La última sirena – Shana Abe

Los hombres de Aedan peleaban como podían, pero el sendero los entorpecía. Por el rabillo del ojo vio cómo caía del corcel su subcomandante. Una daga picta en su garganta. Vio también cómo caía el corcel, perdía el equilibrio y no se recuperaba, rodando por la montaña con un chillido terrible y penetrante. Otro hombre cayó y otro más. Por todos los dioses…

El picto que acababa de asesinar volvió a la vida y se elevó por encima de él. Cabello embarrado, pasos pesados. Un garrote en lo alto.

Una mujer gritaba.

—No. ¡Maldito seas, no!

El picto iba en busca de la princesa.

Caliese no tenía ningún arma, Aedan lo sabía. Una mirada veloz le permitió ver el destello de su rubio cabello, la túnica color azafrán; su cabellera giraba en pequeños círculos, una danza frenética en medio del caos. Los guardias ya habían sido abatidos. En el ligero y frenético momento antes de su muerte, Aedan tuvo la clara visión de la expresión del rostro de la princesa: sorpresa total. Ella había pensado que estaban a salvo, al igual que él, tan cerca de la fortaleza del rey.

— ¡Caliese! —rugió; todavía peleaba—. ¡Ven detrás de mí, maldita sea!

Una vez más, fue demasiado tarde.

El hombre sonriente había tomado ventaja de su distracción. Aedan apenas vio la espada que se balanceaba sobre él; dio un salto y giró, pero el picto lo apuntaba desde lo alto y Aedan no pudo esquivarlo. El filo plano cayó sobre su sien, un golpe cruel que hizo que su mundo comenzara a girar y no sintiera el suelo debajo de sus pies.

Yacía en el camino, contemplaba las nubes que sobrevolaban el lugar. Increíblemente, no sentía dolor, sólo la sangre caliente que recorría su mejilla. Pero no podía moverse, ni siquiera cuando su caballo gritó, retrocedió y cayó sobre su pierna.

Aún no sentía dolor. Se maravilló ante tal hecho, ante las voces lejanas y los llantos de su hermana y las dulces, dulces estrellas que habían comenzado a parpadear desde el centro del cielo.

El cielo se oscureció. Las estrellas parpadearon: buenas noches.

* * * * *

Movimiento.

Un movimiento interminable, enfermizo, un violento balanceo que mantenía su mente en blanco, su cuerpo había desaparecido, el mundo había desaparecido, no había ni estrellas ni pictos ni caballos. Sólo permanecían sus desnudos pensamientos y ese infinito y horrible balanceo.

Era negro, negro y despiadado. Aedan desconocía ese lugar, esa falta total de todo. Sin embargo, luego, en su ofuscada y tambaleante neblina, se dio cuenta de que lo conocía. Era la muerte, y era rápida, ruda y tambaleante…

—.. .a la costa… Es hora…

—…allí, adelante. ¿Ves? Allí…

No podía ver nada. No podía sentir nada. ¿Respiraba aún? ¿La muerte respiraba?

—Maldita lluvia… cómo… se suponía…

Sal La olía. La saboreó. No tenía ni labios, ni nariz, ni lengua, pero sentía el sabor de la sal.

—¡…maldito! Digo que regresemos ahora mismo.

—No. Conoces las órdenes.

¿Era sangre? ¿El mar? Sí, el mar. Sal del mar, fuerte y penetrante. La sentía también en ese instante. Lo llenó, cada parte recóndita de su ser. Explotaría con ella, la sal, la oscuridad que daba vueltas.

—… ¡Nunca debes acercarte a esas costas! ¡Lo sabes tan bien como yo! Esta tormenta nos destruirá si no regresamos. .. Digo que lo arrojemos aquí y que el destino decida…

Humedad dañina. Lluvia que lo bombardeaba, un viento feroz.

—¡El casco tiene filtraciones! Debemos… regresar.

Un trueno malvado; crujía, temblaba, desarticulaba sus propios huesos.

—…nuestras gargantas cortadas. Si se enteran… si lo descubren.

—¡Nadie lo sabrá! No podemos acercarnos más. ¡Aquí, ahora! Ayúdame.

Y de repente, después de la sal y la lluvia y el trueno, llegó el dolor, un alarido de dolor en todo su ser. No estaba muerto; no aún. Aedan recuperó la voz, pensó que era la de él, un sonido ensordecedor, inhumano. Nuevas palabras las devoraron, las redujeron a un mero gemido que decía:

—Nadie nunca lo sabrá…

Fue lo último que escuchó. Fue elevado, enrollado, moretones y sangre, todo su ser se agitó con violencia. Un oleaje acucioso lo envolvió y no se oyeron más voces; no más movimiento. Sólo sentía la helada desolación del mar que lo abrazaba, lo ahogaba, que le quitaba el aire de los pulmones hasta que finalmente sucumbió ante él y respiró profundamente.

* * * * *

Se hundía, se hundía…

Tenía la sensación de algo que iba deprisa junto a él, algo cálido, sin peso. Aedan se dio cuenta de que era él mismo, su alma que partía y dejaba su mente detrás, un sufrimiento, un castigo por su incompetencia, por la pérdida de su honor, su familia y su dominio.

Intentó moverse pero no pudo. Intentó respirar pero no pudo. Sólo podía sentir ese instante maldito y preguntarse por qué sentía tanta tranquilidad.

Se dio cuenta de que tenía los ojos abiertos, que todavía estaba debajo del agua. Que había algo más que solamente océano alrededor de él; su túnica, ondulada; su cabello, a la deriva…

Sin embargo, no era su cabello.

Entre la oscuridad del océano y un débil y rizado murmullo de sangre, vio un nuevo rostro delante de él; pálido y fantasmal… Una mujer, con cabello de seda entretejido, alrededor de él, un fuego que manaba y le hacía señas. Los ojos de la mujer no se posaban en él; largas pestañas y piel suave como la plata o la piedra, como la lluvia o la tormenta, elementos que estaban más allá de su entendimiento.

Ella se volvió para mirarlo. Antes de que Aedan pudiera pensar, antes de que pudiera razonar, el mar se tornó oscuro una vez más.

* * * * *

Silencio. No hables.

Se inclinó sobre él, habló sobre sus labios, los de ella eran suaves y ardientes, dulces como la vida, como sueños de miel. Su beso fue fugaz, un contacto burlón, su lengua, el roce pasajero de sus senos contra su pecho desnudo. Cuando ella se incorporó, Aedan intentó alcanzarla; no lo logró. Era una diosa sobre su ser, mármol helado pero al mismo tiempo una llama ardiente, un contraste viviente de brillante esperanza y un profundo y oscuro deseo.

No podía dejar de mirarla. No quería quitar su vista de ella.

Largos mechones de cabello caían sobre sus hombros, sus brazos. Era la perfección a la luz de la luna, colores mágicos, cabello rojizo y piel blanca, ojos de un color índigo oscuro. Sus dedos entrelazados en las trenzas; de espaldas a Aedan.

Sonrió a medida que sucumbía al silencio de Aedan: una sonrisa conocida, seductora y cautivante. Su cabeza se hundía una vez más sobre él. Aedan se quedó sin aliento con el sabor de ella.

Ella era el océano. Las olas distendidas, la neblina azotada por el viento.

Aedan la acarició, deseaba más de lo que ella le ofrecía, sus senos firmes, sus pezones tensos apoyados sobre sus manos. Cada respiración que ella daba, llenaba las manos de Aedan, enviaba una onda de deseo sexual puro y erótico hacia él. La apretó con cuidado y escuchó un gemido que surgía de su garganta. Ella levantó el mentón y arqueó su espalda, todavía esbozaba su seductora sonrisa. La luz de la luna favorecía la forma de su cuello, hacía centellear la cadena de plata que llevaba puesta, el relicario decorado con volutas. Su piel semejaba la luminosidad de una perla; era brillante y fuerte y radiante, una mezcla de mujer y misteriosa divinidad.

Las manos de Aedan se deslizaron hasta los muslos de la mujer. Ella se posó sobre él con las piernas abiertas, rozándolas contra él, su cabello a la deriva mientras él la acariciaba, mientras él la sentía, húmeda y caliente. Cuando introdujo un dedo dentro de ella, la mujer gimió y cerró los ojos y Aedan no pudo esperar más, no pudo resistir más. La acercó hacia su cuerpo, con más fuerza ahora, demandante. No se necesitaron palabras; ella tomó el control sobre él y se hundió bien dentro de él. Y entonces fue él quien gimió.

Nunca se había sentido de ese modo. Nunca había conocido un éxtasis tal, un placer doloroso mientras el calor de ella lo envolvía, y Aedan deseaba más de ella, más de ese momento. Quería todo su cuerpo sobre él, quería que cada centímetro de su cuerpo le perteneciera, cada bocado, sus senos y su suave vientre, el salvaje, salvaje corazón de ella…

Ella succionó los labios de Aedan, jadeante; Aedan le besó la espalda, con fuerza, con la fuerza con la que su cuerpo se introducía en ella, compartieron el mismo aire y bailaron la misma danza. El cabello rojizo de la mujer flotaba y su cuerpo flexible y hermoso lo sostenía, lo mantenía a él tenso. Las manos de Aedan se deslizaron hasta la cintura, por debajo de la cadera, sus dedos se hundieron en su piel, implorándole que fuera más rápido, más profundo, sí, sí, así…

Aedan gimió cuando estalló, sintió lo mismo en el cuerpo de ella también, y Aedan casi muere por ello, casi deseaba morir mientras la inundaba con su ser, mientras ella se arqueaba sobre él, llevándose todo con deliciosa y estremecedora avaricia.

* * * * *

El jilguero cantaba en su jaula.

Aedan frunció el entrecejo, giró la cabeza, buscó la almohada para cubrirse las orejas. Había tenido el más increíble de los sueños, el más increíblemente e intenso sueño carnal y no quería dejarlo ir…

Ese maldito pájaro, siempre con su canto triste, una cascada de notas lacrimosas, día y noche. Pensó que ya se lo había dado a Caliese; se lo había llevado a su habitación. ¿No fue así? Le había parecido un regalo muy delicado en ese entonces, el pajarillo, la jaula tejida con mimbre.

El maldito canto vibraba en su cabeza. Si hubiera sabido que nunca se detendría…

—Suficiente —dijo y abrió los ojos. No era su alcoba. Aún peor, ni siquiera era Kelmere. Aedan se levantó del lecho (no era su camastro) y observó a su alrededor, con la extraña sensación de estar en un sueño, no el que hubiera deseado.

Estaba en una alcoba de piedra, con tres ventanas arqueadas y ahuecadas y un techo en el que podía ver el cielo Azula través de la argamasa desmoronada.

La alcoba era incluso más grande que la que tenía en la fortaleza de su padre. Quizás era la alcoba principal, llena de colores bizarros y hermosos a la vez. Había poltronas sin almohadones; baúles sin bisagras; un armario, enorme e imponente, con una capa dorada descamada en los bordes, que formaban volutas metálicas. Había una mesa de granito negro brillante con guijarros esparcidos por encima. Despojos de tela, algunos andrajosos, otros colocados sobre los muros y de colores diáfanos: plata y blanco, y el más oscuro color púrpura.

Había un mirlo situado en la parte superior de una silla de respaldo alto. Hizo silencio finalmente; lo observaba.

Aedan se volvió para mirar detrás de él, todavía sumergido en su sueño. Sin advertencia alguna, el pájaro voló, le dejó caer en el aire y luego se elevó hasta salir por una de las ventanas abiertas.

Y en ese momento fue cuando vio los yelmos romanos, desnudos y vados como calaveras, alineados en una siniestra procesión contra la pared que se encontraba delante de él. Cada uno había sido dispuesto con cuidado sobre una cruz de espadas oxidadas incrustadas entre los escombros del suelo.

No era un sueño. Él no soñaría con eso. Entonces, ¿dónde estaba?

Pictos. Atardecer.

Donde fuera que estuviese, alguien lo estaba cuidando o espiando. La habitación parecía estar desierta. No oía voces, ningún sonido de hombre o animal, sólo un rugido familiar y constante.

Había una puerta detrás de él, pero estaba cubierta por sombras; no podía siquiera distinguir si estaba abierta.

Debía irse. Tenía que encontrar a su gente, a sus soldados. Debía entender qué había sucedido.

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