La última sirena – Shana Abe

Sí; tal como lo recordaba. El olor a humo de la leña y a haggis, piedra oscurecida, vigas y un gato adormecido junto al fuego. El gato levantó la cabeza y los miró con pereza mientras movía con nerviosismo sólo el extremo de su cola ante la corriente de aire frío que ingresaba.

Le ordenaron comida y whisky al corpulento propietario, quien les dio la bienvenida y acercó sillas junto a la chimenea. La taberna estaba casi vacía esa noche; el tiempo había llevado a la mayoría de sus clientes a casa, explicaba el hombre, y Ronan asentía con la cabeza y se compadecía por el aguanieve. Creyó reconocer el brillo de los ojos de ese hombre; el dueño de la taberna de los Quaichs de aquellos tantos años atrás tenía la mirada del mismo alegre gris avellana. Tal vez sería un nieto. O, más deprimente aún, un bisnieto.

Se sentó junto al gato y miró fijamente el whisky. Intentaba no dejar que ese pensamiento se apoderara de él. Ronan nunca deseó ser un hombre que sobreviviera su tiempo y su lugar. Cumplía una función: era necesario para su clan; era un señor, el líder y el conde. Era un mito y una verdad temible. Su pueblo (una gran, gran cantidad de gente) lo quería por quién era y por lo que era. Mientras viviera, tendría eso. Le era suficiente.

—Suficiente —le murmuró al gato, que lo miraba con los ojos amarillos y sin pestañear.

No obstante, había muchos amigos y familiares que se habían marchado. Tantos hombres y mujeres queridos por él, ahora eran polvo en sus tumbas. Sólo Ronan continuaba viviendo. Y viviendo.

Estaba contento de que nunca se hubiera enamorado. Estaba contento de que nunca hubiera tenido la oportunidad de sobrevivir a una esposa.

La imagen de un rostro se mostraba ante él; una visión delicada y majestuosos ojos verdes.

No, al diablo con todo. Estaba contento.

Sus hombres comían pan y estofado, intercambiaban comentarios con su anfitrión sobre el tiempo, los caminos y la probabilidad de que nevara por la mañana. Ronan ni siquiera fingía comer; en cambio, probó un poco de whisky. Ardía en su lengua, a salvo de la turba y la neblina de las Tierras Altas de Escocia.

Sin duda fue el aguanieve lo que sacó a relucir esa tristeza agobiante. En general, no se rendía ante la melancolía.

Bebió unos sorbos más de whisky. La luz de la lumbre bailaba en bronce por la superficie. Era como una proyección de colores entre la palma de sus manos. No se había dado el gusto de beber alcohol desde hacía mucho tiempo. Estaba contento de que de repente lo recobrara, ese humo líquido en su taza, un rastro de hogar, por fin.

Sus hombres se acomodaron junto al fuego, hundidos en sus capas a cuadros escoceses. Habían transcurrido cien años y los Quaids aún no tenían alcobas privadas para alquilar. Ronan se sentó a escuchar cómo la posada caía más y más profundo en la noche, silencio que sólo se rompía con los ronquidos apagados de Finlay.

El señor y el gato eligieron quedarse despiertos y juntos, protegiéndose mutuamente de la oscuridad.

* * * * *

Por la mañana, nevaba. Ronan observaba desde los escalones de la taberna, un amanecer gris y helado y copos gruesos que caían desde el cielo. Conocía esa nieve; cubriría todo con engañosas capas blandas, disfrazando el barro y el hielo negro en una monotonía perfecta. Inmóvil, pensaba, tenía en cuenta todo, la nieve era mejor que el aguanieve. Se marcharían tan pronto como sus hombres rompieran su ayuno. Baird ya estaba despierto. Sus quejas matutinas atravesaban con claridad la puerta. No faltaría mucho antes de que…

Ronan giró la cabeza. De repente, miró hacia el camino. Un caballo se acercaba al galope, a una velocidad que no era segura con ese clima. Llegó a la puerta del frente justo cuando el jinete apareció a la vista: escarcha y nieve y barro salpicado; el hombre y la yegua casi resbalaron al detenerse delante de él, ambos soltaban un aliento blanco.

—Un accidente —gritó el hombre antes de que sus pies tocaran el suelo—. Un maldito carruaje rompió un eje… hay gente herida…

—¿A qué distancia? —preguntó Ronan. El hombre intentaba recuperar el aire y mantener el control de su corcel al mismo tiempo. Pareció aliviado cuando Ronan intentó coger las riendas.

—Casi cuatro millas. Es un desorden terrible, las damas gritan, hay un hombre que probablemente esté muerto…

—Entre —le ordenó Ronan—. Cuénteselo a los hombres de allí. Dígales que los iré a buscar.

—Sí —resolló el hombre, y se marchó con pesadez. La yegua resoplaba con los ojos bien abiertos. Los músculos le temblaban debajo del sudor. Aunque aún así sería más rápida que el tiempo que le llevaría ensillar su propio semental, Ronan subió sobre su lomo con una disculpa rápida y un golpe en el cuello antes de guiarla de nuevo hacia el camino. No la apresuró; el accidente ya había ocurrido. No le haría bien a nadie estropear el lomo de la yegua o bien su propia espalda.

La nieve se volvía más espesa. Una cortina densa entre él y el cielo. Siguió las huellas que había dejado el otro hombre en su camino hasta que desaparecieron, cubiertas de un blanco intenso, Para entonces Ronan no necesitaba seguir las huellas. Podía oír a la gente adelante, los gemidos bajos y agudos que se incrementaba, un revoltijo de voces. No había damas que gritaran, sino gritos débiles entrecortados y el relinchar de otro caballo. Y alguien… había alguien a quien podía oír debajo de todo eso, una suave voz femenina, tranquila y serena, palabras que no podía distinguir, pero el gemido tembló y luego se detuvo.

Llegó hasta una cima pequeña y observó la escena que se representaba ante él. Un carruaje volcado de lado en el medio del camino, los otrora pasajeros se agrupaban a su lado. Un caballo atado a un árbol con la cabeza gacha y dos más en el suelo. Dos rayas oblicuas y furiosas de tierra atravesaban la nieve en el lugar en el que el carruaje había derrapado y girado. Y sangre, extrañamente brillante ante sus ojos, de un escarlata que atravesaba un blanco puro y virgen.

Ronan impulsó la yegua a un trote valiente.

Nadie parecía notar que él se acercaba, excepto el otro caballo, que movía con nerviosismo las orejas y relinchó una vez más. Ronan condujo la yegua hasta allí y desmontó con una última palmadita. Las personas se agrupaban contra el interior expuesto del carruaje, algunas sentadas contra éste con los hombros caídos, otras de pie. Una mujer lloraba con las manos en el rostro junto a una silueta tendida en el suelo. La habían cubierto con un sobretodo.

—No, no dejen que se duerma —dijo una voz que él conocía y, sin el más mínimo sentido del asombro, Ronan vio que en el costado del otro extremo había otra mujer con las faldas embarradas, su pálido cabello rubio estaba desatado y volaba suelto con el viento sobre la espalda.

Era ella. Adelina.

Sostenía los hombros de una tercera dama apoyada contra el coche. Estaba agachada para verle los ojos. Otras personas hablaban a su alrededor dando empujones. Una de ellas, un hombre, intentaba echarla a un lado.

—Déjela sola —decía el hombre—. Está herida, no la toque…

Alguien lo tomó del abrigo y dijo:

—Babcock, apártese, dijo que era enfermera. Vio lo que hizo por Hamilton…

—Está herida —dijo el hombre, elevando la voz—. Déjela…

—Ya sé que está herida —contestó Leila, sin mirar alrededor—. Intento ver…

El hombre se soltó y embistió hacia adelante con el brazo levantado. Ronan estaba allí antes de que pensara moverse. Tomó el puño del hombre cuando éste salía. Una bofetada maciza de carne contra carne. Luego, apartó al hombre de un empujón.

—Atrás —le ordenó, su voz no revelaba la indignación que sonaba en él—. No le está haciendo daño a su esposa.

—Hermana—murmuró el hombre, mientras se frotaba los nudillos—. Y, ¿quién demonios es usted?

Ronan lo ignoró. Se volvió para hallarla a través de la nieve que caía. Entonces ella levantó la mirada hacia él. Tenía el rostro tranquilo pero sus ojos verdes eran como un eco del viento del norte.

—Lord Kell —dijo. No sabía si lo saludaba o lo anunciaba ante el grupo.

Milady. —Se agachó junto a ella y notó la mancha de sangre en su frente—. ¿Está herida?

Ella negó con la cabeza, impaciente, y se dio vuelta hacia la otra mujer.

—Abra los ojos —le dijo con voz fuerte—. Señora… ¿cómo es su nombre?

—Glynis —le respondió alguien.

—Glynis, abra los ojos. ¿Me oye? Ábralos.

La mujer gimió; sus pestañas se agitaban.

—No debe quedarse dormida. —Le dio una pequeña sacudida que quitó la nieve fresca sobre ambas—. Debe permanecer despierta, Glynis, con su hermano. Venga aquí. —Dirigió al joven, al que Ronan casi aplasta y el muchacho se dejó caer sobre sus talones al lado de ellos, lanzándole a Ronan una mirada de recelo.

Ronan le devolvió la mirada con una advertencia rotunda. El muchacho tenía la maldita suerte de tener una mano aún.

Leila le dio un codazo en el brazo al hermano y atrajo su atención:

—Escúcheme. Sosténgala, háblele. No permita que se desvanezca.

—¿Cómo se supone…?

—¿Quiere que se muera? —dijo ella con brusquedad—. ¿No? Entonces háblele, arrástrela de pie si es necesario. Necesita estar despierta hasta que venga el doctor. —Se apartó un mechón de cabello húmedo de los ojos y le lanzó una mirada a Ronan—. ¿Viene un doctor?

—Pronto —le respondió, y ella asintió con la cabeza y se esforzó por ponerse de pie. Ronan la tomó de la mano sin preguntar, con la intención de ayudarla a pararse.

Pero sucedió otra vez: los dedos de él tocaron la piel de su muñeca más allá del guante y sintió un sobresalto palpable, real y cálido e increíblemente sensual. Latió en él, lo dejó inmóvil e hizo lo mismo con ella. Sólo los dedos de ella se movían, se encorvaron en los de él hasta una tensión repentina, como si ella lo sintiera también. La sorprendía en el suelo y él casi de pie; se miraron fijamente el uno al otro y el calor de ella fue como el sol para él, como la primavera que derrite el largo frío del invierno, que irradiaba en él a través de eso mismo, su mano en la de él. Sintió que todo su cuerpo se levantaba a la vida, como si hubiera estado dormido hasta ese momento. Como si hubiera vivido a la deriva con simples sueños.

Su cabello era luz enredada en las estrellas. Sus pestañas sostenían diminutos copos de nieve. Sus labios (una rosa oscura, no coral) se abrieron con lentitud. Lo miraba con algo semejante al asombro.

Y luego, un completo silencio. No había nadie más en el mundo. No había nada más excepto la caída de la nieve y el silencio, y ella.

Deseaba besarla. Terminó de levantarla con toda la intención de besarla, porque eso era lo que sucedería después. Eso era lo que sucedería, lo que se suponía que sucedería. Se levantó y caminó hacia él en una extensión de mantilla y faldas, los dedos de ambos se entrelazaban entre estas. Ella levantó el mentón y él sacó la otra mano…

—Señora —gritó una nueva voz, y el hechizo se hizo añicos. Ella se liberó y se colocó la capucha. El color se elevaba en sus mejillas.

No, deseaba decir Ronan, incrédulo. No. Vuelve. Vuelve conmigo.

El suegro cojeaba hacia ellos, con un bastón que perforaba el barro del camino.

—Mi niña —dijo él—. ¿Cómo está la dama?

—Viva —respondió Leila, con un tirón corto y tímido de sus faldas—. ¿Y usted, Padre? Su… ay, ¿su pierna?

—No está rota —dijo él con alegría—. A diferencia de la del cochero, creo. —Sus ojos grises se toparon con Ronan—. ¡Y usted, señor! Qué alegría encontrarlo aquí.

—Ha pedido ayuda —dijo Leila.

—¿Sí? —El hombre cojeó hacia adelante—. De verdad somos afortunados.

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