La última sirena – Shana Abe

Capítulo 5

La madre de Ione le había dicho que más dulce que el atractivo de un hombre era seducirlo. Por ello, Ione usaba el manto abierto, lucía perlas y brazaletes… aunque el relicario, por supuesto, era siempre una parte de ella. Nunca se lo quitaba.

El escocés notó tales cosas y más: la forma en que se movía debajo del manto, el movimiento de sus caderas, el destello de sus piernas. Lo había planeado todo con cuidado, hasta el color de las piedras preciosas de los brazaletes. Sí, Io era culta, una estudiosa de los hábitos de la humanidad, pero más allá de eso, era una criatura de instintos afilados. El escocés estaba herido pero era fuerte. Si no le importara, el control sobre él se le iría de las manos y Aedan se escaparía. No se arriesgaría.

Entonces, ella misma lo llevó a la habitación que había elegido para él y se aseguró de que el brazo de Aedan se apoyara sobre su hombro desnudo, que su cabello rozara el cuello y el pecho de Aedan. Recorrieron juntos el pasillo, se detuvieron al mismo tiempo, dos pares de pies desnudos sobre las monedas y las piedras.

Llegaron al lecho y ella lo ayudó a recostarse. Se recostó mientras la miraba. Apoyó su negra cabellera sobre las almohadas. Dos finas trenzas enmarcaban el rostro, cubierto de gotas de ónix y cuarzo.

—Duerme —dijo Ione—. Duerme que cuando te despiertes estaré aquí.

—Eso es lo que temo.

Ella le sonrió, divertida.

—Nunca respondiste mi pregunta. ¿Te duele la pierna?

—No —respondió sin cerrar los ojos.

Io se arrodilló a un costado de su lecho e hizo a un lado las mantas. Apoyó la pierna herida sobre una pila de mantas de piel; Io las aplanó y las moldeó alrededor de las tablillas para una mejor sujeción. A pesar de lo que Aedan había dicho, el hueso no estaba roto pero estaba astillado, doblemente doloroso, lo comenzó en su muslo y con la yema de sus dedos examinó rápidamente su longitud, seguido por curvas sólidas de músculo.

Lo había acariciado antes, por supuesto. Lo fascinaba, áspero donde ella era suave, firme donde ella era blanda. Qué sensaciones interesantes, la piel de lo contra la de él, un contacto delicioso. Aedan era tan ardiente. Le encantaba que fuera ardiente. ¿Todos los hombres serían así?

Aedan se dio la vuelta e Io lo miró. La mirada de Aedan era intensamente plateada; le provocaba escalofríos en todo su ser.

Io inhaló profundamente, exhaló y comenzó a acariciar su mentón magullado.

Paz, paz y paz… Siguió con una suave caricia, su pensamiento concentrado, y trasladó el dolor que Aedan sentía a sus dedos, dejó que se extendiera en sus manos. En Aedan, el dolor lo oprimía, pero en Io palidecía, se volvía más débil hasta que la mentira del hombre se volvía verdad y en verdad no era nada.

—Me estás curando —murmuró.

—No —negó sin dejar su tarea—. No tengo el don de curar. Sólo de calmar el dolor.

—¿Eres una bruja?

Ella sonrió una vez más.

—No. —Volvió a negar sin mirarlo a los ojos. Se volvió para examinar el corte que había en su rostro.

Ya había cicatrizado, la sangre se había coagulado y formaba escamas. La rozó, pensativa, distraída por la calma de Aedan, su absoluta calma ante su caricia.

Era ardiente y olía a hombre y a tierra, y sus pestañas eran negras y sus manos eran fuertes y lisas, presionadas contra las mantas de la cama.

—Te quedará una cicatriz aquí—le dijo con suavidad.

—Pero viviré. —Debajo de sus palabras yacía una pregunta.

—Ah, sí. Vivirás. —Esperaba que fuera cierto.

—Gracias.

Y luego, Aedan levantó la mirada para observarla, al tiempo que ella lo miraba a él. El escalofrío volvió, fuerte, apremiante. Fue Ione quien rompió el momento, cerró los ojos e intentó concentrarse una vez más. No era la ocasión para su hambrienta mirada… eso llegaría después. Después de esa noche.

Con los ojos todavía cerrados, recorrió el horrible corte. A pesar de la sangre coagulada, temía que la herida fuera más grave. El dolor era profundo, tan profundo que estaba casi oculto. Pero hizo lo que pudo por él, lo encontró, forcejeó contra él hasta que también lo venció.

Cuando terminó, ambos respiraban con agitación. Io retrocedió y se limpió las manos en la falda.

—Escúchame, escocés. Te sientes mejor ahora, pero no durara. No te levantes del lecho. Debes creerme cuando te digo que éste es un lugar seguro para ti. Te cuidaré, lo prometo.

—Ione. —Hizo que su nombre sonara hermoso, a pesar del pequeño aturdimiento que ella le había provocado—. Te confieso que no tengo demasiados deseos de levantarme en este momento.

—Excelente. —Se puso de pie y lo examinó. Los soñolientos ojos grises todavía estaban posados en ella.

—Ione de Kell. ¿Tienes algo para comer?

—¿Qué?

—Comida. Me temo que… —Su voz se desvaneció; su esencia parecía desaparecer y reaparecer lentamente—… me temo que no podré dejar este lecho nunca más si no ingiero algún alimento.

Por supuesto, por supuesto. No lo había pensado, necesitaba comer. Lo sabía. Lo sabía y se le había olvidado.

—Aguarda —dijo y abandonó la habitación.

Para cuando regresó a su lado, el sol se había ocultado en el cielo y enviaba un cálido brillo a través de toda la habitación, lo último del atardecer estaba pintado en una de las paredes más alejadas. Aedan vio cómo cambiaban los colores, de amarillo a ámbar y a anaranjado, y supo que fuera de esa habitación, fuera de aquel extraño castillo, las sombras de la isla serían grandes y profundas y el océano brillaría.

En Kelmere, tan cerca y tan imposiblemente lejano, las cimas de las montañas estarían aprovechando lo que quedaba del día y se volverían color púrpura en la oscuridad del cielo.

Su padre estaría en el concejo con sus asesores; su hermana, supervisaría la cocina. Pensó en lo que tendrían para cenar: pan, por supuesto, pan grueso y blando. Carne asada con sal, cordero o quizás jabalí. Un plato de aves de corral o liebre, lo que fuera que Caliese hubiese cazado con su amada águila cazadora. Nueces, frutas. Guiso caliente para alejar el frío de la noche que llegaba…

O quizás, nada de eso. Quizás no habría cena porque Caliese ya no estaba, y su padre tampoco y Kelmere… tampoco. Quizás los pictos habían ganado. Con certeza, habían sido lo suficientemente perseverantes en sus ataques. Quizás en ese momento, después de tantos años, en lugar de fracasar lo habían logrado y se habían apropiado de la poderosa fortaleza.

Debía estar preocupado. Debía pensar la forma de llegar a su gente… pensar en barcos, las olas del mar, estrategias de guerra. Pero todas esas preocupaciones parecían pertenecerle a alguien más; eran las complicaciones de la vida de otro hombre, de un príncipe lejano… no de Aedan, tan solitario en ese instante, tan tranquilo.

Tuvo una visión sobre la libertad del águila cazadora de Caliese, cómo surcaba los cielos sin restricciones. Planeaba en las alturas.

Las paredes pintadas pasaron del anaranjado al rosa. El océano se agitaba cada vez más.

Se sentía muy relajado. Sintió que quizás nunca se volvería a mover en realidad y eso estaría bien. Eso estaría… bien.

—Aedan.

El sonido de su voz lo arrancó de la contemplación de las paredes. De algún modo, esperaba encontrar a Caliese delante de él, pero no era su hermana. Era la hechicera… ¿Cuál era su nombre? Ione. Llevaba una bandeja en las manos.

No era ni jabalí, ni liebre, ni ave de corral, sino un bacalao de buen tamaño, tres de ellos, todavía humeantes del fuego, Io se arrodilló junto a él una vez más y Aedan notó a lo lejos que lo que él pensaba que era una bandeja, en verdad era una fuente de oro macizo, redonda como una coraza de pecho, casi igual de grande. La apoyó con facilidad, luego levantó. Uno de los bacalaos cocinados (casi todo) y lo abrió con los dedos, sin sobresaltarse por el calor.

—Come. —Le acercó el pescado a los labios. Eso fue lo que finalmente lo despertó de su letargo, la presión de los dedos de lo contra él; el modo en que se inclinaba tan cerca y se veía tan seria.

Aedan se incorporó. Ella no retrocedió, sólo esperó Con el bacalao en la mano.

Con cuidado, Aedan lo tomó con la mano. Por lo que podía observar, había simplemente chamuscado el pescado sobre el fuego hasta que la piel había quedado negra. No tenía sal, ni especias y, por los cielos, era un manjar en su lengua.

Le dio otra porción.

—¿Pan? —preguntó con esperanza.

—No hay.

No importaba. Cuando ya iba por la mitad del tercer pescado notó su mirada atenta, cómo permanecía sentada con paciencia en el suelo con la fuente vacía a un lado. Aedan miró la porción de comida que había en su mano y luego volvió a observarla.

—¿Qué hay de ti? ¿Ya comiste?

—No.

—¿No? —Con un sentimiento de culpa, su tono de voz se volvió más tajante—. ¿Por qué diablos no me lo dijiste? Aquí tienes, tómalo.

Io rechazó el bacalao que le ofreció.

—No como pescado.

—No seas aristócrata. Debes comer.

—No como pescado —repitió con firmeza—. Pero tú sí. Es para ti.

Aedan vaciló y buscó las señales familiares (los hoyuelos en las mejillas, los ojos vidriados, la piel pálida) pero no encontró ninguno de ellos. Parecía tan ideal y saludable como cualquier mujer (hechicera, repetía su conciencia) que hubiera visto.

Su mirada era inescrutable.

—Continúa. Dije que no comeré.

El soldado que habitaba en él no desperdiciaría la comida. Aedan terminó la cena improvisada en silencio. Cuando finalizó, ella asintió en señal de aprobación y le entregó una servilleta para que se limpiara los dedos, tan formal como cualquier anfitriona de su clan.

Aedan se acomodó sobre las almohadas y esta vez, la neblina que se posó sobre él fue de un agotamiento placentero. Tenía el estómago lleno y el dolor sometido. En la penumbra de la habitación, su situación comenzó a parecerle… no totalmente imposible. Sí, pensó, con una especie de aceptación soñolienta, para nada imposible. En verdad, en la casi total oscuridad, incluso su hechicera parecía casi normal, su belleza menos clara; el color extraordinario de sus ojos, camuflados.

Se encontró nuevamente intrigado acerca de ella, cómo una doncella que parecía tan etérea había sobrevivido en un lugar como ése, mágico o no. Cómo había quedado varada allí, cómo se las había ingeniado para vivir. Qué hacía cada día, dónde caminaba. Dónde dormía.

—¿Te quedarás a dormir conmigo? —se preguntó y luego se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta.

—No esta noche. —Parecía no estar ofendida, su tono de voz, era racional—. Esta noche habrá otra tormenta.

—Ah —dijo como si tuviera algún significado para él.

Io se puso de pie, levantó la fuente con las manos; las sombras se mezclaban con el color de su cabello; una combinación de dorado resplandor.

—Pero me verás en la mañana, Aedan. Sé inteligente y recuerda lo que te dije. No vuelvas a dejar el lecho.

Y ella dejó la oscura habitación.

* * * * *

Fue demasiado tarde para el barco.

Ione había intentado todo para salvarlos, intentó engañarlos para alejarlos de la tormenta, de aquel arrecife mortal que rodeaba la isla. La vieron. Lo sabía. Pero como sucedía a menudo, corrían de ella, no hacia ella y para cuando quedaba frente a ellos, la tormenta los envolvía una vez más y luego, el arrecife.

El barco se hizo añicos por completo, como si hubiese estado esperando el momento para hacerlo. La lluvia y el mar desesperaron a los hombres; se lanzaron en medio de las olas y desaparecieron con rapidez, consumidos por las frenéticas Corrientes. Ione conocía el patrón demasiado bien. Los marineros no podrían pensar ni nadar ni respirar… El océano los succionaría y lo que el océano realmente deseaba, ni siquiera Io podía salvar.

Ninguno de esos hombres sobreviviría a la tormenta, sin importar lo que ella hiciera para ayudarlos. Se habían acercado demasiado a la isla, y ahora la maldición había caído sobre ellos con rapidez.

Entonces, Ione peleó contra las mismas corrientes e hizo lo que debía hacer. Encontró a los desafortunados marineros mientras se hundían, los abrazó, uno a uno y comenzó a cantar. Mientras se ahogaban les cantaba, canciones del mundo que yacía debajo del mar, de palacios hundidos y bellos jardines de coral. Miró a los ojos a cada uno y supo que cuando cada hombre la miraba veía un rostro diferente en ella: su esposa, su amada, su hija, abrazándolo, quitándole el dolor y el miedo.

Ione cantó y cantó y dejó que las corrientes cumplieran con su voluntad, hasta que al final, sólo quedó su canción de sirena, que llevaba a los marineros a un sueño profundo debajo de las olas.

* * * * *

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