La última sirena – Shana Abe

Se concentró en la hiedra. Siguió la elaborada tracería de la parra sobre el estuco mientras exhaló en cinco tiempos. Paz, sosiego. Deja a un lado las distracciones y concéntrate en lo que debes hacer.

Ian se permitió mirarla una vez más. Ruri examinaba la tarjeta por segunda vez. La sostenía de las esquinas como si pudiera contener algún mensaje oculto en la parte sin imprimir. Su cabello era satinado y oscuro, una caída agridulce de chocolate sobre sus hombros, mechas cortas alrededor de su rostro que se rizaban y rozaban sus mejillas sin defectos. Sus labios rosados hacían una mueca. Sus pestañas negras como el hollín estaban entreabiertas. Las uñas, sin arreglar, tenían el brillo duro del cristal de cuarzo. Incluso vestida con la camiseta gastada y los jeans que hoy en día favorecían a tantas mujeres, ella brillaba con la luminiscencia pura y elemental que marcaba a toda su raza.

Sí; era una sirena.

Estaba claro que tendría que avanzar con mucho cuidado con ella. Fuerte, como lo era sin duda su cuerpo, podía ver que su espíritu estaba herido, aunque ella quizás tampoco estuviera al tanto. Veía sufrimiento y reserva detrás de cada mirada. Lo conmovió hasta los huesos.

No había nada que hacer. Tendría que ir más allá de la emoción, más allá de esa sensación poco placentera de traición para llegar al centro de su plan.

—La licencia de conducir —dijo la sirena.

Ian le devolvió la mirada.

—¿Cómo dice?

—Quiero ver su licencia de conducir —explicó con tranquilidad, como si Ian fuera de captación lenta—. Cualquiera que tenga un ordenador y una impresora puede hacer una tarjeta personal.

—Está estampada en relieve.

Ruri se encogió de hombros, aún indiferente.

—¿Y…?

Ofensa versus admiración versus diversión; gano la diversión. En silencio, volvió a abrir la billetera, saco la licencia y se la entregó.

—¿Quiere una huella digital también? —preguntó un placablemente educado—. ¿Una muestra de sangre, tal vez?

—No hace falta. —Sus palabras tuvieron el mismo tono de voz—. Con esto es suficiente.

—Espléndido. Si apruebo su evaluación, señorita Kell, me pregunto si podremos continuar esta conversación en su apartamento. A menos que prefiera la limusina…

La mirada de Ruri fue infinitamente examinadora y azul. Después de un momento, asintió, dio un paso hacia atrás y lo invitó a pasar con un rápido movimiento de su mano. Ian entro en el apartamento.

Pequeño. Muy pequeño. Sin embargo, sobrecogedor en algún punto: muebles humildes; colores simples y sencillos desparramados por todo el lugar; dos lámparas mudéjares colgadas en un rincón, el vidrio prensado brillaba de un color esmeralda y blanco con la luz del sol; una línea de piedras que parpadeaba sobre el alféizar, ágatas y amatistas y la mitad de una pequeña geoda negra; un futón arrugado sobre el piso con una manta de seda color carmesí; la grandeza enmohecida de un plato imari dorado que colgaba de la pared.

Un caracol Lambis scorpius en una mesa de arrime.

Se dirigió hacia el caracol y lo llevó a la luz. Por instinto, sus manos conocían su forma: las espinas que se clavaban en su piel, sus dedos en busca del labio rosado. El ápice todavía no había sido cortado.

No era un caracol del clan, entonces. Pero, ah… podía ser.

Ruri lo observó volverse y dirigirse a la ventana junto al futón con la cabeza inclinada. Un rayo de sol formaba un arco iris en su cabello negro de pirata. Había algo en su aire distraído y ensimismado; una mueca en sus labios que había encontrado, sin ninguna razón, tenuemente perturbadora. Sin embargo, sostenía el caracol de su padre como si fuera precioso, como si fuera de fibra de vidrio. Le resultaba extrañamente fascinante ver cómo se movían sus dedos con delicadeza sobre las curvas y puntas del rocoso coral.

Una palabra comenzó a surgir de sus pensamientos. La piel bronceada y el cabello rebelde, la sombra de una barba que acentuaba sus mejillas. Era una palabra pasada de moda, que ya no se usaba más…

Granuja. Por supuesto. Iba con él.

Ruri aclaró su voz.

—Doctor MacInnes…

Habló sin levantar la vista.

—Llámeme Ian.

—Doctor MacInnes —repitió con firmeza—. ¿Ha venido por el collar?

Ian bajó el caracol, lentamente, y la miró.

—No —dijo con tranquilo desinterés—. ¿Qué collar?

Sin aviso, sintió piel de gallina; ese vestigio de infierno la recorrió una vez más dejándola helada y alerta. Le sucedía de vez en cuando, una percepción helada y a la deriva que caía sobre ella como nieve silenciosa… Sábado a la noche, con Jessica y Cat y ahora…

Ruri supo que no era paz lo que ese hombre sentía. La mirada apacible, la voz tranquila, su modo amable… todo era una mentira.

Había hambre debajo de esa calma. Había crueldad.

Y estaba al tanto del collar.

Guardó sus manos en los bolsillos traseros, se dio cuenta de cómo la miraba, una mirada rápida y vacilante.

—¿Sabe qué? No importa. No es importante.

—¿No lo es?

—No. —Rogó que no se volviera y notara el brillo de plata entre las sábanas. Del modo más casual que pudo hacerlo, dio un paso hacia atrás y fue hacia la puerta.

—¿Por qué está aquí entonces?

Ian fue hacia la mesa ratona, pasó con cuidado la mano sobre las cartas de Tarot que todavía estaban desparramadas.

—He venido a preguntarle qué planes tiene para con la isla.

El silencio fue inconfundible; finalmente Ian levanto la mirada.

—La Isla de Kell. ¿No ha oído acerca de ella? Ah. Comprendo… Casi sin prisa, se volvió hacia las cartas, escogió una, la miró y la volvió a dejar.

—¿Querría cenar conmigo esta noche?

—No —respondió, sorprendida.

—¿Por qué no? —Se irguió y la miró con sinceridad—. Nunca estuve en esta ciudad. Podría tener la guía adecuada. Pensé que podríamos ir a algún lugar… junto al mar.

—Estoy ocupada.

—¿Un marido celoso?

—No…

—¿Un novio posesivo?

—No…

—¿Entonces, qué?

—Mire —dijo irritada—. Ni siquiera lo conozco.

—Ah —murmuró—. Lo sé.

Y luego hizo algo verdaderamente inquietante: le sonrió. Fue una sonrisa lenta, cálida y con un encanto tan claro que parecía enviar toda la calidez del sol sobre ella. Vio, sorprendida, que el Doctor MacInnes era mucho más que buen mozo. Era bellísimo.

—Mi interés es puramente profesional, señorita Kell. Está por heredar una isla. Una isla muy especial. Y quisiera comprársela.

—Creo que debería irse en este preciso momento.

—Como desee. Tiene mi tarjeta. El número de mi teléfono móvil se encuentra en la parte posterior. Quizás reconsidere lo de la cena.

Se acercó a la puerta, esperó con estoicismo hasta que Ruri tomo coraje y se hizo a un lado. En el fresco comienzo del día, Ian se volvió y estrechó su mano.

—Espero su llamada.

—Adiós, Doctor MacInnes.

Ruri extendió su mano y esperó un apretón fuerte, pero en un movimiento sorprendentemente cortés, sus dedos se deslizaron por debajo de los de ella con calidez y fuerza, levantó su mano, se inclinó y rozó con sus labios su piel.

—Le aseguro, señorita Kell que es tan sólo un hasta pronto.

Mientras Ruri permaneció allí, Ian le ofreció un esbozo de aquella sonrisa una vez más. Luego se volvió y caminó a grandes pasos.

Tenía miedo de que justo hubiera sacado la carta de LOS AMANTES. Pero cuando levantó la carta de Tarot que Ian había elegido, vio la brillante letra de la JUSTICIA.

No fue hasta que estuvo de regreso en el hotel, al teléfono con su molesto abogado efectivamente animado por lo de la cena, que Ian se dio cuenta de que ni siquiera le había preguntado su nombre de pila.

Capítulo 4

Ruri clavó suavemente las uñas en los brazos de cuero del sillón del abogado de sus padres, su abogado. Era cuero color burdeos, una superficie brillante muy clara debido al aro de luz que proyectaba la lámpara sobre su hombro y su regazo. Cuando relajó las manos, quedaron como rastro débiles medialunas.

Habían pasado tres días desde que Ian MacInnes la había encontrado. Tres días, y ahora, en aquel estudio de abogados iluminado con astucia y espantoso estilo, todo lo que había dicho, sorprendentemente se había vuelto verdad.

La habían llamado del estudio el día anterior. El mismo señor Saito le había dicho que tenía que acercarse, que habían surgido nuevos negocios de sus padres.

No eran acreedores, según le había asegurado. Una herencia.

Y Ruri pensó al instante en el enigmático visitante escocés.

No había contactado con ella desde aquella mañana. Había arrojado al cesto su tarjeta. Después, consternada, tuvo que buscarla, limpiarla y guardarla en su desordenada agenda de direcciones. Le intrigaba esa visita; reflexionó acerca de ella, repasó cada detalle; la sonrisa, en especial; y cómo finalmente lo había despedido como a un provocativo pero misterioso académico que había llegado de pronto a su vida.

Pero Ian estaba en lo cierto. Tenía una isla.

El señor Saito hablaba. Ruri escuchaba sus palabras pero perdían el significado con rapidez. Eran noticias abrumadoras enterradas en el asunto monótono de la cuestión.

Contempló las pequeñas medialunas en el cuero; comenzó a borrarlas con sus dedos.

—… que en Escocia hubo confusión acerca de la ubicación del verdadero heredero de Kell, por eso es por lo que acabamos de enterarnos. Parece ser que tu padre fue el último descendiente directo de una familia estricta y de algún modo oscura. Como fue nombrado heredero tres meses antes de su muerte, toda la herencia ahora cae exclusivamente en su descendiente, tú, por supuesto.

Las medialunas se volvían más y más débiles.

—… y es una isla completa. Pequeña, sin habitantes, en las Hébridas septentrionales. Parece que hay una importante ruina en ella lo que explicaría el interés de la Sociedad de Protección de la Naturaleza y Conservación de Sitios Históricos de Escocia. Sin embargo, nadie fuera de la familia ha podido pisar la isla durante décadas y por lo tanto, esta información no ha sido confirmada…

Una ruina. Una isla. Escocia.

Suya. De su padre… y ahora de ella.

Comenzó a sentir en su sien una terrible e inevitable presión que cubría todo de negro. Comenzó a sentir frío en las entrañas, una suave nevisca…

No. No ahora.

—La isla —dijo el señor Saito, pero Ruri no escuchó el resto de la oración porque comenzó a girar y a girar en su cabeza, la isla, la isla y de algún modo reapareció la pesadilla, viva y a plena luz del día. El océano total y absoluto en su agotamiento, que la llenaba hasta que no pudo respirar más, exasperante, desapacible y abominablemente denso…

—… bastante alejada, incluso de Escocia. Las corrientes marinas que la rodean son consideradas bastante peligrosas…

… el mar iba a…

—…se cree que hay gran cantidad de barcos hundidos en el fondo del mar.

… que la engullía, la succionaba…

—… de un valor relativo para ti, ya que las comenten hacen imposible cualquier intento de excavación…

… profundidades heladas hasta que sus pulmones se convirtieran en papel y los peces…

¡Basta!

Ruri logró evitar que sus dedos formaran un puño y respiró entre sus dientes. Bajó la mirada y contempló las nuevas marcas que había dejado con ferocidad en la silla. Esta vez, las medialunas eran profundas.

Una discreta fuente de piedra canturreaba junto a la puerta. Se concentró en eso, el agua zumbaba por la bomba oculta y caía una vez más por las piedras de río con notas fáciles y entretenidas.

—… estas tres primeras cartas de ofertas. Naturalmente las revisaremos en detalle antes de aconsejarte. Sin haber visto la isla, es difícil, hasta imposible, saber si alguna de estas ofertas posee un valor de mercado real. O, si en realidad quieres considerar una posible venta…

Ruri levantó la vista.

—Véndela.

El señor Saito tomó asiento en su silla de cuero. Se quitó las gafas de lectura y se frotó la nariz. Era demasiado diplomático para fruncir el ceño delante de Ruri, pero había un pequeño gesto de desaprobación en la línea de su frente.

—Ruriko, entiendo que tu situación económica es… menos que ideal. Pero como te he dicho antes, la isla ha estado en tu familia, la familia de tu padre, por generaciones. Quizás quieras considerar el tema un poco más.

—No.

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