La última sirena – Shana Abe

La respuesta de Ian fue brusca.

—La conozco.

—Espíritus gemelos perdidos, regresaron —Rupert sorbió con ruido el té—. Me pregunto, ¿qué sucedería si una de esas almas no regresara como dice? O… ¿si no quisiera nada de la otra persona?

Ian observó el unicornio, solitario en el valle, raro y exótico y en soledad.

—Todo el bien que hubo antes, todos los amantes juntos, borrados de un plumazo como si nunca hubieran existido.

—Es sólo una historia, Rupert.

—Quizás el océano se trague la diminuta isla.

—No seas tonto.

—Quizás eso es lo que deba suceder de todos modos.

—Vete. —Ahora estaba enfadado e intentó reprimirlo—. Es sólo una historia.

Rupert sonrió con afabilidad sobre su taza de té.

—Si lo crees así. Pero me lo pregunto ahora.

Capítulo 12

Los vecinos de pueblo comenzaron a llegar después del desayuno. Llegaban a Kelmere en automóvil y a pie, pero la gran mayoría, en bicicleta, con las ruedas enlodadas, timbres de hojalata y canastos y más canastos con obsequios.

Para Ruriko, la heredera de Kell.

Ian los recibió cordialmente, pidió té y bizcochos y envió a una criada a que despertara a Ruri mientras se preguntaba por dentro cuánto tiempo le llevaría. Había querido aprovechar la marea de la mañana, pero el timbre no dejaba de sonar…

La criada regresó y le informó con un murmullo en el silencio interesado del gran salón que la señorita Kell no se encontraba en la cama, ni tampoco en la habitación.

Rupert le echó una mirada de inconfundible gracia. Ian asintió con la cabeza y le ordenó que se retirara y trajera más bizcochos… Estos habitantes de la isla estaban hambrientos… Luego se excusó en la sala y se retiró. Se fue para dar paso al murmullo zumbador de los presentes y el gran alboroto de cucharas contra la porcelana importada. Sin duda, Rupert los mantendría ocupados.

La criada había estado en lo cierto: Ruriko no estaba en su habitación. Ni en la galería o en la sala de estar ni en ninguno de los salones. Tampoco en el salón de baile con su extravagante y hechizado vacío. Ni siquiera en la sala de armas donde podría contemplar los escudos romanos. Tampoco en la antigua torre o, Dios no lo quiera, en el calabozo. Desacostumbrado, también revisó el candado de la cubierta del pozo negro celta. Todavía estaba bien asegurado.

Diablos. ¿Dónde se había metido?

Ian la descubrió fuera, de pie y sola en el silencioso límite donde comenzaba el bosque, concentrada en algo que Ian no podía ver. La había estado buscando por más de una hora y estaba a punto de pedir ayuda; sólo el orgullo y el recuerdo del rostro de Rupert lo llevaban a seguir adelante solo. Finalmente, la había encontrado con sólo seguir el rastro sobre el césped pisoteado por donde había pasado, hierba nueva y flexible debido al agua, una huella errante desde el jardín trasero hasta el margen del bosque.

Estaba de espaldas a él. Su cabello castaño combinaba con la quietud del lugar, ensombrecida por los árboles; parecía ligeramente élfica, modelada por la niebla, mitad allí, mitad no… Posada entre dos mundos.

La idea tenía un encanto molesto. Ni en el bosque ni fuera de él; ni en las hierbas ni en el brezo, ni de él y sin embargo… de él. Su alma perdida.

La neblina de las tierras altas trazaba lazos entre ellos y se desvanecía en el cielo.

Se acercó sin hacer ruido pero Ruri lo oyó de todos modos; un costado de su mejilla palideció cuando ella giró su cabeza y lo vio. Estaba de pie detrás de una haya pesada, se abrazaba a sí misma, el dobladillo de sus jeans color índigo por el rocío.

Ian apareció junto a ella y se detuvo lo suficientemente cerca como para tocarla. Ruri lo saludó con un débil murmullo.

—Mira.

Ian siguió la mirada de Ruri, vio helechos y musgo, turba mezclada con agujas de pino y las hojas de álamo con forma de corazón que habían caído.

—Justo allí. —El brazo apenas levantado.

Debajo de las hojas de helecho había un murmullo, pequeño y furtivo que luego desapareció. Ian se acerco más. Había un trío de conejos acurrucados en las hojas con los ojos cerrados y las orejas dobladas, pardos como la tierra. El que se encontraba en el medio se retorció y se volvió a acomodar y colocó su hocico debajo de su hermano.

—Están abandonados —murmuró Ruri—. No tienen madre.

—No —habló con la misma inflexión en la voz—. Está por aquí.

La elevación de una de sus cejas le dejó claro a Ian lo que pensaba. Apoyó su mano sobre el brazo de Ruri, la llevó hacia otro árbol, un poco más alejada de ese lugar.

—Sólo viene por ellos una vez al día. El resto del tiempo están solos.

—Pero son tan pequeños.

—Sí. Así es la vida.

Ian mantenía la mano apoyada sobre el brazo de ella. Llevaba puesto un jersey esa mañana, sencillo y suave, de un color confuso y cálido que le hacía recordar la canela. Sus dedos estaban apoyados en la curva del hombro de Ruri con un consentimiento robado, buscando la fuerza de ella, una resistencia esbelta al peso de su mano.

Pensó en toda la gente que había en la mansión, esperándolos. Pensó en Rupert y en Kell y en la maldición de la sirena que colgaba sobre su cabeza. En la neblina que amainaba y en la esclavitud de su proximidad, una loca confusión de ideas parecía comenzar a girar.

Se la llevaría a los valles y cascadas donde estarían solamente ellos dos, juntos y solos. La tendría entre sus brazos y la serenaría y la besaría debajo de los álamos y pinos temblorosos. Inhalaría su esencia y la saborearía y le diría quién era ella y quién era él y lo que estaba escrito que debía suceder…

El brazo de Ruriko se relajo a un costado. Ian retiro la mano.

—¿Has notado que en los cuentos de hadas nunca hay una madre? —Apoyó su mejilla contra el tronco nudoso de un pino—. Tampoco padre.

—En general, no.

Rió de modo ahogado.

—No. Creo que los cuentos de hadas son más para niñas. —Un brazo elevado con pereza una vez más, abrazaba el árbol para no perder el equilibrio—. ¿Dónde están tus padres?

—No lo sé.

Se enderezó y se volvió para mirarlo.

—Nunca los conocí —Ian miró fijamente la densa maleza de los bosques—. Me dejaron de bebé.

Ante el silencio de Ruri, la miró de reojo; no podía ver nada en su firme rostro.

—Lo siento —dijo finalmente.

—No lo estés. Nunca los extrañé. —Lo que era una mentira, pero no necesitaba saberlo. Quería contarle cómo había encontrado a su verdadera familia después de todo, no de sangre sino de espíritu, de karma y destino, pero las palabras no iban a salirle.

—¿Estás en contacto con tus padres adoptivos?

—No fui adoptado. Estuve con custodia tutelar.

Ruri se miró los pies y los raspó para quitar un poco de lodo esponjoso de su zapato.

—¿Quién te obsequió el perro? ¿Auger?

—Estaba perdido. —Respiró profundo; el aire sabía a primavera húmeda—. Me siguió hasta casa un día y así comenzó la historia. Un perro mestizo, de orejas raídas y una cola sin pelo. Tan feo como esos. Lo mantenía escondido en el depósito de la leña cuando estaba en la escuela. Compartíamos la cena.

Apareció un esbozo de sonrisa en la comisura de los labios de Ruri.

—¿Y el caballo?

—Lo robé.

Ruri rió ante tal respuesta, un claro sonido como de plata, más dulce y agradable que las campanas.

—¿Lo salvaste de un destino nefasto?

—Por supuesto. —A su pesar, Ian sintió que sonreía—. Era un caballo de una carroza que había sido apaleado, la clase de caballo que pasea turistas alrededor de un parque. Había sido vendido para hacer pegamento. Rompí la cerradura del matadero y lo saqué de allí. Fui lo suficientemente rápido como para salvarnos a los dos.

—¿Lo tenías en el depósito de leña?

—Tenía ya una casa para entonces, cerca del campus de la universidad. Los vecinos no estaban contentos.

Ruri extendió su brazo, todavía sonreía, y le tomó la mano.

—Doctor MacInnes, en realidad creo que eres un héroe.

Palabras sinceras, pero Ruri las había dicho en tono de broma. Disfrutaba de su sonrisa, de las pequeñas líneas que achicaban sus ojos con un destello dorado. Cuando sonreía de ese modo, parecía un hombre diferente, no el soberbio escocés que vivía en aquel lugar helado, sino alguien generoso y cálido, con una mirada iluminada por el sol y el encanto de un pirata astuto.

Había tenido la esperanza de hacerlo reír, ver su rostro iluminado con buen humor. Pero los ojos de Ian se alejaron de Ruri, incluso la sonrisa aniñada se desvaneció. Ian miró, en cambio, las manos de Ruri, sus dedos la tomaban de la muñeca con amabilidad. Luego, apareció una mueca en sus labios, no había humor sino algo más áspero.

—¿Lo soy?

—Otra pregunta desviada. Eres bueno en eso.

Sus dedos ejercieron más presión e Ian levantó la vista.

—¿Puedo verlo? —preguntó antes de que Ian pudiera hablar—. ¿A tu valiente Sol?

—Hoy no. Quizás mañana. Hoy… —suspiró— vinieron unas personas a verte.

—¿En serio? Pensé que deseabas ir a Kell.

—Sí. Lo deseo. Y quizás lleguemos, si nos apuramos. —Le soltó la mano—. ¿Vienes?

—Sí.

Ruri miró una vez más por encima de su hombro mientras se dirigían a la mansión, pero los conejitos estaban bien escondidos entre los helechos.

—Ha venido todo el pueblo…

—Sí, tu pueblo —dijo y dejó la conversación allí.

La gran habitación que constituía el salón estaba salpicada de personas, algunas sentadas, otras de pie, agrupadas en racimos de sombreros marrones o círculos de tazas de té y faldas. Mab se encontraba allí con su cabello rojo como un faro; Ruri la vio primero, el único rostro familiar.

—¡Allí esta! —dijo la mujer, con una sonrisa feliz y brillante—. ¿Cómo está, querida?

—Bien, gracias. —Ruri se encontró en medio de un abrazo y luego fue liberada en una nube de perfume—. ¿Cómo está usted?

—Bien, bien. Traje a mi sobrina. Quería conocerla. ¡Laurie! Ven aquí, niña y salúdala.

Una niña de cabello rubio se aproximó; no tenía más de dieciséis años y había traído a su novio, alto y pecoso, quien a su vez había invitado a su madre, una señora con cuatro hermanas y un perro, pero el perro estaba fuera, rascándose las pulgas (¿Quién dejaría entrar a un lugar como ese a un perro enlodado?) pero había un esposo que conocer, también…

Eran tantos. Ruri intentó recordar los nombres y los rostros y luego se dio por vencida; todos eran Maggies y Bridgets y Hughs, algunos con nombres tan cargados y oscuros que le eran imposibles de pronunciar. Eso provocaba más sonrisas y una cadena de palabras a menor velocidad. Escucharlos era como escuchar música hablada; la pronunciación de Ian era más recia; un patrón musical que causaba cosquillas y al mismo tiempo era agradable.

Alguien le pidió que tomara asiento; Ruri lo hizo y quedó rodeada nuevamente de personas. Entre el aprisiona miento de cuerpos vio a Ian que estaba recostado en su silla, apartado del resto, con los brazos detrás de la cabeza y los pies apoyados en una esquina de la mesa. No la estaba mirando a ella sino a las grandes y angostas ventanas sobre ellos. A juzgar por el tiempo y el lugar, bien podría haber sido un solitario aristócrata en un día de caza, sofisticación e inquieta languidez, un indicio de impaciencia en su boca. El perro enlodado hubiera combinado bien con él: sus botas cruzadas dejaban caer fango sobre toda la mesa.

—Y espero que no le moleste, querida, pero tengo un presente para usted.

Ruri se volvió hacia Mab, que había colocado algo envuelto en estopilla sobre las manos.

—Ah… es muy amable de su parte, pero no puedo…

—¡No, nada de eso! Es sólo para darle la bienvenida, como lo hacemos siempre.

—Una costumbre —agregó una de las señoras.

—Sí, una costumbre. Una de las antiguas costumbres de la isla.

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