La última sirena – Shana Abe

Un rey, alto y delgado y grabado en luz. Cabello oscuro y largo, un rostro duro y alerta, una mirada color plata sagaz que examinaba con rapidez la muchedumbre. No llevaba puesta una corona. No la necesitaba. Nadie que lo viera en ese momento negaría su poder o dominio, incluso con su bastón. La gente prácticamente se marchitó delante de él.

E Io… lo estaba en su poder al igual que el resto. Un extraño orgullo la llenó, verlo allí, una especie de añoranza melancólica. No parecía un hombre que acababa de hacer el amor sobre una piedra del pozo.

Aedan miró los rostros reunidos allí, sus hombros tensos. Ione levantó una mano, los dedos apenas torcidos, atrajo su mirada. Los sutiles y sombríos contornos de Aedan parecieron suavizarse; dio el último paso para ingresar en la tienda y dejó que el lienzo se cerrara detrás de él.

—Bienvenido, Gran Rey —dijo Morag en aquel lugar abarrotado de personas—. Es un honor para todos nosotros saludarlo.

—Gracias —respondió Aedan con voz tranquila y formal.

Morag miró la multitud.

—Como todos ustedes saben, nuestra situación ha cambiado recientemente. Por la gracia de los dioses nuestro rey vive y nos ha sido devuelto. Debemos agradecerle a esta mujer por la incalculable ayuda. —Morag hizo un gesto para señalar a Ione—. Y sé que todos ustedes le demostraran el respeto y la gratitud que se le debe.

Algunos hombres bajaron su mirada.

Morag continuó.

—Los sajones, sin embargo, son la peor amenaza que hemos tenido. Hemos sabido durante meses, y ahora Ione nos los confirma, que se han infiltrado por cada rincón de la fortaleza. Han rodeado a su falsa reina, recorren la corte abiertamente y armados. Con Caliese en su control, podemos estar seguros de que no tardarán en llegar a Cairnmor. Es imperioso que demos el primer golpe y que sea lo más alejado posible de nuestros hogares y familias.

Un coro de respuestas positivas aceptó el comentario y Morag hizo una pausa hasta que la multitud volvió a hacer silencio.

—Sin embargo, debemos recordar una cosa. El pueblo de Kelmere no es nuestro enemigo. Los sajones lo son. Cuando marchemos, tendremos que hacer que vean que nosotros no somos sus enemigos. Y la única manera de demostrárselo es enseñándoles la verdad. —Morag miró a Aedan—. Necesitamos, milord, que nos guíe. Necesitamos que inicie la batalla, mostrarle a su pueblo que está vivo y que su hermana miente.

Aedan la examinó, la audiencia aguardaba, luego dijo:

—Me pide que pelee contra mi propio pueblo.

—No, señor. Sólo contra los sajones.

—Que están mezclados con mi gente. Que, según sus comentarios, controlan el arsenal y la corte.

—Pero cuando lo vean…

—No habrá tiempo para reaccionar. No tendrán tiempo para comprenderlo sin que antes los sajones tomen acción. Será un caos. Habrá una matanza.

—Aedan, esta es nuestra única oportunidad…

—Será una matanza —repitió—. No.

Io miró a Morag y esperó que reaccionara con ira o al menos resentimiento. En cambio, la otra mujer sólo negó con la cabeza con la frente arrugada por una angustia apacible.

—Y entonces, milord, ¿cuál es tu voluntad? No puedo dejar a mi gente indefensa.

—No, no podemos. Pero tampoco atacaremos Kelmere ahora.

—Nos queda poco tiempo.

—Todavía tengo hombres fieles, una multitud de ellos. Sólo tengo que encontrarlos.

—Sus comandantes están refugiados en las barracas. Caliese los mantiene bien alejados de los sajones. Nunca podrá acercarse lo suficiente a la fortaleza como para poder llevarles la noticia.

—El espía…

—Muerto. Justo después de que lo encontramos a usted. Ya saben que los espiamos.

Silencio, pesado y sofocante. Parecía que ninguna de las personas allí reunidas respiraba; todos estaban concentrados en el rey, en Aedan, quien miraba el suelo con esa expresión fría e impasible. Io recordó abruptamente a su hermana. Al final, levantó la cabeza.

—No hay otra manera. Iré a la fortaleza.

Morag dio un paso adelante.

—Os asesinarán, mi señor. Necesitamos a nuestro rey.

—Una vez que logre llegar a las barracas, podrán…

—Mi señor —interrumpió su esposa, con una súplica—. Os ruego, escuchadme. Necesitamos a nuestro rey.

Ione dijo:

—Yo iré.

Un nuevo silencio cubrió la tienda. Ione sintió la fuerza de la atención de la multitud, la sorpresa, como si una de las mesas hubiera comenzado a hablar.

—No —respondió el rey.

Ione lo miró.

—Iré y encontraré a sus fieles hombres. Les diré que está con vida y que no peleen.

El rostro de Aedan permaneció estoico, helada dignidad. Sin embargo, sus ojos eran peligrosos, de un color plata brillante y penetrante.

—No —dijo una vez más, muy controlado—. No lo creo.

—Conozco un camino seguro, escocés. Un camino que nunca descubrirán.

Su boca se volvió fina; lentamente negó con la cabeza, Io miró a Morag, quien observaba con los dedos posados en los labios. Podría haber estado la mejor de sus sonrisas debajo de esos dedos.

—Dime cómo encontrar las barracas —le dijo Io a Morag.

—No —dijo Aedan por tercera vez, esta vez con un claro tono de advertencia. Morag bajó la mano y luego su cabeza y toda la gente alrededor también lo hizo, uno a uno, una ola de movimiento. Era un gesto de sumisión, total y absoluto Io se volvió para mirar a Aedan, con exasperación.

—Sabes que conozco el camino —dijo.

Luego agregó sin reflexionar:

—No puedes impedírmelo.

Una sonrisa quebró sus heladas facciones, una sonrisa muy desagradable. Se movió hacia ella, entre la gente que se hacía a un lado a su paso hasta que la tomó por el brazo, hasta que comenzó a llevar a ambos fuera de la tienda, de nuevo al aire, la luz y el cielo.

Se detuvieron al borde del claro, justo donde los árboles comenzaban a espesarse. La sostenía del brazo con mucha fuerza, con sorpresivo dolor. Ione intentó soltarse y Aedan la dejó, inhaló profundamente, un silbido entre sus dientes. Cuando habló, sus palabras fueron entrecortadas, aunque con una calma letal.

—Tú… no… no…

—Los sajones asesinaron a mi madre —dijo.

Aedan hizo una pausa frente a tal declaración. Su mandíbula estaba cerrada con fuerza; las líneas de expresión alrededor de su boca se volvieron más profundas.

—Ella los había salvado de una tormenta, pero el barco estaba averiado y ella… lastimada —¿Era su voz, tan débil y tenue?—. Y después, la cazaron. La persiguieron y la asesinaron por placer o por revancha. No lo sé.

Aedan sólo la miraba. El sol brillaba detrás de él. Io estaba ciega, sentía una punzada en los ojos y miró hacia el suelo, al pasto seguro y el brezo a sus pies.

—Era joven entonces —dijo—. Los vi. Tenían arpones. Redes. No pude detenerlos.

—Nunca me lo contaste.

—Lo hubiera hecho. —Rozó el brezo con el dedo del pie, vio como temblaban las hojas secas—. Te lo hubiera contado si me lo hubieras preguntado.

—Querida. —Su tono de voz fue grave, como el de Ione—. Mi dulce amada…

El frío rey había desaparecido. Allí estaba su amante una vez más; valorado y querido e Io no supo si ella se había acercado a él o él a ella, pero de pronto, estuvieron acariciándose, sus cuerpos próximos, y Aedan se sentía cálido y sólido y sus brazos, fuertes. Ione apoyó su mejilla en el pecho de Aedan.

—Pero puedo detener a los sajones. Tengo un plan. Los detendré.

—Ione…

—Lo haré.

—No sin mi ayuda —prometió Aedan.

Capítulo 15

Ione estaba muriendo allí. No podía quedarse.

Su corazón lo había sabido desde un principio, que ella y Aedan estaban destinados a vivir separados. Ninguna fuerza sobre la tierra le permitiría sobrevivir fuera de Kell; ella era parte de la isla; había arena en sus huesos, sal en su sangre. Alejada de su hogar, se había convertido en una sombra, despreciablemente débil y temerosa.

Sí, temerosa. Porque también sabía que ninguna fuerza del cielo le daría la paz necesaria a Aedan para que viviera en Kell. Se irritaría y ardería y se exasperaría hasta escapar una vez más, como lo habían hecho todos. Ella no lo había comprendido del todo hasta ese momento. No había comprendido el poder del mundo de Aedan, un lugar de antorchas y príncipes y ciudades de piedra. Estaba enraizado allí, al igual que ella a su isla y negar el legado que poseía Aedan era impensable.

Y qué legado. Líder de hombres, comandante de ejércitos, de guerreros, de mujeres en máscaras endemoniadas, de ballestas y ataques furtivos. De alguna u otra manera recuperaría su reino. Implacable como la ola contra la que lucharía para recuperarlo hasta que triunfara. O hasta que muriera.

Le había mentido una vez más: no creía que la maldición lo hubiera dejado ir. No creía que el precio del amor fuera tan ligero; Io conocía bien la canción de su bisabuela. Todavía no se había cumplido en ellos.

Sólo podía esperar, esperar que fuera el tiempo necesario.

Era casi ya el momento de partir. Io esperaba a un lado del campamento mientras los hombres y las mujeres rodeaban a su rey, lo abrazaban, besaban su espada. Ione miró entre sus pestañas, en silencio y apartada, la neblina del comienzo del día se desplazaba por la vegetación para cubrirla con su blanca túnica.

Aedan permaneció firme en el remolino de gente, revisó sus armas, sus provisiones. A Ione le parecía varado, una solitaria pincelada de vida verdadera en medio de figuras fantasmales y árboles. La neblina se había formado al amanecer y no se había ido aún; al atardecer, caería una lluvia helada y resbaladiza.

Al atardecer, sabrían de algún modo si el triunfo sería de ellos y la lluvia apenas importaría.

Aedan se volvió para mirarla. Sus ojos la buscaban, al tiempo que una red de neblina se desplazaba entre ellos. Por un instante, la imagen que vio le causó escalofríos; Aedan era un fantasma, blanco y vacío. Io miró hacia otro lado.

El miedo que sintió por él la arrebató, acechó con fuerza su corazón y le quitó el aliento. Arriesgaría lo que fuera para salvarlo. Kell, su vida. El tiempo era poco y su fuerza estaba disminuyendo y arriesgaría lo que fuera.

Abría y cerraba las manos. Los dedos le dolían del movimiento.

—En la playa, los espera un bote —dijo una voz detrás de ella. Io asintió con la cabeza, pero no se volvió para mirar.

—¿Lo reconsiderarías? —preguntó Morag sobre su hombro—¿Abandonarías lo planeado?

—No.

—Las probabilidades están en tu contra. Con seguridad fracasarás.

—Que así sea, entonces.

Morag dio un paso adelante.

—Debía preguntártelo.

—Lo sé.

Aedan escuchaba con atención a alguien que le hablaba. Una mano tomaba la espada por la empuñadura. Dio una respuesta; el hombre delante de él negó con la cabeza, se arrodilló y tomó la mano de Aedan y la llevó a sus labios.

—Lo amo —dijo Morag, mientras observaba junto a Ione—. Siempre lo he amado. Ha sido mi héroe. De niño, me rescataba del ataque de dragones imaginarios. Como esposo, me ha rescatado de… de mí misma. De la opinión de los demás. De la deshonestidad y la desesperación de una vida llena de mentiras. —Miró a Io—. Tú también lo amas. Me siento complacida. Por ambos.

La gente comenzó a hacerse a un lado. Aedan fue hacia donde se encontraban Ione y Morag; su dificultad al caminar, bien disimulada. Una nube plateada a la deriva en su despertar.

Io se inclinó hacia delante y buscó algo en el saco que tenía a los pies.

—Para ti —le dijo a Morag y le dio sus últimas joyas a la esposa de Aedan, la pulsera con piedras preciosas, el lazo de perlas—. Para Sine —agregó, y le dio el cinturón de zafiros también.

Morag contempló las gemas, luego levantó la mirada. Con una mano, desabrochó el cinturón donde llevaba la espada y se la entregó a Io; la vaina se agitó.

—Y para ti.

Autore(a)s: