y golpeó con la espada; un hombre gritó, sangre caliente corría por su brazo, los dedos con los que la sostenía se aflojaron.

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