La última sirena – Shana Abe

Tenía la peluca suelta y dejaba ver un mechón de cabello rubio debajo del negro. El corcho quemado de una ceja le había tiznado la frente; el colorete era irregular. Él notó estos defectos en silencio sabiendo que ella ya lo sabía, que le había permitido este momento sólo para satisfacer alguna idea interna propia.

El hizo una pausa para mirarla más de cerca. Se había equivocado con respecto al colorete… Estaba herida. La piel de la mejilla izquierda estaba rosada y algo hinchada. La habían golpeado.

—Tu mejilla —dijo Che, frío—. Es un problema.

—El polvo lo cubrirá. —Sus pestañas bajaron. El también conocía esta señal; lo había rechazado. Che retrocedió un paso y Leila lo rodeó, pasó por el vestíbulo hasta el cuarto del frente.

La tienda del comerciante de telas estaba abarrotada hasta el techo con rollos de paño, terciopelo y seda apilados copiosamente sobre sí mismos, husos de encaje cubrían las paredes, un par de tijeras colgadas de un clavo. Afuera, del otro lado de las ventanas de postigos, pasaba un coche de alquiler.

Ella comenzó a quitarse el corsé.

—¿Cuánto tiempo tenemos?

—Doce minutos. —Él colocó la vela sobre el estante del cortador, al lado del lugar en el que ella había dejado la ridícula canasta, ahora sin el pan, según él notó, y luego se dio la vuelta y miró a la ventana—. Estás retrasada.

—Don Camilo comía con lentitud.

—Una pena.

Ella no respondió. Él escuchó el crujir de sus faldas. Sus zapatos golpeaban contra el mostrador. —Hay un espejo en la pared —dijo él. —Ya veo.

Quedan diez minutos. Ocho. Él mantenía la mirada sobre la luz que se filtraba entre los postigos, contaba los segundos que pasaban.

—¿Cuánto le diste a la mendiga? —preguntó él.

—Una libra.

—Santo Dios —dijo con ligereza.

—Tenía un niño.

Cinco minutos. Cuatro.

A los tres minutos estaba preparada. Lo llamó por su nombre y fue hacia ella.

* * * * *

La pareja de ancianos que bajaba las escaleras de la tienda del comerciante de telas pertenecía con claridad a la alta burguesía de los comerciantes. Camino a un juego de cartas de medianoche, tal vez, a juzgar por los guantes de la dama. Iban bien vestidos pero no tanto como para provocar la envidia del carterista que se sentaba encorvado contra la pared cercana. El corte del saco del anciano volaba demasiado abierto para estar a la moda y las pelucas de ambos estaban rígidas por la grasa, rizos anticuados de su juventud. Ambos caminaban con bastones, el de él de ébano, el de ella de pino amarillo.

El caballero llamó un coche, ayudó a entrar a su mujer y se marcharon.

* * * * *

Menos de dos minutos más tarde, el comerciante de telas llegó de regreso a su tienda con el carro cargado de géneros y los ojos enrojecidos por un día largo en el puerto. Nunca notó la pequeña marca en la cerradura de la puerta de entrada trasera y sólo trató de descifrar brevemente el ligero olor a sebo que perduraba en el cuarto del frente antes de irse a la cama.

Capítulo 2

Leila de Sant Severe se sentó encorvada hacia adelante, sola, junto a la ventana de su cuarto en la modesta posada que Che había conseguido. Miraba hacia fuera, a la oscuridad profunda. Un viento débil se levantaba con la noche. Se mezclaba con la neblina de Londres. Llevaba las estrellas del cielo hasta un polvo brillante y plateado.

Las estrellas eran diferentes en España. Todo era diferente. Las noches españolas eran más intensas, el aire más frío. En España, las estrellas resplandecían con un fulgor más brillante, lágrimas de mil ángeles, como solía decir su abuela, o mil deseos de niños pequeños lanzados a Dios.

Leila prefería creer en esto último; ella misma debía haber espolvoreado la mitad del cielo con deseos para cuando alcanzó los diez años.

Una corriente de aire entró de un silbido por delante de los cristales y se deslizó con facilidad por la seda color ciruela de su bata. Bajó la mirada a sus manos y se frotó las palmas para calentarse.

Londres era un lugar frío, tan lejos del calor árido de su hogar como ningún otro lugar que hubiera visto aún. Habían estado en Inglaterra durante más de dos meses y aún no se había adaptado al cambio. Se sorprendía a sí misma mirando Constantemente el cielo, un sol tragado por las nubes, o pequeño y distante en la bruma marrón del invierno que cubría con una capa la ciudad.

Leila se decía que le agradaba el frío. Había aprendido a amar el frío.

Tan rápido como la idea llegó a ella, la desechó. No se atrevía ni siquiera a pensar en cosas como esas… No con Che tan cerca.

Un golpe resonó en la puerta, que se abrió para dejar ver a la criada que llevaba una fuente de comida para la mesa que se encontraba junto a la chimenea. Leila se puso de pie, ajustó la bata con más firmeza a su alrededor y se dirigió hacia la comida para examinarla.

Carne hervida y manzanas asadas. Una porción de pan de jengibre, su favorito, que se deshacía en migajas. Comida simple pero que saciaba; Che sabía que tendría hambre.

Leila nunca comía en los días que la contrataban. Sólo los pasaba con nerviosismo.

La criada ponía los platos y los cubiertos con el rostro hacia abajo, el cabello lacio, las mejillas pálidas y el delantal gastado y manchado. Era el mismísimo retrato de un ratón de ciudad que se movía al borde de la pobreza.

Leila sabía, mejor que nadie, la manera en que la pobreza engendraba desesperación. La manera en que la desesperación podía llevar a las personas a correr cualquier tipo de riesgo para sobrevivir. Incluso sobornar. Incluso asesinar.

Porque podía y porque sabía que debía hacerlo, Leila levantó la mano hacia la joven.

—La cerveza —le ordenó, y sin una palabra, la criada se dio vuelta para servirle de la jarra. Leila estiró la mano para coger el vaso que le ofrecía, abrió su mente y luego, muy a propósito, dejó que sus dedos se rozaran.

Extenuación; un sueño profundamente agotador hasta las seis. Si se apresura, habré terminado en una hora. Mañana a lavar ropa y hornear. Espero conseguir anguilas frescas pero Jemmy necesita leche. Entonces anguilas no, la semana próxima, la semana próxima, melaza otra vez. Platos esta noche, Eud, espero que me pague, está una quincena atrasado. Jemmy necesita leche. ¿Cuándo terminaremos? Una hora y nos iremos a casa, espero… El pequeño Jem me necesita…

La criada dejó el jarro y volvió a los platos. Sirvió la carne y la mostaza. Leila quedó allí de pie un momento mientras dominaba la respiración, resistía lo inevitable, cegaba el intenso dolor de cabeza que comenzaba a envolverle las sienes.

Regresó a la ventana fingiendo mirar hacia afuera con la cerveza apretada en sus dedos entumecidos. Sólo la idea de bebería hacía que se le cerrara la garganta.

Al menos sabía que la joven no era una espía. Con seguridad eso valía la pena.

—Si quiere, señora, llame cuando haya terminado —dijo la criada detrás de ella, y Leila le hizo señas con una mano en respuesta, sin darse vuelta. El dolor de cabeza la dejaba muda; no podía responder aunque lo deseara.

El silencio se instaló de un lado a otro de la pequeña habitación, y se quebraba sólo por el ruido del fuego.

Con lentitud, mucha lentitud, la noche volvió a ser el centro de atención.

El viento del otro lado del cristal comenzó a calmarse. Se concentró en la espiral de hojas. El pequeño Jem, sin anguilas… Seguía su danza. Necesita leche, me necesita a mí… Hasta que su visión se hizo borrosa. Cuando ya no pudo fijar más la mirada hacia afuera, cuando las hojas perdieron forma in la extensa oscuridad, apoyó el vaso en el suelo, se llevó las manos al rostro y se frotó los ojos. El dolor fuerte comenzó a aflojar las garras aferradas a su cabeza.

Dios sabía que estaba cansada. Necesitaba dormir. En el momento justo, Che dio un golpecito en la puerta. No esperó a que contestara; sabía que no estaría en la cama.

A diferencia de ella, no se había lavado ni desvestido, aunque si se bahía quitado la ridícula peluca. Se había cepillado el cabello con esmero y lo había atado por detrás. Era amarillo con esa luz, aunque eso (como muchas cosas sobre él) era simplemente una ilusión.

—Deberías dormir —dijo, y ella se permitió una sonrisa tensa.

—Lo sé.

Llevaba una taza con él. Era su ofrecimiento habitual en noches como esas. La dejaba sobre la mesa con la comida. No se la entregaba. Tenía cuidado de nunca, nunca tocar su piel desnuda.

—Leche caliente —le dijo— y un toque de ron.

—Gracias.

Se movió con cuidado hasta la silla más cercana a la chimenea y estiró la pierna herida con un suspiro. Le daba el perfil a Leila, una nariz aguileña y feroces cejas grises, labios fruncidos por los pensamientos.

Ella cruzó hasta la mesa, apoyó la cadera contra el borde y partió el extremo del pan de jengibre.

—Podríamos no ir —dijo Che por último; su voz se hundió profundamente—. Podríamos cancelar el acuerdo.

—No.

—Entonces, demorarlo.

—No.

—Querida, perdóname, pero no tienes buen aspecto. Un pequeño descanso…

—No, Padre.

—Entonces hazlo por mí —dijo él, malhumorado—. Estoy viejo. No puedo seguir el ritmo como antes.

Leila levantó la taza de leche y la observó.

—¿Ah no? Te pareces mucho a lo que siempre has sido. —Sintió el aroma del vapor e inclinó el borde hacia la luz. Una vez la había envenenado, hacía mucho. No le agradaba repetir errores del pasado.

Nada de fósforo, no había motas reveladores ni sedimentos. Probó un sorbo y saboreó sólo leche y el cálido toque de ron.

—Podríamos regresar a casa —murmuró él—. Piénsalo. A casa.

—Pues vete —invitó ella con suavidad, aún mirando fijamente la taza.

No hubo respuesta. No necesitaba mirarlo para saber su reacción: ojos estrechos y labios apretados. No se marcharía sin ella. Tan sólo la idea era absurda.

Había sido el maestro de su aprendiz, su guía y su guardián casi por más tiempo del que podía recordar. La había arrancado de la oscuridad y la había apuntalado en un mundo de engaños impresionantes, le había hecho pelear con espadas y batirse a duelo con personas ingeniosas, trajes y disfraces, anatomía y pócimas, mosquetes y cuchillos…

No veía la hora de poder escapar de él.

Finalmente Che suspiró otra vez. Era el sonido de un anciano, largo y prolongado.

—Tenemos suficiente oro ahora. Más que suficiente.

Leila se inclinó para mirarlo.

—¿Perdón?

Apartó su cabeza y encogió los hombros.

—¿Es que ensayas un personaje nuevo? —preguntó ella —. Tú me enseñaste que nunca hay suficiente oro.

Él levantó una mano que brillaba por los anillos.

—El conde de Kell es un hombre poderoso.

—Hemos tratado con otros como él.

—Un hombre poderoso —continuó él en voz más alta, con conexiones poderosas. Reina como un rey bárbaro allí en el norte, rodeado de su pueblo, encerrado en su fortaleza. Acercarse…

—Ya discutimos esto. Hicimos planes.

—Escúchame. Tengo un presentimiento sobre éste…

—Los presentimientos son mi negocio —contestó ella.

Un golpe, y uno bueno; lo observaba mientras fruncía el ceño hacia las llamas.

—Muy bien —le dijo por fin—. Estás decidida. Entonces, quizás esta vez terminemos la misión sin acercarnos.

Algo simple, como una belladona en su oporto, tal vez, o un poco de arsénico sobre su bistec, como el señor.

—Pareces haber olvidado que de hecho nunca nadie lo ha visto comer o beber en público.

—Entonces, un disparo… desde lejos. Tu puntería es infalible.

—Sabes que no lo haré. No le haré daño. No le haré daño a nadie sin saber la verdad primero.

—No. —Se pasó los dedos por debajo del mentón—. No lo harás. Siempre fue tu dilema. No el mío.

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