La última sirena – Shana Abe

Cuando pasó detrás de un trío de señores ingleses, Ronan en efecto giró la cabeza para continuar mirándola. Una mirada de color. Había vuelto a encontrarla. Ahora estaba a su lado mirando hacia la fuente de cava. Dejó que su inspección descendiera, siguiendo las curvas de satén.

Ella mantenía el abanico plegado, caído contra la enagua. Tenía los dedos flexionados, la muñeca bastante derecha… No era para nada la forma habitual. Ronan reconocía esa manera de asir. Sostenía el abanico como si fuera un arma.

Sí, lo intrigaba la mujer de satén coral, y aún no había visto su rostro.

La orquesta comenzó algo nuevo, una brillante melodía tintineante y la dama se dio la vuelta. Aunque parezca increíble, más allá de las bailarinas y los bebedores, más allá de los cortesanos de mirada lasciva y los innumerables debutantes de mejillas enrojecidas, de un extremo a otro de la inmensa habitación, sus ojos se encontraron.

Ronan sintió inexplicablemente como si bajara de un acantilado muy escarpado. La miró fijamente y ella a él y sólo pudo quedarse allí parado, rendido e inmóvil, controlado por una mirada de un verde claro vidrioso que parecía iluminarle el alma y quedarse allí, arrojando luz.

No podía decir si era bonita o poco atractiva. Sólo tenía la impresión de sus rasgos: pestañas oscuras, cejas aladas, labios pintados que combinaban con el vestido. Pero ni siquiera estaba seguro de eso. El resto de ella se desdibujaba en colores y formas; sólo su mirada se mantenía fija, tan aguda y hermosa que sentía como si lo hubieran herido de alguna manera en su interior. Ambas cosas: una herida sangrante y éxtasis.

Allí, dijo una voz que se hacía consciente dentro de él. Allí está ella.

Estaba rendido. Inmóvil.

—Señor.

Con una gran fuerza de voluntad, Ronan apartó la mirada. Su mundo volvió a ser el mismo, una habitación caliente y atestada y el viejo Baird delante de él, sudando en su chaleco de domingo.

—No está aquí, señor —dijo el hombre—. Hemos buscado por todo el lugar. Sin duda, escuchó que usted vendría.

—Sin duda.

Ronan respiró hondo para despejar su cabeza; necesitaba concentrarse esa noche. Demasiadas cosas dependían de él ahora como para perder su atención. Demasiadas esperanzas, demasiados planes.

—Esperamos su orden —dijo Baird en voz baja.

—Dígale a los demás que hemos terminado. Lamont no vendrá ahora.

—Sí, señor.

A pesar de sí mismo, Ronan volvió a mirar hacia donde había estado parada la dama. Hubo un destello de coral repentino, brillante con la luz de la antorcha, mientras ella se retiraba por las puertas francesas que conducían al jardín del duque. Sola.

Allí está ella.

En el calor dorado del salón de baile, entre los tantos fantasmas de su ayer y la fría promesa de su mañana, Anndra Ronan MacMhuirich tomó una decisión inmediata.

—Baird.

—¿Sí?

—Pensándolo bien, recorra otra vez la habitación. Me reuniré con usted pronto.

Y se abrió paso entre la multitud para seguir a la mujer de coral.

Capítulo 3

Leila salió con rapidez del salón de baile y se adentró en el crepúsculo violeta del jardín. Se movía porque debía moverse; caminaba porque no podía quedarse quieta.

La gente se daba vuelta para mirar. Más despacio, más despacio. No necesitaba llamar la atención ahora. Siluetas inclinadas en las sombras, rostros fantasmales, el brillo de los diamantes como luciérnagas en la oscuridad. Sin embargo, no aminoraba el paso. Su corazón latía acelerado y le temblaban las manos. Se sentía bastante mal, como si su corsé estuviera demasiado ajustado.

De todas las ideas extrañas, de todas las noches para derrumbarse emocionalmente…

Podía cerrar los ojos y aún verlo. El hombre del salón de baile, el extraño que la miraba…

Nunca había visto un hombre tan verdadera y terriblemente guapo. Nunca había visto un rostro como el suyo, líneas las líneas bien definidas y sombras grises, el destello de sus pestañas y ojos de un diabólico azul profundo. Podría haber cobrado vida de un retrato del Renacimiento, un príncipe pintado en zafiro y oro, colores adornados sobre un azabache. Había estado dando vueltas, se había preparado para atravesar la habitación una vez más, y entonces…

Entonces lo vio, solo al otro lado de la sala, apoyado contra uno de esos ridículos pilares con los brazos cruzados, sin sonreír. Una peluca corta y una elegancia hecha a medida; estaba vestido de negro pero no en terciopelo, no llevaba un lazo chillón, tampoco. La miraba con una concentración total. Como si la conociera. Como si ella lo conociera a él.

Y el frío más extraño había llegado hasta ella, una debilidad muy extraña en sus miembros. Por un instante, suspendida allí en un zafiro…

La gravilla era ruidosa, tal como lo había predicho. Leila dio la vuelta en una curva, oyó voces, y de manera instintiva giró en la dirección opuesta. Necesitaba aire, eso era todo. Unos pocos minutos en la calma de noviembre para encontrar su compostura, para respirar y pensar y recordar quién y qué era.

Encontró una glorieta de un enrejado encalado, una parra de hiedra salvaje dispuesta de un lado a otro de éste con una dedicación suntuosa. Había un banco en el interior, casi perdido en la noche. No había nadie por ahí cerca, excepto grillos y búhos. Se sentó con gratitud, se quitó los zapatos y comenzó a masajearse los pies doloridos.

Che pronto la seguiría. Tenía que pensar qué le diría.

Estoy bien. Hacía mucho calor. Demasiados pretendientes. Demasiados ojos. Estoy bien.

Bien.

El aire frío era como la verdad: un fuerte ardor en el pecho. Inhaló profundamente, tanto como lo pudo mantener, lo dejó salir otra vez con un siseo silencioso.

Niña tonta, perder la cabeza por unas pestañas con punta de oro y una mandíbula cuadrada.

El cántico del búho se hacía más intenso y luego suave; susurros de los amantes que se movían por ahí de manera sigilosa, no muy cerca. Y entonces, bajo el estribillo fantasmagórico de la música que aún salía del salón de baile, escuchó pasos. Se interrumpían y se reanudaban otra vez, se acercaban cada vez más y terminaron en las escaleras de la glorieta.

Bien. No había llevado mucho tiempo.

Leila no se molestó en levantar la mirada de su pie.

—No —le dijo ella a los dedos de su pie en medias—. No vino.

—Ya veo —dijo una voz profunda y mordaz—. ¿Le doy mis condolencias o mis felicitaciones?

Las manos de ella se detuvieron. Exhaló una sola vez, muy superficial y levantó la mirada, y sí, vaya, sí, maldición, era él.

En la selva mansa del jardín, el hombre parecía mucho más grande que antes, casi imponente. La luz que se atenuaba debió haberlo suavizado pero en cambio tenía el efecto opuesto: un saco negro, pantalones negros, medias y zapatos; contra la blanca glorieta adornada, él era completamente austero. Formidable. Su mirada mantenía la de ella y el mismo vértigo singular que había sentido en el salón de baile la amenazaba.

Con sus pestañas largas y sus diabólicos ojos azules parecía ver justo a través de ella, como si estuviera hecha de papel de arroz o de hielo.

Leila obligaba a sus dedos a que se relajaran. Ocultó los pies debajo de ella. El aire soplaba frío en sus tobillos. Él parecía darse cuenta; sus labios mantenían la sonrisa más leve.

—Creo que ninguna de las dos cosas —dijo ella, con más seguridad de la que sentía—. Vendrá pronto.

La sonrisa desapareció.

—Señora, excúseme. —El hombre bajó la mirada—. ¿Quizás se le cayó esto en el camino?

El abanico. Lo vio acunado en las manos de él. Su corazón comenzó a latir con más fuerza.

—Sí. Gracias —dijo ella y extendió la palma de su mano abierta.

Él dudó, luego lo desplegó.

—Un diseño muy poco común. —Las plumas asentían y se agitaban. Él se dio vuelta y las levantó hacia la luz, ignorando la mano de ella. Un dedo delgado encontró el pincho de acero insertado en el centro; lo toco con cautela, un pinchazo al descubierto.

Saldría sangre. Ella misma había limado la punta.

Volvió a mirarla y sus cejas se levantaron.

—Es la moda en España —dijo ella con ritmo constante.

—España —murmuró él y la sonrisa regresó.

—Para protegerse contra los sinvergüenzas.

—Por supuesto. —Lo cerró con cuidado—. ¿Qué es una dama sin su abanico?

—Tristemente desvalida —dijo Leila y se puso de pie para tomarlo de su mano—. Le agradezco una vez más, señor. Buenas noches.

Pero él obstruía la salida y no mostraba voluntad de hacer lo contrario, sólo se quedó allí parado con su sonrisa tensa y una mirada inclinada y de reojo la miraba como si esperara que dijera o hiciera algo más. La brisa se instalaba a la vez que la luna huía de las nubes, marfil creciente sobre la anchura de sus hombros. Tenía un halo de luz, salvaje y claro, atractivo a la vez, concentrado en ella por completo. Leila sintió, de manera asombrosa, que un arrebato comenzaba a acercarse sigilosamente a su garganta.

No lo mires. Vete. Márchate antes de que Che venga.

Pero no lo hizo.

—Mi nombre es MacMhuirich —dijo el hombre con sencillez al ver que ella no hablaba, ni se movía, ni se marchaba—. Ronan MacMhuirich.

—Señor Mac…

—MacMurray —repitió él con cuidado, dándole a la palabra una especie de nota musical. Esperó y luego la provocó—. ¿Y usted es…?

Al menos ahora ella sabía qué hacer. Leila levantó la mano.

—Doña Montiago y Luz.

Él tomó sus dedos enguantados y se inclinó ante ellos con total formalidad. Ella podía verlo con más claridad ahora, con la luna a través de los árboles; su chaqueta se estiraba con fuerza en su espalda, el lazo negro de su cola estaba atado con un nudo corto y prolijo. Sus dedos presionaban con mucha suavidad los de ella, seguros y firmes, y ella tuvo la impresión de que era su voluntad más que su estilo.

—Mucho gusto —dijo él con esa maravillosa voz baja.

—Mucho gusto —repitió ella con suavidad.

La noche parecía volverse muy silenciosa. Las nubes soplaban en lo alto en silenciosas volteretas plateadas. Incluso el búho había terminado su canción lastimera.

Leila deseó, de repente, no estar usando guantes, para poder sentir la calidez de su piel contra la de ella.

¿Eso no complicaría su noche?

El hombre se incorporó y le soltó la mano. Ella dio un paso hacia atrás, incómoda de sí misma y de él, y con un repentino silencio en el resto del mundo. ¿Dónde estaba Che?

—¿Es amigo del duque? —se oyó a sí misma preguntar.

—En realidad no.

—De la duquesa entonces —dijo ella con un pequeño giro extraño de su corazón.

—No.

No dijo nada más, ni tampoco se alejó. Leila sintió que su sonrojo subía un poco más. Para disimularlo, se concentró en deslizar la muñeca por el lazo de su abanico, cerró los dedos alrededor de la comodidad tranquilizadora de las plumas y el acero. Con la cabeza inclinada, sus ojos fueron hasta las manos de él, hasta el tajo recto y pálido de sus puños, inconfundibles contra su saco. Sus dedos se entrelazaban para formar un hueco débil; parecía que sostenía la luz de las estrellas y la dejaba derramarse alrededor de ambos.

Cuando Leila volvió a levantar la mirada, su expresión era más dura, más oscura; parecía robarle la misma respiración. Los atardeceres de ambos se suspendían.

Por un momento breve y peligroso, ella dejó volar su imaginación.

Ojalá… ay cómo desearía…

—¿Y usted? —preguntó él —¿Conoce a Honorine?

Ella parpadeó y dijo las líneas que había practicado.

—Tenemos un amigo en común. El duque y la duquesa fueron muy amables al incluirme en sus festejos. No conozco mucha gente en Inglaterra.

—¡Qué afortunada! —dijo el hombre, enigmático—. ¿Y viajó desde España para asistir a su encantador baile?

—Estoy aquí de visita.

—¿Con su esposo? —inquirió de manera insulsa.

—Me temo que estarán preguntando por mí —dijo Leila—. Le ruego que me disculpe.

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