La última sirena – Shana Abe

Siempre había podido ver bien en la oscuridad, incluso de niña. Nunca le había temido a la noche. Quizás por eso se puso de pie tan dispuesta, flexionando dedos y pantorrillas mientras la seda de organza susurraba y suspiraba.

Un sonido tenue provino de la izquierda, sordo y pequeño como un ratón. Un clic. La puerta de la habitación acababa de cerrarse.

Ruri permaneció allí, sus sentidos al natural, y se preguntó si lo había imaginado. Había cerrado la puerta antes de ir a la cama, de eso estaba completamente segura. Pero tan sólo unos segundos antes… ¿no había visto una abertura estrecha en la oscuridad, una silueta larga y gris contra la penumbra que su ojo había pasado por alto?

Tomó un jersey de la maleta abierta, no se preocupó por buscar un par de zapatos. Descalza, corrió silenciosa hacia la puerta y apoyó la mano en el picaporte de oro. Se abrió con un sólo y callado golpe de aire.

El pasillo delante de ella estaba vacío, tenebroso como el lecho del mar. Con la puerta entreabierta, la corriente de aire encontró su compañera; una brisa fantasmal se deslizó sobre sus hombros hacia la noche y agitó mechones de su cabello que quedaron inmóviles en el aire.

Se puso el jersey por la cabeza y luego escuchó Con atención una vez más. Todo lo que oyó fue la lluvia.

¿Quién estaría despierto tan tarde? ¿Quién habría estado en su puerta?

Nadie, se dijo con firmeza. Fue la corriente de aire.

Pero se dirigió al gran salón.

Era fácil desplazarse sin hacer ruido. Su única compañía era el lamento monótono de la tormenta y la sombra de su sombra, acuciante, delante de ella. Pasó por una estatua de Diana que posaba con su arco en el aire y luego una de Psique y Eros, alas desplegadas y un beso de piedra. En un hueco abovedado, había una sirena de bronce que con los brazos en alto, se elevaba entre las olas.

Hizo una pausa en la entrada a la galería de retratos, miró a su alrededor, todavía sin ver nada fuera de lo común.

No… allí… al otro lado de la galería. Sintió un reflejo en el rabillo de su ojo, que desapareció cuando se dio vuelta. Se quedó helada, respiró entre dientes pero no volvió a suceder. No había sido la corriente de aire ni su imaginación.

Regresaría a su habitación, pondría una de aquellas piezas exquisitas delante de la puerta, volvería a la cama y esperaría el amanecer. No debía, no debía caminar hacia delante por ese pasillo como lo estaba haciendo, atraída por una fuerza que ni siquiera podía definir, un impulso más profundo que la curiosidad, más tranquilo que el miedo.

Contra una claraboya alta y redonda, la lluvia se volvió un murmullo, un rastro de una canción olvidada mucho tiempo atrás que se agitaba en sus oídos.

Había algo que la esperaba más adelante. Ruri necesitaba descubrir qué era.

Quizás todavía seguía soñando. Quizás todavía era parte de un sueño, con la lluvia que cantaba dulcemente y el aire reconfortante y cálido.

Pasó junto a los retratos de sus parientes muertos hacía tiempo, levantó la vista sin marearse y contempló las filas de ojos que la miraban. Ahora que sabía quiénes eran, los reconoció en fragmentos: el mentón de su padre en un hombre de la Restauración; su cabello color tostado en uno de la época eduardiana. Su nariz en una doncella pelirroja, pero no mucho más hasta que encontró una dama… ¿medieval?, ¿isabelina?… con una cofia con joyas y un rostro solemne y las manos de Ruri entrelazadas sobre su regazo.

Y casi todos ellos tenían los ojos color azul lapislázuli de su padre, los de ella. Qué curioso que no lo hubiera notado antes.

Al final del salón, el pasillo se dividía en un descanso y una ventana con largos paneles que proyectaban una luz fantasmal. Cuando miró afuera, sólo la neblina la saludaba y ejercía presión sobre el vidrio. Seguramente no habría nada más aparte de la mansión; el resto del mundo había desaparecido, había sido engullido por la neblina y la magia.

Por primera vez, Ruri sintió frío. Se llevó los brazos al pecho, miró a su alrededor, pero todavía seguía sola. Incluso la corriente de aire se había desvanecido.

Con suavidad, de modo inconfundible, hubo otro clic en la oscuridad, por el pasillo, a la derecha.

Sus pies comenzaron a caminar en contra de su voluntad; caminaba hacia allí mientras su mente procesaba el sonido. Las sombras se volvieron más espesas. Se desplazaba por instinto mientras sus ojos se adaptaban… suelos de mármol, mesas barrocas, puertas cerradas. En una ocasión, un espejo con marco en madera de teca mostraba la mirada astral de una mujer mientras ella pasaba por allí, ojos de gato sorprendido, cabello grisáceo despeinado.

Con exactitud, en el punto medio del pasillo, volvió a suceder. Ruri llegó a una nueva puerta, apenas abierta… y mientras vacilaba, osciló sobre bisagras silenciosas, revelando la habitación delante de ella.

Era otro dormitorio. Una recámara, mas bien, muy más grande que la que tenía ella. Y la cama tema un dosel y pesadas cortinas decoradas.

La puerta continuaba abierta en una silenciosa invitación; cuando espió, la oscuridad comenzó a disolverse en un ocaso. Desde las puertas del balcón junto a la cama, se extendía más neblina que se elevaba y pasaba de un color negro a gris a casi claro.

El aire se abrió suavemente cuando se dirigió hacia la cama.

Enredado en las mantas estaba Ian. Dormido. Parecía dormido sobre su costado, con el cabello desordenado y un brazo sobre las almohadas.

El mundo parecía comenzar a girar lentamente. Era tan familiar. Incluso la forma en que dormía le resultaba conocida, la curva de su cuerpo debajo de las sábanas, el arco de su brazo.

Ella había tenido novios, adolescentes, en la escuela y luego hombres adultos, pero alguna peculiaridad en su naturaleza hacía que siempre los dejara antes del amanecer. Nunca se había quedado despierta para admirar a su amante a la luz de la luna o a la luz del nuevo día. Nunca se había sentido lo suficientemente segura o a salvo como para dormir junto a ellos durante toda la noche. Nunca había sentido esa clase de amor.

Sin embargo allí, en ese momento de ensueño, Ruri pensó que había visto a ese hombre, en esa pose, cientos de veces antes, miles. Conocía cada mechón caprichoso de su cabello, el modo en que sus dedos se enredaban en las sábanas. Cómo daba vueltas con velocidad y volvía a una profunda calma, sin despertarse.

Una nueva corriente de aire hizo que las cortinas de la cama se agitaran un poco, un empujón en su espalda. Ian se volvió contra esa corriente y las mantas dejaron al descubierto su pecho. Piel desnuda y gloria esculpida: no llevaba puesta una camiseta.

Hacía más frío allí que en el resto de la mansión. Ruri se inclinó sobre él y deslizó la manta nuevamente sobre sus hombros. Una tenue conmoción la sobresaltó… ¿Estaba realmente allí? ¿Él?… pero era tan irreal como esa habitación. Cuando rozó con su mano la frente de Ian, no se alejó, sólo hizo una pausa en el lugar, un placer culpable que florecía en su ser con ese pequeño descubrimiento sobre él. No parecía un sueño, era cálido y tangible, carne viva en sus dedos.

Recordó, con severa claridad un momento que había vivido el día anterior en la lancha. Su rostro con el cielo bajo detrás de él, la brisa del mar adornaba su cabello.

Los brazos de Ian se tensaron; Ruri quitó su mano. Volvió a girar en su sueño, se llevó la otra mano hacia la frente y frotó la zona donde ella lo había acariciado. Los labios de Ian esbozaron una sonrisa.

Ruri respiró aire frío y retrocedió hasta salir de la habitación.

La lluvia había cesado. Ian despertó y lo supo; había dormido y soñado con ese sonido, y cuando la tormenta amainó en las horas previas al amanecer, su cuerpo se despertó en estado de alerta. Debido al absoluto silencio, el día lo despertó. Cuando Ian se dirigió hacia el balcón, todas las colinas y árboles exhalaban grandes bucles de humo. El cielo había comenzado a clarear.

Sería hoy. La llevaría hoy.

Se levantó temprano, antes que los demás, antes incluso que sus más eficientes sirvientes. En las ordenadas cocinas de Kelmere preparó huevos revueltos y una tetera de té fuerte. También hizo tostadas con mantequilla y se alegró al encontrar un frasco de mermelada de frutos rojos escondido en la despensa. La de fresa era su favorita.

Pensó en comer a solas sobre el fregadero mientras contemplaba el amanecer y la persecución de nubes. Sin embargo, Ruriko se levantaría en cualquier momento. Iría en busca del desayuno en el gran salón sin lugar a dudas.

Llevó todo para allí.

Pero aún no la esperaba, ciertamente no, y en verdad mientras el sol desparramaba sus febriles rayos sobre el horizonte, Ruri no apareció. Ian supo que el cambio de horario podía ser una causa. Decidió, con generoso humor, dejar que durmiera todo el tiempo que necesitara.

Quería que estuviera renovada para Kell. Quería que sus sentidos estuvieran agudos, mejor para ver y oír y caminar junto a él hacia su destino.

Terminó los huevos, comió dos rebanadas de pan tostado con mermelada. Le apetecía más pero también deseaba esperarla. Sus dedos comenzaron a tamborilear sobre la mesa con su propio ritmo nervioso. El cielo, más allá de las ventanas acanaladas, cambió de bermellón a anaranjado.

Pero la esperaría.

Cuando oyó movimiento en la entrada del salón, levantó deprisa la cabeza y luego rió.

—Por Dios. ¿Cuánto le pagaste a Angus Drummann para navegar tan temprano?

Rupert entró, desgarbado, se quitó el sombrero y lo golpeó con pereza contra sus piernas mientras caminaba. Se movía con mayor rigidez que lo usual. El rostro mostraba rastros de cansancio, pero su respuesta fue lo suficientemente animada.

—Jesús. No te lo diré. Ese hombre de mar ladrón y su chatarra de palangana oxidada, con una pérdida en la popa desde hace dos semanas… Debí dejar el automóvil atrás. Debería sentir vergüenza ese Angus, de cobrarle a un anciano por esa cosa.

—Deberías haber salido a medianoche.

—Sí. Cuando terminó la tormenta, partimos nosotros.

—Ella todavía estaría aquí.

Lo había dicho con docilidad, pero Rupert le clavó una mirada intensa.

—¿Lo estaría? ¿Me preguntaba por qué tenía en mi cabeza la idea de que la llevarías Kell lo antes posible?

Ian volvió a reír. Dándose por vencido y con un gesto, le ordenó que tomara asiento.

—No tengo idea.

Sintió que parte de la tensión anterior comenzaba a disiparse mientras veía a Rupert suspirar y tranquilizarse, tomar la tetera y la taza que sobraba que era para Ruriko, revolver y servirse té de Ceilán caliente y una gran porción de nata.

—¿Y ella cambió de idea acerca de la isla, como dijiste que lo haría? —preguntó sin levantar la vista de su tarea.

—No aún. Pero lo hará.

—Tan pronto como la vea, dijiste. ¿No la ha visto aún?

Ian arrojó una miga de tostada de la mesa, sin responder.

—Pensé que habías pasado lo suficientemente cerca ayer a la mañana. Pensé que tendrías todo el tiempo como para ir a gran velocidad hasta allí en tu nueva lancha antes de la tormenta.

—Cambiará de opinión —repitió la frase con tozudez, como si con su tono de voz pudiera hacerlo real.

—Pero no aún.

Sus dedos comenzaron un nuevo tamborileo; los calmó.

—No.

En las grandes paredes de la habitación, los tapices medievales todavía colgaban, protegidos ahora detrás de un vidrio, pero aún claros, coloridos, su belleza eterna sin eclipsar.

Ian fijó su mirada en un unicornio rampante en un valle, flores color púrpura a sus pies, su cuerno puntiagudo y enroscado, un desafío de bronce al cielo.

—Conoces la maldición de la sirena —dijo Rupert, con su tono de voz armonioso y de persona anciana.

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