La última sirena – Shana Abe

A la luz de caprichosos relámpagos, Aedan vio cómo el barco se hacía añicos, sin prestar atención a la lluvia que entraba por la ventana de la habitación y lo mojaba. Era un paisaje horroroso, incluso a la distancia, las enormes olas negras, los mástiles agitándose hacia un lado y al otro, las velas desgarradas por el viento.

No podía llegar a identificar el nombre en la proa; quizás esa era una bendición. Pensó en su padre quien amaba navegar, y en los pescadores y mercaderes que atravesaban los mares, el alma del reino. Pensó en la cantidad de vidas que se perdían cada año debido a tormentas como esa.

Los truenos enfurecieron. Los relámpagos azotaron el cielo como tenedores endemoniados.

Entrecerró los ojos en la lluvia pero no encontró señal de vida en ese barco. Ningún marinero luchó contra la ruina que se hundía. Quizás había sido un barco fantasma.

Podía albergar esa esperanza. Si no lo era antes, con seguridad lo era ahora.

Aedan miró hasta que el viento lo llevó de nuevo a su lecho, donde permaneció tristemente despierto, mientras escuchaba los truenos y el agua de lluvia que se escurría por las grietas del techo.

Aedan no vio la solitaria figura de cabellos rojizos que lindaba hacia la costa. No la vio caminar por la solitaria playa y permanecer allí, azotada por el viento, contemplando el funesto mar.

Capítulo 6

Seguiría insistiendo en salir de la habitación aunque ella le hubiera repetido tres veces más esa mañana que todavía no estaba curado, que necesitaba descansar. Sólo la miró de soslayo con sus brillantes ojos color plata y siguió caminando con dificultad, decidido a explorar el pequeño mundo de Io.

Finalmente, Ione se dio por vencida y le buscó un bastón, un verdadero bastón en lugar de esa pesada lanza africana que había estado utilizando. El bastón era griego, una vara de roble macizo con una cabeza tallada en marfil, agrietada por los años. El tallado de marfil era de un Hidra. Al escocés no parecía importarle demasiado.

—¿Todos estos tesoros —inquirió mientras señalaba una de las habitaciones por la que estaban pasando— los colocaste tú allí?

—Algunos —respondió, justo detrás de él en el pasillo.

—¿Llegaron a tierra desde los barcos?

—Algunos —repitió una vez más.

—Pero no las estatuas. —Se volvió para mirarla, con el ceño fruncido, como si supiera que la respuesta que oiría no lo conformaría.

Ione había cambiado el manto por un vestido de hilo puní, color natural, con tablas angostas. Colgaba de sus hombros con dos prendedores dorados y cuatro cadenas doradas.

La tela de hilo llegaba hasta sus costillas y abrazaba fuertemente el resto de su figura hasta los pies. Después de una larga e impactante mirada esa mañana, el escocés no bajó su vista más que hasta el mentón de Ione.

—No, las estatuas no —confirmó Ione mientras se inclinaba hacia adelante para mirar dentro de la habitación. Los dioses habitaban allí, separados entre ellos, enfrentados o hacia las ventanas, las paredes. Le agradaba tenerlos a todos juntos, los griegos y los romanos y los celtas, algunos escandinavos y unos pocos persas y egipcios. Se miraban uno al otro en un silencio eterno, de pie o sentados, ojos de piedra vacíos. Su favorito era Circe, con el pie que vestía una sandalia apoyado con delicadeza sobre la cabeza de un pavo real.

—¿Cómo llegaron hasta aquí? —preguntó Aedan—. ¿Quién los puso aquí?

—Yo y otros.

—Dijiste que no había nadie más en la isla.

—No hay. No ahora.

—¿Pero hubo antes?

—Por supuesto —dijo, con superficialidad, mientras se hacía a un lado de la puerta para que Aedan girara—. Mis padres vivieron aquí antes, y mis abuelos y así sucesivamente.

Aedan no se movió.

—¿Tus padres?

—Sí.

Parecía evaluar todo, todavía analizaba la habitación. Después de unos instantes habló. Su tono de voz no varió.

—¿Algo de lo que dices es verdad?

—Todo es verdad, escocés.

Desde sus lugares, los dioses los miraban con sus congeladas sonrisas de piedra. Ione sabía el nombre de cada uno, desde Júpiter hasta Vesta y Set. Conocía cada vena de mármol, cada curva pulida porque los había estudiado bien y durante un largo tiempo. Habían sido su única compañía por más tiempo del que podía contar. Había pasado quizás años allí dentro con ellos, acariciándoles las duras manos, ofreciéndoles flores en los pedestales de jaspe y malaquita. Io había llegado a pensar en ellos como la unión perfecta entre lo antiguo y lo nuevo: lo mejor de su raza y la de los mortales, imágenes del hombre pero más allá del hombre, fuerzas ancestrales y astuta belleza.

—Hace frío aquí—dijo de repente Aedan mientras retrocedía—. Quiero salir. ¿Por dónde salgo?

—Te guiaré —respondió Io.

Pero Aedan no esperó que lo guiara y pasó a su lado en el pasillo.

La tormenta de la noche anterior había desaparecido excepto por unas manchas de nubes hacia el oeste que sobrevolaban las aguas lejanas. Había dejado la isla cubierta de desechos; las hojas húmedas hacían que la escalera exterior fuera resbaladiza y el hombre se vio forzado a buscar apoyo en Ione para descender. Ione pasó su brazo por la cintura de Aedan y sintió el peso firme de él, cómo intentaba mantenerse rígido, lo más posible. Io lo acercó aún más. Las cuentas de la trenza de Aedan golpeteaban con dulzura contra su mejilla y se combinaban con el lento ritmo que ambos llevaban.

Aedan tenía un cinturón ese día con una vaina para la espada que llevaba. Los había encontrado él mismo.

Al final de las escaleras, había una pequeña playa; la arena se secaba en vetas de color ámbar y oro blanco. Aedan la soltó de inmediato y permaneció mirando a su alrededor mientras el viento agitaba su cabello y el vestido de Io se volvía tenue. Detrás de ellos, detrás del castillo, el bosque brillaba de un color verde esmeralda, olía a lluvia y tierra húmeda.

—Había un barco allí fuera ayer a la noche. —Aedan señaló un arrecife alejado.

—Lo sé.

—¿Lo viste? ¿Hubo sobrevivientes?

—No.

—¿No? —repitió, ceñudo—. Claro que no. —Llevó una mano a sus ojos para bloquear el sol—. Buscaremos de todos modos. Tenemos que intentarlo. Quizás alguien lo haya logrado. Alguien…

Ione lo interrumpió.

—Debes creer una vez más en mi palabra. Nadie salió con vida de ese barco.

Aedan miró la espuma de las olas, estupefacto. Luego tomó el bastón y comenzó a caminar con dificultad por la playa. Ione caminó detrás de él.

—Quizás tendrías que mantenerte alejado de la costa, al menos por ahora. Quizás sería bueno regresar al castillo.

Aedan la ignoró mientras luchaba con la arena. El bastón se hundía demasiado en la arena con cada paso. Con enojo, tiró de él una vez más.

—Quizás haya… allí fuera, cosas que prefieras no ver —dijo Io.

Aedan se detuvo y finalmente la miró a los ojos: una mirada severa y de desconfianza, como si hubiera encontrado un enemigo donde una vez había habido un amigo. Ione retrocedió, sintió una culpa inesperada en su pecho y después de la culpa surgió algo más, algo tibio y agridulce.

Ione sabía que las miradas de Aedan eran atractivas. Como el brillo prolongado de las estrellas, sus facciones estaban grabadas en su memoria. Pero ahora se daba cuenta de que la luz del castillo, incluso la luz del mar, apenas habían revelado esas facciones. Allí fuera y a plena luz del sol, el escocés era realmente glorioso, aun con su nueva cicatriz. Sin embargo, su expresión todavía era oscura y preocupada.

—¿Cómo llegaron de verdad esas estatuas a esa habitación?

—Ya te lo dije.

—Sí, me lo dijiste. Lo hiciste. Otros. —Rió, pero era un sonido ensordecedor, también de enojo—. Tú, Ione de Kell, levantaste una estatua de piedra sólida más alta que tú, más alta que yo, y la subiste por esas escaleras hasta el castillo, luego por las escaleras una vez más hasta la habitación. ¿Fue magia, hechicera?

—No. Fui solamente yo.

—Claro —murmuró, enojado—. Sólo tú.

Ione estiró el brazo, tomó el bastón de Aedan y lo sostuvo delante de ella con una sola mano. Con sus ojos posados en él, colocó las manos juntas y lo partió en dos.

—Sólo yo. —Arrojó los pedazos en la arena y se fue unes de que lo traumatizara aún más.

Ella no querría haber perdido los estribos. Quería que estuvieran juntos, no separados, no alejarse aún más… ¡Pero era tan difícil! Estaba acostumbrada al silencio y a la gratitud de los hombres; no a ese ensimismamiento, esa ira que parecía amenazarla cada vez que se acercaba. Le agradaba más cuando dormía. Le gustaba mucho, mucho más, por la noche, cuando no hablaba.

Al diablo con él. Lo abandonaría a su mezquindad y a dudas. Había otras tareas que hacer ese día aparte de esperar a un hombre desagradecido.

Aedan la vio partir. El cabello rojizo se balanceaba, la tela traslúcida que apenas la cubría se ajustaba en sus piernas. Rodeó un bosquecillo de árboles y no regresó.

Aedan se inclinó sobre la arena y recogió el bastón quebrado y examinó la rotura reciente en cada mitad. La madera no era blanda ni estaba podrida; el corazón del roble apenas se aplastaba cuando ejercía presión con la uña del dedo pulgar. Sostuvo una de las piezas de la forma en que ella lo hizo, evaluó su fuerza. No se daría por vencido.

Sin embargo, lo había quebrado con tanta facilidad como un niño con un hueso de pollo o un gigante con el arma de un enemigo.

No conocía a los gigantes. No sabía quién podría hacer algo así, lo que Ione acababa de hacer, partir en dos una vara de inerte roble sin pausa ni duda.

No lo sabía. No lo comprendía. Miró las olas e intentó no considerar la nueva y terrible idea que le vino a la mente.

* * * * *

La habitación privada del rey olía a muerte. Estaba sofocantemente oscuro, las ventanas cerradas. No había rastro del peligroso sol o del viento allí dentro. La figura en el lecho real estaba consumida debajo de las mantas, casi perdido entre los acolchados bordados con colores vivos y las pesadas mantas de piel. La luz de una antorcha lejana revelaba los huesos de su rostro y la consumida curva de sus hombros. Había sido un hombre alto en su juventud, un hombre fuerte que mantuvo su liderazgo hasta sus días finales, desde su lecho, incluso, mientras la enfermedad lo devoraba y convertía su cabello rubio en blanco y su barba en un gris parduzco. Era amado, respetado. Su pueblo lo consideraba un padre para ellos, un hombre que los había guiado y protegido, que los había cuidado durante décadas con los astutos ojos color plata de un lobo.

Pero esos ojos se habían cerrado y no volverían a abrirse. El rey dejó la vida sin siquiera un suspiro y eso llevó al llanto desesperado de su hija en el llamado de los médicos que estaban a su lado, las oraciones cantadas y bendiciones de los sacerdotes mientras quitaban las manos de Caliese de entre los dedos de su padre.

—El rey ha muerto —anunció el más anciano de los asesores del rey, con un tono de voz ceremonioso—. ¡Honor a la reina!

Todos los ojos se posaron en la joven mujer que continuaba arrodillada junto a su padre con la cabeza apoyada sobre la almohada junto a la de su padre. Sus suaves sollozos llenaban la habitación.

—¡Honor a la reina! —respondieron con un murmullo, pero la nueva reina no detuvo sus lágrimas.

* * * * *

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