La última sirena – Shana Abe

Muy bien. Se sentó sobre sus manos nuevamente mientras disfrutaba la calidez de su hermana junto a él. En verdad, no resultaba tan desagradable estar allí fuera. No odiaba el mar… Después de todo, algún día lo regiría, tal como regiría todas las islas que conformaban el reino. Mejor dicho, ahora le agradaba, decidió Aedan. Sí, justo en ese momento, era de lo más… apacible, a pesar de las crestas de las olas.

Caliese levantó un brazo y señaló el este en silencio. Un vestigio verde surgía en el horizonte: escalofriante, distante, como la llama de un hada sobre las aguas. Como era costumbre, Aedan volvió su cabeza y buscó en otra dirección vestigios que le indicaran lo lejos que se encontraba aún de su hogar. Visualizaban una isla… no podía decir aún cuál era… No era demasiado grande. Entonces, no se trataba de Bealou ni de Alis. No era Griflet con su característica gruta…

Aedan frunció el ceño. Debería saberlo. Conocía todas las islas, más que a su propio corazón.

Se dio cuenta justo cuando Caliese quedó boquiabierta y tiesa. Lo pronunciaron juntos:

—Kell.

Sólo el nombre le causaba comezón en la nuca. ¡Estaban mirando la isla de Kell! La única isla que nadie, ni siquiera el rey, había alguna vez tocado. Aedan la conocía por murmullos y leyendas, todo eso era lo que se sabía de la indomable tierra, un lugar maldito con las almas de miles de marineros que perecieron en sus costas. Era un lugar peligroso, profano. Prohibido.

Aedan se puso de puntillas para ver mejor. Caliese ya estaba de pie, reclinada sobre la barandilla. Él se inclinó junto a ella.

La había visto una sola vez antes, pero nunca tan de cerca. Los barcos tenían prohibido aproximarse tanto. Pensó que quizás el viento los había desviado…

Cerros escarpados sobre las olas, apenas visibles en un principio, recibían el verde resplandor del amanecer. Una playa, arena y una enredada línea de árboles. Acantilados de gran altura. Luz de fantasía, sombras oscuras. Barcos perdidos en ruinas sobre las aguas, destrozados y desgarrados, amenazantes, deliciosa madera dentada y finalmente…

—El castillo —murmuró Caliese—. ¡Ahí, Aedan! Mira.

Estaba cautivada detrás de él, casi temblaba. Aedan suspiró, asombro y temor. Sin embargo, sentía un punzante dolor de descreimiento, incluso mientras lo contemplaba.

Un castillo, o lo que habría sido en algún momento, con muros de piedra ocultos detrás de los árboles y un techo en punta y columnas. Era muy difícil de divisar, borroso y pequeño, como si la niebla estuviera al acecho entre ellos y el castillo. ¿Era el castillo con certeza o eran más acantilados? No, no, eso tenía que ser piedra tallada; ¿qué otra cosa podría resplandecer de ese modo, qué otra cosa podría brillar así?

El castillo de la sirena de Kell. Sí.

Caliese suspiró.

—¡Vaya!… Se parece a un…

—Santuario —terminó Aedan en voz baja—. Parece un santuario.

—Sí.

El barco se desplazaba con rapidez, se apartaba de la isla como si el capitán en ese mismo instante se hubiera dado cuenta de lo cerca que habían estado del peligro. Sobre ellos, las velas crujieron con la nueva dirección; los hombres gritaron y el barco se resistió y protestó contra las fuertes olas. Sin darse cuenta, Caliese se alejó deprisa y corrió por la cubierta hacia la isla que se desvanecía.

—¡Caliese!

Corrió detrás de ella, su mirada todavía estaba fija en la costa, sobre aquel molesto destello del castillo escondido entre los árboles. Los encontrarían, su Padre se enojaría mucho, pero era Kell…

Caliese se detuvo en la popa, inclinada sobre la corta barandilla, una pequeña niña de puntillas, con demasiado cabello y poco peso, con el cielo abierto de fondo. De algún modo, en una parte de la oscura pesadilla de su ser, Aedan se dio cuenta de lo que iba a suceder. Lo supo y no pudo moverse con mayor rapidez, sus pies demasiado lentos, el viento demasiado fuerte. Tenía su nombre en la punta de la lengua y sus manos extendidas, pero el barco se elevó y lo hizo balancearse y su hermana desapareció y cayó, con suerte, hacia un costado.

Un grito mudo surgió de sus entrañas. Patinó sobre la resbaladiza madera, mientras intentaba aferrarse para tratar de alcanzarla listaba junto a la barandilla, encaramado sobre ella, la buscaba y pedía ayuda mientras el océano golpeaba de un color azul y negro y verde sobrenatural.

Una mano, una mano delgada y fuerte había detenido su caída, aferrada a la parte inferior de un poste. Caliese colgaba allí, su boca bien abierta, quizás gritaba, él no podía oírla, el océano, el viento…

Se inclinó sobre la barandilla, la tomó de la muñeca, afirmó los pies y tiró. No era pesada, él sabía que no lo era, pero, ¿por qué no podía levantarla? Sus manos estaban demasiado húmedas debido a la cubierta, se resbalaban de las muñecas de Caliese, sus palmas, sus dedos… No, no, debía hacerlo, debía hacerlo…

La otra mano de Caliese alcanzó la parte superior de la barandilla. Tomó esa también, con esfuerzo. ¿Dónde estaban los demás? ¿Por qué no acudían?

Pudo vislumbrar la cabeza de Caliese, su cabello flotaba, amarillo pálido sobre su rostro. Nunca la había visto tan asustada… Ella no podía estar tan asustada como lo estaba él. Caliese intentó aferrarse a su hombro por encima de la barandilla pero no pudo; se inclinó e intentó tomar parte de la bata hasta que el material se volvió tirante. Ella estaba casi allí, casi allí…

Caliese estaba gritando. Era su nombre, una y otra vez, en un tono agudo y desesperante. Comenzó a oírse una conmoción lejana, fuertes pasos, hombres que gritaban. Pero ahora la tenía…

Estaba atascada a mitad de la barandilla con nada de dónde asirse, sus piernas golpeaban sobre el mar. Aedan se estiró aún más, tomó su tobillo. Durante un horrendo instante se balancearon allí juntos; Aedan tenía una muy clara visión del agua debajo. ¡Por Dios! Lo había pensado con anterioridad y le había provocado náuseas…

Caliese pateó una vez más y se sujetó de su mentón, lo suficientemente fuerte como para que comenzara a sangrar. Él perdió la sujeción que tenía de la pierna.

— ¡No me dejes caer! ¡No me dejes caer! ¡No me dejes caer!

Aedan se había inclinado demasiado hacia delante. Comenzaron a deslizarse de manera incorrecta. Los gritos de Caliese eran ahogados, apenas un chillido cuando comenzaron a caer. Iban a morir y era su culpa por no haberla cuidado, su culpa, su…

Algo en lo profundo de Aedan despertó, un fervor que no reconoció, surgió con rapidez y le dio fuerza. Sintió cómo recorría su ser, una voz, una voluntad, una orden:

No moriría de ese modo. No la dejaría morir.

Con un grito desde lo profundo de su garganta, Aedan tiró de ambos hacia tras, y ambos cayeron sobre la cubierta. Cayó sobre su hombro y rodó junto con su hermana, directo hacia los pies del capitán y sus hombres.

Los levantaron y separaron. Estaba de pie, conmocionado, temblando. Unas manos le daban palmadas sobre la espalda. Una muchedumbre que empujaba los engullía; todo lo que podía ver eran túnicas y barbas. Los marineros se gritaban entre ellos (Santa María, qué proeza, la atrapó; Jesús Santo, ¿viste cómo fue el muchacho?) y en medio de la confusión, Caliese trastabilló y colocó sus brazos alrededor de su hermano mientras lloriqueaba contra su pecho.

Aedan la sostuvo y dejó que llorara al tiempo que la sensación fluía gradualmente por sus extremidades. Con lentitud, el zumbido que sentía en sus oídos desapareció y comenzaron a filtrarse todas las felicitaciones de los hombres.

Lo había logrado. La había salvado.

Aedan levantó la vista, contempló los agitados rostros que lo rodeaban y sonrió abiertamente.

Capítulo 2

531 d.c., Diecinueve Años Después

—¿Están preparados los hombres?

—Sí, milord.

—Bien.

Estaban agazapados en el barro, cubiertos con hojas y camuflajes. El comandante inspeccionaba la escena que transcurría debajo de él: la línea de jinetes y caballos que avanzaban por el sendero de la montaña.

—Allí —murmuró, sus labios apenas se movieron—. Allí está, a la cabeza. El príncipe en persona.

—Lo veo, milord.

—Dígaselo a los hombres. Él es el blanco.

—Sí.

Debajo, acercándose cada vez más, el guerrero de cabello negro que encabezaba el bando inspeccionaba los árboles y los arbustos; delgado sobre su montura, a minutos de su ruina.

El comandante levantó un dedo, hizo una seña a los demás hombres, apuntó al guerrero y dejó caer su brazo.

* * * * *

Era un lugar inapropiado para una emboscada.

Estaban a punto de finalizar el viaje. Había sido una larga y ardua experiencia desde el comienzo y Aedan comenzaba finalmente a relajarse, a anhelar los placeres del hogar. Las nubes del verano que se habían desplazado en el horizonte durante todo el día comenzaban finalmente a elevarse, a espesarse y a precipitarse en el cielo. Sus bordes eran de un cruel negro, cada vez más cerca mientras el sol comenzaba a ocultarse. Anticipaban una tormenta descomunal, pero Aedan y su gente estarían ya en la fortaleza para cuando comenzara.

Había enviado ya a los escoltas a Kelmere para que anunciaran la llegada en el modo que su padre apreciaría. No tenía otra opción; era un séquito real, y el hecho de que tan sólo fueran doce, golpeados y extenuados, no podía evitarse. Su padre esperaría a los escoltas. Lo que el rey ordenaba, el rey obtenía.

El rey, sin duda, no había previsto un agravio como el que sucedería: una masacre en la misma puerta de su fortaleza.

Era un sendero cuesta arriba; uno de los varios senderos secretos cubiertos de lodo que se enlazaban en esas colinas. Por momentos, el sendero parecía desvanecerse por completo dejando tan sólo una huella que se extendía a través de los campos cubiertos de plantas y brezos rosados. Ya cerca de la fortaleza se extendía delicadamente alrededor de la montaña; densos bosques verticales a un lado y una vertiginosa caída al otro. Cabalgaban en una sola fila; una vez más, otra cosa que no podía evitarse.

Sin embargo, en ese instante, la ayuda nunca podría haber llegado a tiempo.

Aedan fue advertido primero por el silencio, la completa y total falta de sonido, aparte del trote cansado de los caballos y la débil y solitaria balada del viento.

No se oía el canto de los pájaros. No había grillos. No había animales en el bosque.

Atardecía; un brillo azul y sombras que se deslizaban, el espacio entre los mundos, como diría Morag, y en aquel extraño vacío de quietud, Aedan se dio cuenta, de pronto, que tanto su grupo como él se dirigían directos a una trampa.

Aunque levantó su brazo en señal de alarma, fue demasiado tarde. Aparecieron por entre el bosque; por una de las laderas de la colina se desparramaban hombres salvajes, cubiertos con hojas y barro y musgo del bosque; gritos y espadas y ojos que ardían en la suave luz del atardecer.

Su corcel reaccionó a la repentina furia y saltó hacia atrás, presa del pánico. Era el tercer ataque de esa clase en una semana y el caballo estaba fuera de control.

—¡Tomen las armas! —gritó Aedan, pero sus palabras se perdieron debajo de los gritos de guerra del enjambre de pictos que los rodeaban; langostas que surgían de la tierra. Desenvainó la única espada que tenía y la hundió en el hombre más cercano y evadió la lanza del siguiente, mientras intentaba girar con su caballo en los imposibles confines del sendero.

Dos pictos se lanzaron sobre él y lo desestabilizaron. Aedan aterrizó con un desconcertante golpe seco, cegado por el polvo y el casco. Su escudo se desplomó. Instintivamente, eludió un golpe, rodó y se puso de pie.

Un perverso sonido agitaba el cielo; eran los aullidos de los pictos y los suyos propios; el inconfundible estruendo de guerra. Con seguridad, el sonido llegaría a Kelmere; con seguridad los centinelas escucharían…

Se las ingenió para derrotar a uno de sus atacantes, pero el segundo era de mayor tamaño, astuto, salió corriendo y quedó fuera de su alcance, se abalanzó sobre él para apuñalarlo una vez más. El salvaje reía. Reía y mostraba sus dientes con locura; sangre se deslizaba por su rostro y le manchaba los dientes de un colorado espantoso.

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