La última sirena – Shana Abe

Ya no podía esperar más por ella. En medio de sus libros mayores y hojas contables y el eterno montón de números que le recitaba su apacible administrador, Ronan continuaba mirando el sol por la ventana de cristales. Lo observaba subir y subir del otro lado del bosque, por el césped color azafrán. Por encima de la pérgola y sobre el costado del flanco del este de Kelmere, inundaba su despacho con la inconfundible luz del día.

Había quedado exhausta y necesitaba dormir. Eso era todo.

No había forma. No podía concentrarse. No podía dejar de pensar en ella. Algún pequeño detalle de la noche anterior arañaba el fondo de sus pensamientos escurridizos. Ronan se disculpó con William. Le dijo que volvieran a programar una reunión según su conveniencia y llegó a la puerta justo cuando el ama de llaves se acercaba con las noticias de que «la muchacha extranjera» estaba cuidando de Baird.

Allí fue donde la encontró. Vigilaba la silueta postrada de su amigo. La mano de él estaba apretada entre las suyas y ella tenía la cabeza inclinada, mientras Allie y un grupo de mujeres permanecían ansiosas a los pies de la cama.

Por un momento sintió que su corazón se deshacía. Sabía de la enfermedad de Baird; había consultado al médico por la mañana temprano, tan pronto como lo supo. Sólo era la fiebre, había dicho el hombre. Muy probablemente la habría cogido en la tormenta de Ayr… pero Allie estaba con los ojos enrojecidos y la figura esbelta de Leila tenía una curvatura en los hombros que no había visto antes. Entró al cuarto y las mujeres se dieron vuelta a la vez para mirarlo. Todas menos Leila, que tenía el mentón contra el pecho y los ojos cerrados.

—¿Qué le dan de comer? —preguntó ella, y abrió los ojos al ver que nadie respondía. Levantó la cabeza pero sin hacer otro movimiento aparte de ese. Baird soltó un resoplido que se atragantó con una tos.

—Señora —dijo ella con más brusquedad—. ¿Qué come?

—Nada —dijo Allie, con una fugaz mirada de angustia hacia Ronan—. No come nada, ni siquiera ante las órdenes del médico.

—¿Qué medicina toma?

—La que le dio el doctor…

—Muéstreme.

Allie le mostró una botella de vidrio marrón; Leila apoyó con delicadeza la mano de Baird sobre las colchas. Cuando se movió, Ronan pudo ver su rostro con mayor claridad. Estaba pálida, con la piel demacrada. Lucía casi tan enferma como Baird. Se veía… como la noche anterior. El dolor de cabeza.

El cosquilleo en el fondo de su mente se volvía más intenso.

Leila abrió la botella, sintió un leve hedor e hizo una mueca.

—Dios mío, es hisopo. —Miró a Allie con ferocidad—. Hisopo. Lo matará con esto.

—Pero… el doctor…

—¡No es fiebre! —dijo Leila con brusquedad—. Es su corazón.

—Pero él dijo…

—Tiene las uñas azules y sus manos están heladas. A su esposo le duele aquí. —Le tocó el pecho—. Y aquí. —Y luego el brazo izquierdo—. Es su corazón.

—Bueno, yo… —Por primera vez desde que Ronan la conocía, Allie parecía haberse quedado sin palabras.

—¿Qué medicina debería tomar? —preguntó Ronan por lo bajo.

Leila apretó la palma de su mano contra la frente y negó con la cabeza, muda.

Él se acercó. Su mirada iba desde donde estaba ella hasta el hombre en la cama.

—¿Qué debería tomar? —repitió, aún bajo.

—Dedalera —respondió por fin, en un estallido—. Es su corazón. Por el amor de Dios. Lo prepararé yo misma. La dosis incorrecta con certeza terminará con él.

—Leila.

—Necesito mis baúles. Los del barco.

—Leila, detente. —Él extendió su mano y con sus dedos le tocó ligeramente el labio superior—. Estás sangrando.

Ella se dio vuelta con un pequeño sonido y se llevó ambas manos al rostro. Una de las mujeres se apresuró hacia ella con un pañuelo. Lo aceptó y le dio la espalda a todos.

—Señoras —dijo Ronan—. Discúlpennos.

Se marcharon en fila. Allie fue la última de todas y le lanzó a Ronan una última mirada intensa. Cerró la puerta tras ellas y luego se acercó a la cama.

Baird dormía bajo las mantas, casi sereno. Había sido su compañero y consejero por muchos años. Ronan recordaba de manera bastante vivida el día en que Baird había nacido. También hacía frío. Era pleno invierno.

Ronan ajustó las colchas con cuidado alrededor de los hombros de su viejo amigo.

—Cuando lo toco —comentó él—, sólo veo un buen hombre. ¿Qué ves tú?

Ella bajó el pañuelo con un lloriqueo pero no se dio vuelta. Él tenía una vista excelente de su nuca y aquel rizo persistente.

—¿Qué ves, Leila? ¿O es más que una percepción?

—Tiene problemas con su corazón —respondió finalmente.

—Bueno. —Ronan sintió su propia sonrisa—. Al menos eso lo entiendo.

Ella caminó hacia la ventana y corrió las cortinas que estaban cerradas. La luz del sol se dividía a través de ella en el cuarto y caía como una flecha por el suelo. El colorado de su vestido se encendió como una llama.

Él le preguntó:

—¿Siempre sucede esto, o sólo cuando lo deseas?

—¿El qué?

—La visión. Cuando tocas a alguien.

Arrugó el pañuelo en su puño.

—Sólo los ojos pueden ver —dijo cortante.

—Dulce mía, de verdad estoy muy viejo para ser diplomático ante temas incómodos de tratar. Esto es Escocia, el mismo fin del mundo civilizado. Aquí tenemos hadas, duendes y polvo de estrellas, e incluso sirenas. Has sabido lo que era yo mucho antes de que te lo mostrara. Nunca tocas a nadie sin guantes… excepto a mí. Pero hoy has tocado a Baird y al clan, ayer a la noche… Vi que retirabas tu mano… —Ronan se detuvo, reprimido, mientras otro misterio comenzaba a disolverse en su mente—. Esa es la razón por la que La Mano te sacó de tu pueblo —dijo él con lentitud—. ¿No es cierto? Porque podías ver.

—No —dudó, luego se dio vuelta para mirarlo—. Esa es la razón por la que no pidió mi rescate.

Él asintió con la cabeza, alentador. La magia sucede todos los días decía su expresión, aunque sabía muy bien que no era verdad.

La magia real era extraña. Tan extraña como el amor verdadero.

Los ojos de ella cayeron de nuevo. Pasó una mano por el abanico de sus faldas para alisarlas. La luz rubí se suavizaba y cambiaba con sus movimientos. Él podía ver con claridad el contorno de cada pestaña de terciopelo y el fino arco de sus cejas. Había perlas en su cabello, delicadas cuentas plateadas atrapadas en un entretejido de luz de estrellas.

—Che comprendió la manera en que mi don podía ayudarle. Porque podía decirle cosas de la gente que nadie adivinaba, que nadie sabía. —Sus dedos se inquietaban en el pañuelo dándolo vueltas y vueltas—. Si hacía las preguntas correctas mientras yo tocaba a alguien, veía las respuestas. Dónde guardaban el dinero. Quién era confiable y quién no.

—Pero te duele —dijo Ronan.

—Sí, siempre me ha dolido.

—Y él te obligaba a continuar.

Ella lo miró. Una espiral de oro verde y llamas.

—Quería vivir —dijo ella con simpleza—. Él me ofrecía el modo.

—Leila —dijo él con brusquedad—. Cuando… yo te toco…

—No. No ocurre así contigo. Es diferente. Es… muy agradable.

Agradable. No era la palabra que él hubiera escogido. Increíble. Glorioso. Emotivo, un cambio de vida,…

Baird soltó otro resoplido soñoliento seguido de una sarta de palabrotas en voz alta sumamente claras.

Leila se llevó el pañuelo hasta los labios. El color comenzaba a resaltar en sus mejillas; sus hombros temblaban.

Ronan sintió que algo rígido dentro de su pecho comenzaba a aliviarse.

—Sugiero que tengamos nuestra conversación en otro sitio, milady.

—Fuera no —dijo ella con rapidez, cerca del pañuelo.

—No, mi amor. Nos quedaremos dentro.

* * * * *

Pasaron tres días.

Tres días de simular que su mundo era normal, que nada milagroso había llegado para quedarse junto a él en la forma de una mujer muy hermosa. Ella se tomó sus tareas a pecho. Ronan recibió una lista de reglas para obedecer por su seguridad y así lo hizo. Leila casi siempre estaba a su lado. La miraba y le consultaba y contemplaba lo encantador que era su clan. Ella era exótica, reticente y desconocida. Los intrigaba sólo con su silencio y los atraía en un círculo a su alrededor uno por uno hasta que quedaban en su órbita como cometas con el sol… tanto como él lo hacía.

Hizo traer sus baúles hasta la habitación. Las llaves se habían perdido. Kirk, el de los dedos hábiles, trabajaba para abrir con artimañas las trabas hasta que Leila le pidió prestadas las limas de metal y dio la vuelta a los seguros en menos de un minuto. Incluso Finlay preguntó cómo lo había logrado.

Se puso la cocina a su disposición para que preparara la poción. Ella permaneció al mando de las ollas hirvientes y las hornallas de cobre. El lugar se llenó del olor inconfundible de un boticario. Mezclaba y revolvía y murmuraba medidas para sí y cuando Allie apareció, Leila hizo una segunda tanda, para que la esposa de Baird pudiera ver cómo lo había hecho.

No había magia ahí, dijo ella. Sin embargo, se equivocaba. Había magia en cada respiración suya.

En el gran comedor, la tercera noche, Baird estuvo otra vez levantado, con los labios blancos pero presente. El clan estaba muy animado por verlo. La sala resonaba con las conversaciones, levantaban vino y whisky en un frenesí de brindis que duró toda la cena.

Kirk, sentado al otro extremo de la mesa, había convencido a un novato de hacer una apuesta y obtuvo un hermoso puñal nuevo como recompensa. Hacía alarde de eso, mostraba la cuchilla y le provocaba a Finlay una envidia oscura hasta que Ronan alzó su mano.

Leila, según recordó él más tarde, se encontraba a su derecha y hablaba con Baird. No sólo la cabeza sino todo su cuerpo estaba apartado de él mientras atosigaba con delicadeza a Baird para que comiera.

Kirk le lanzó el puñal sobre el abadejo.

Antes de que Ronan pudiera cogerlo, Leila lo empujó con fuerza con ambas manos. Si él no se hubiese sorprendido tanto, ella no lo habría podido mover, pero se lanzó toda la fuerza de su peso por detrás. Ronan y la silla Gibbons de patas finas se inclinaron y cayeron. Después, Leila y su silla se desmoronaron.

Sobre ellos bajó un silencio significativo.

Entre las patas de madera satinada talladas y los almohadones bordados, Ronan llevó sus manos hasta el cabello de ella y la besó. Le desordenó todo el peinado pero no le importó.

—¿Te has lastimado? —le preguntó justo cuando aparecía el rostro preocupado de Baird por encima del hombro de ella.

—No. ¿Y tú?

Ronan sonrió.

—No. —Y la volvió a besar.

Baird la ayudó a levantarse mientras Ronan se encargaba de las sillas. Cuando volvió hacia ella, Leila hizo una reverencia formal, luego buscó el puñal y lo entregó por la empuñadura.

De repente estalló la risa, silbidos y aplausos y zapateos. Ella permaneció allí un momento con el cabello suelto. Luego, le ofreció una segunda reverencia, más tímida, a la mesa.

La tomó de la mano y pensó: La amo.

Ella levantó la mirada hasta la de él. El brillo de su sonrisa difundió calidez como un día de verano por su corazón.

* * * * *

Ya lo había olvidado. Había olvidado cómo era ser la niña que alguna vez sólo conoció de árboles, colinas y abrazos, y nada acerca de la morbosa muerte por encargo. Había olvidado cómo se sentía estar rodeada de inocencia, sin códigos ni insinuaciones perspicaces escondidas entre las palabras. Había olvidado qué se sentía al caminar con confianza, relajar ese dolor sordo y consumir entre sus omoplatos, la marca de una vida temerosa. Había olvidado la calidez y la comodidad, y el amor.

Pero luego, por la mañana temprano en su cuarto día en Kelmere, llegó un mensaje de Che.

En el esplendor del granito arqueado del solemne vestíbulo, un par de criadas encontraron el cuerpo de espaldas del señor Johnson arreglado con tierno cuidado. Tenía los ojos bien cerrados y las manos dobladas piadosamente sobre el pecho.

Leila quedó sola en el alboroto que sobrevino. Miraba hacia abajo, al cadáver, y se dio cuenta de que se había olvidado de sí misma.

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