La última sirena – Shana Abe

Aedan estaba más adelante, más soldados. Ione recibió un golpe en un hombro que la hizo ponerse de rodillas, pero se recuperó, trastabilló y se dirigió hacia la multitud. Aedan luchaba con el hombre que daba las órdenes. Los dos estaban salpicados de rojo, las espadas en el aire, golpeaban con fuerza. Giraron e Ione vio el rostro de Aedan: ojos de lobo, cabello negro que se agitaba.

Una nueva persona se interpuso en el camino de Ione, conocida, pálida. Era la reina, gritaba, pero lo no pudo escucharla debido al ruido. Ignoró a la niña e intentó seguir adelante, pero alguien la tomó con sus brazos y tiró del cuerpo hacia atrás, golpeó contra otro cuerpo y luego al suelo donde sus rodillas dieron contra la piedra y la espada se escapó de entre sus dedos.

Un ardiente dolor recorrió todo su cuerpo, le quitó el aliento y obnubiló sus sentidos. Ione emitió un gruñido, rodó, y formó con su cuerpo una bola para evitar que la patearan.

Hubo un reflejo color marfil delante de ella. Caliese había caído también. Se pusieron de rodillas al mismo tiempo, enfrentadas, con los ojos cerrados y luego, se pusieron de pie. Un hombre vestido de verde fue directo a Ione; las piernas de Ione fallaron. Se atajó con ambas manos, sintió que alguien le pisaba la mano.

La espada de Morag estaba a un costado, perdida en la muchedumbre.

La reina intentaba alcanzarla. Io volvió a la pelea y comenzó a golpear a otros, pero Caliese la siguió con la mano estirada. Todavía gritaba cuando tuvo el primer calambre; arqueó la columna y sus brazos se volvieron rígidos. Miró hacia abajo e lo continuó: la punta de una espada se clavó a través de su jubón. Cuando quitaron la espada, sangre fresca fluyó de las costillas de la reina.

Miró a Io con las cejas unidas. Fue el momento más corto y extraño en el que estuvieron solas en el ojo de la tormenta, lo suficientemente cerca del abrazo, lo se dio cuenta, a la distancia, lo hermosa y joven que era… cabello rubio, ojos del color del cielo… Luego, alguien empujó a Ione y Caliese cayó, y golpeó contra el suelo una vez más.

La reina había sido acuchillada. La reina estaba muriendo.

La hermana de Aedan estaba muriendo.

Ione luchó para llegar a su lado. Sobre el duro suelo de piedra, debajo de los gritos de guerra, debajo del frenesí de sangre y la confusión, Ione se inclinó sobre ella y dijo:

—Lo enviaste a Kell. Te lo agradezco.

Ione colocó sus manos sobre la herida de la niña, sintió que el calor de la vida menguaba. El dolor era pequeño ya, pero con lo que tenía de fuerza, Ione tomó lo que quedaba, lo tuvo en sus manos y luego en el corazón de la niña. La mirada de la reina se volvió distante, una sonrisa soñadora esbozada en sus labios.

—¿Papá? —dijo la reina y emitió un largo suspiro.

* * * * *

Aedan peleó como nunca lo había hecho. Ya no podía sentir el cuerpo, no podía sentir el dolor, ni la ira ni la furia. Sólo sentía determinación, una oscura e imperiosa necesidad de asesinar al hombre que estaba delante de él, quitarle la vida y en consecuencia, ganar la batalla, pronto, pronto. Ahora.

El sajón había perdido fuerza. Era de gran tamaño y fuerte pero no poseía el golpe certero de Aedan para ganar… Aedan lo supo e hizo uso de esa habilidad. Ese era su hogar, su reino, su fortaleza, su vida y el sajón era tan sólo una horrible mancha de tinta en él. Fácil de eliminar. Fácil de borrar.

Sus manos estaban ensangrentadas. Lo notó pero no dejó que lo distrajera. No pensó que era de él; provenía de su enemigo y por lo tanto, se convirtió en algo hermoso.

Había hombres caídos por todos lados. Saltó y los esquivó con facilidad, su pierna lo sostenía, su espada chilló y el sajón retrocedió, más y más, tropezó, resbaló, el final estaba en sus ojos. Ya no sonreía; eso era algo más que Aedan había visto en el sajón, sus labios tensos con esa sonrisa bárbara.

Una parte de él, la estratega, comprendió que la batalla había dado un giro. Sus hombres estaban desparramados por el pasillo detrás de él, su guardia real y otros más, superaban en número a los sajones. Pensó que quizás Morag había encontrado el camino a la fortaleza… en paz al menos hasta ese momento. Sí, Morag sería bienvenida allí, pero primero debía asesinar a ese bastardo.

El sajón tropezó una vez más, pero esta vez cayó al suelo y se movió con torpeza sobre los cuerpos que yacían allí. Aedan apenas dio un paso adelante, seguro del final, el triunfo corría por su cuerpo, levantó la espada…

…y vio que los cuerpos eran de Caliese e Ione y el sajón también los vio. Caliese, una muñeca rota; Ione, aturdida sobre ella mientras levantaba su cabeza… el sajón se levantó detrás de ella… Aedan gritó en ese momento… Ione se volvió para mirarlo.

El sajón la cogió por el hombro y clavó su espada en la espalda de Ione.

Aedan gritó. Voló, descendió y la cabeza del sajón fue arrancada de sus hombros, una fuente de sangre los baño a todos.

Aedan cayó sobre sus rodillas, la tomó entre sus brazos. El cabello le cubría el rostro. Aedan lo apartó hacia atrás. La mano, color escarlata, temblaba sobre su mejilla.

—No —decía—. No, no, no, Ione, no…

Ione lo miró con una profunda aflicción, su piel era de color tiza. El brazo de Ione buscó el de Aedan.

—Kell —murmuró, y cerró los ojos.

Aedan levantó la cabeza.

—Un barco —dijo y luego lo dijo con un rugido—. ¡Necesito el más rápido de los barcos!

* * * * *

Pero no había barcos lo suficientemente rápidos. Lo sabía.

—¡Mi señor! ¡No podemos acercarnos tanto!

Aedan asintió con la cabeza para que el capitán supiera que lo sabía, sus ojos sobre el agua salpicada por la lluvia, la masa oscura y cubierta de niebla que debía ser la isla de Kell a la distancia. No estaban lo suficientemente cerca. Ni tampoco a la velocidad adecuada.

—Aedan. —Morag estaba detrás de él en la barandilla, frente a la tormenta—. No podemos llevar el bote a remos.

—No. —Se volvió, los ojos posados en la escena que ocurría en la cubierta: Sine con la cabeza inclinada sobre la flácida figura que yacía sobre su falda, sus brazos levantados para asegurar una manta empapada sobre ambas—. Lo haré solo.

—No puedes ir solo…

—Solo, he dicho. —La había asustado, no era una hazaña fácil de lograr con su esposa. En otro tiempo, otro día, se arrepentiría por ello. Pero no aún.

Bajaron el bote a remos con sacudidas que lo hacían crujir. El viento los arrastraba hacia un costado de la galera; Aedan rechinó los dientes; el casco del barco chirrió. Golpea ron el agua con un sonido seco; el bote era liviano, solo dos pasajeros en lugar de los ocho para el que había sido construido y, después de soltar la soga, la corriente se apoderó de ellos y los arrastró como a una hoja en un remolino.

Aedan encontró los remos y comenzó a remar. No le quitó la vista a Ione, enroscada en el suelo del bote. Parte de su cabello había sido cortado; mechas cortas colgaban húmedas sobre su rostro. Alguien le había quitado las botas. No recordaba quién lo había hecho. Supuso que quizás había sido él.

La lluvia los cubría con una sábana de helada desdicha. Aedan remó y remó y su sangre se volvió fuego y su corazón estaba congelado.

Estaba tan pálida. No podía saber si todavía respiraba. Le había colocado la cabeza a un costado para que estuviera a salvo; pero no podía saberlo.

Kell, Kell, una isla perdida…

La llevaría allí. Lo lograría.

Primero luchó contra las corrientes, con su instinto, después se dio cuenta de que lo arrastrarían al menos a una parte del lugar a donde quería llegar. Entonces, Aedan guardó los reinos, se deslizó sobre Ione y la colocó sobre sus brazos mientras el bote de remos se dirigía al arrecife. El viento sopló con más intensidad y las olas se volvieron más violentas. Barcos gigantes y fantasmales comenzaron a rodearlos, proas que se movían de un lado a otro sobre el agua, armazones hechos trizas.

El pequeño bote chocó contra uno, pudo liberarse. Kell estaba cerca.

A través de una gran ola vislumbró el arrecife, más grande que su cabeza, roca negra en aguas de un azul azabache Luego, una ola los elevó y golpearon contra algo que Aedan no pudo ver y se deslizaron en círculos. La galera quedó fuera de vista, engullida por la lluvia.

Aedan llevó la mano de Ione a su pecho, con fuerza sobre su corazón.

—Te amo —dijo—. Maldita seas, Ione, no te mueras. Te amo.

Y allí apareció Kell, la costa tomó forma. No habían llegado aún, faltaba un trecho para llegar.

El bote golpeó contra otra cosa y se detuvo de pronto. Aedan lo enderezó para no caer y descubrió que el bote había quedado atrapado entre los esqueletos de dos barcos, finalmente atrapado. El agua comenzó a cubrir sus pies.

Entrecerró los ojos para ver en la noche. Kell estaba todavía a una eternidad de distancia.

Aedan se puso de pie, levantó a Ione y saltó al burbujeante mar.

Se estaban hundiendo, hundiendo…

El agua lo golpeaba y luchó para vencerlo, intentó nadar y sostener a Ione, que flotaba junto a él, indiferente. Encontró la superficie, la perdió una vez más, agua salada en su boca. Una ola enorme rugió encima de ellos; sintió que Ione se alejaba e intentó alcanzarla, desesperado, hasta que su cabeza golpeó contra el duro coral o madera… arrecife o barco… estaba todo tan oscuro…

No podía encontrarla. No podía ver ni respirar. La oscuridad lo engulló, una oscuridad salada y amarga y se agitó y tambaleó en el agua. Llegar tan cerca, fallar, casi lo había logrado, casi la había llevado a su isla.

Negro y negro y negro… ay, era la famosa muerte, quizás incluso su destino, terminar allí junto a la isla de Ione, morir donde se habían visto por primera vez. Estaban juntos, finalmente; no se arrepentiría de ello…

* * * * *

Aedan se movía. Se elevaba. Era una sensación interesante, porque su cabeza estaba lastimada, por todos los cielos, muy lastimada, y pensó que en la muerte el dolor se desvanecería.

Aedan abrió los ojos. El agua se había convertido en un fuego que fluía, largo y enroscado. Le provocaba cosquillas. Frunció el ceño y lo corrió. Era el cabello de Ione.

Había un brazo alrededor de su hombro. Había una mujer delante de él que nadaba ton prisa debajo de las olas, su rostro hacia otro lado. Cola y aletas y gracia plateada, no era una mujer, no. La alcanzó, encontró el mentón de Ione. Ione se volvió para mirarlo y sonrió.

Pasó bastante tiempo hasta que Ione pudo moverse de la arena.

Tenía los ojos cerrados, los dedos de una de sus manos todavía asían con fuerza el brazo de Aedan y dejó que la fuerza de Kell se zambullera lentamente en ella. La lluvia había sido feroz, pero allí la tormenta se había convertido en una llovizna y luego en un rocío brumoso y tenue.

Sin embargo, hasta que el cielo no comenzó a aclarar, Ione no abrió los ojos ni levantó la cabeza. Intentó inhalar profundamente. El dolor se había vuelto tolerable una vez más; no era aquel dolor terrible y letal de antes, sino más suave. Podía moverse.

Y así lo hizo, se volvió para mirar a su amado que yacía junto a ella, adornado con gotas de lluvia y arena, respiraba con calma, quizás dormía.

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