La última sirena – Shana Abe

Ronan se quedó allí, de pie, en silencio, imposibilitado de pronunciar palabras por la bruma de emociones que aún lo colmaban: pasión y enfado y un remordimiento creciente. Mientras, Leila miraba fijamente el camino y a Che.

La mujer que estaba en el suelo rompió en nuevos sollozos. Dos hombres se acercaron con torpeza a ella. Uno se agachó para darle una palmada en la espalda, para ofrecerle unas forzadas condolencias. Ronan giró de manera abrupta e hizo crujir la nieve al ir hacia ella. Observó la figura cubierta, un hombre, sin duda, y se agachó.

—Señora —dijo él—. ¿Puedo ayudarla?

Ella no levantó la mirada, ni respondió. Sus ojos quedaron fijos sobre el hombre muerto, sobre los bultos y dobleces debajo del sobretodo. Tenía un gran moretón horrible que se hinchaba en su frente.

Ronan levantó la mano.

—Está asustada —dijo Leila detrás de él con suavidad—. Intenté… ayudarla, pero… no sabe dónde está.

Él asintió con la cabeza para demostrar que escuchaba, encontró el mentón de la mujer y con gran determinación, concentró sus pensamientos dispersos. Era mayor de lo que había percibido en principio, arrugada y demacrada; ella lo miraba inexpresiva, con los ojos colorados, que lloraban grandes lágrimas silenciosas.

—Duele —le dijo Ronan con lentitud, ahora tocándole la mejilla—. Sí, duele. Lo sé.

La boca de la mujer temblaba en preparación de otro sollozo, pero él lo vio primero, lo alivió y lo hizo retroceder. El dolor en ella era agudo, no sólo en su cabeza sino en su corazón, un dolor desgarrador y punzante. Deducía que era su esposo, que lo había amado y su pérdida era inmensa… tan oscura, enorme y paralizadora que en ese momento terrible ella estaba simplemente en el límite, avistando un adiós sombrío y desolador.

—Lo sé —susurró él de nuevo—. Lo sé.

Y dado que le decía la verdad, porque él conocía ese dolor, Ronan lo recogió en sí mismo, lo arrancó de ella y lo atrajo dentro de él, y ahora su corazón se quebraba también, y su cabeza giraba, pero lo mantuvo cerca y lo encerró, como siempre lo hacía. La mujer cerró los ojos, relajó los labios y su respiración se calmó.

Ay, Dios. Dolió. Recordó cómo dolía.

La mujer volvió a abrir los ojos:

—Michael. —Se estiró y apoyó las manos sobre el abrigo—. Mi dulce Michael.

Él escuchaba que el alboroto se acrecentaba sólo a la distancia, los caballos y los hombres que gritaban. No obstante, le tomó un momento encontrarse otra vez consigo mismo, cerrar su corazón y apartar el dolor para más tarde, cuando estuviera solo.

Cuando pudo levantar la mirada, la dirigió al rostro de la bella Adelina, que se encontraba de pie a su lado mirándolo con cuidado. Tenía la mano ahuecada en el codo; no se ofreció para ayudarlo a levantarse.

—¿Qué hizo? —. Quiso saber ella.

—Nada. Un frío consuelo. —Se puso de pie y se paso los dedos por el cabello para quitarse la nieve. Ella siguió el movimiento con atento interés. El verde de sus ojos brillaba muy claro en la luz del invierno.

—La tocó y se calmó.

—¿Estudió para ser enfermera? —preguntó él con brusquedad e interrumpió la especulación moderada de su voz.

Los labios de ella se curvaron con ironía: —Algo así.

—¿Qué le sucedió a su brazo?

Dejó caer la mano y flexionó los dedos:

—Un esguince, creo.

—Permítame ver.

Se apartó de él con un paso rápido.

—Gracias, pero no. —Se miraron el uno al otro a través de la nieve que caía.

No pensaba besarla, no pensaba probarla, no pensaba tirar hacia atrás su capucha y presionar sus labios contra sus mejillas y su boca y el lóbulo de su oreja, hasta que ella dijo en voz baja:

—Sus amigos lo buscan.

Y así era; lo buscaban. Baird y los demás habían llegado junto con los mozos de cuadra; incluso el dueño de la taberna. Habían traído una carreta y ayudaban a los demás pasajeros a subir. Sin embargo, Baird y Finlay caminaban pisando fuerte hacia él, cubiertos y envueltos. Sólo se veían sus ojos más allá de sus cuadros escoceses.

Leila también se dio cuenta de eso. Volvió a mirarlo con una arruga sutil entre las cejas.

—No tiene abrigo, Lord Kell, ni siquiera una capa. Debe de estar congelado.

Él sólo dijo:

—Estoy acostumbrado al frío —y se alejó de ella.

* * * * *

Che había subestimado seriamente los caminos, el clima y la gente. Pensó que podían seguir al conde de Kell de regreso a su pequeño imperio, pasar desapercibidos como gitanos o sirvientes anónimos y salir otra vez antes de que cualquiera lo notara. Johnson había realizado otro pago parcial (la mitad había ido con ingenio a la cuenta secreta de Leila) y Che tenía grandes esperanzas de finalizar el trabajo y terminar con eso.

Leila había calculado que necesitaba sólo un pago más. Con ese, ya estaba hecha; podía decirle a Johnson que era para gastos. Y luego, desaparecería en las colinas de terciopelo de Inglaterra, o de Escocia, o Gales, sin dejar rastro.

Pero La Mano no había anticipado la tormenta, ni el hecho de que estuvieran tan cerca de los talones de su presa. Tampoco que el mismo conde viniera en su rescate. Sólo la expresión en el rostro de Che cuando vio por primera vez a Lord Kell le producían risa, aunque en verdad no era gracioso… El desastre los golpeaba y el carruaje se había roto en pedazos.

Ahora estaban realmente atascados como el don y la doña, resguardados en esa pequeña taberna con el viento que aullaba fuera y la nieve que crecía y crecía, y el conde y sus hombres hablaban en voz baja en el mostrador. Deseaba saber si hablaba de ella.

Probablemente no. Desde luego que no. ¿Por qué lo haría?

Había personas arropadas por toda la taberna.

La viuda y Glynis, la mujer herida, se habían retirado a la habitación del dueño junto con el doctor del lugar, pero el resto no recibía los mismos cuidados; había comida y refugio suficiente, pero casi nada más.

Leila se sentó con Che y otros tres en un medio círculo de sillas delante del fuego. Intentaba con discreción calentarse los dedos de los pies. Sus faldas arruinadas echaban vapor por el calor y el cabello aún le goteaba por la espalda. Su peluca y su sombrero favorito habían quedado atrás, aplastados sin esperanzas debido al accidente.

Che continuaba lanzándole miradas bruscas y molestas; deseaba con desesperación hablar con ella, lo sabía, pero los límites de la habitación hacían imposible tener privacidad. No tenían una buena excusa para escapar los dos juntos de esa habitación hacia la ventisca que había afuera. De todos modos, ella no estaba en absoluto deseosa de perder el tiempo en la nieve otra vez. Lo irritaba que tuvieran que esperar y eso la satisfacía de manera muy perversa.

Ya había aceptado la mentira apresurada de ella en la cafetería y la había entretejido en una mezcla astuta de ficción y verdades a medias. Le contaba al resto una serie de desgracias: cómo su carruaje privado se había atascado en el barro al pasar Dumfries (verdad) y sobre una mucama enferma que había dejado atrás en Carlisle (mentira) y su propio asistente personal, su esposo, se había quedado allí con ella por cortesía (mentira, mentira) y sobre la manera en la que la pequeña dama había deseado tanto continuar con el viaje (razones personales, dijo el señor mientras sacudía la cabeza) y por ello él le había seguido la corriente, porque ya se sabe cómo pueden ser las damas, tan impulsivas, y ahora miren dónde los había llevado su paciencia…

Eso fue en la carreta de camino hacia allí. Se quejaba a un carro lleno de orejas de hombres comprensivos. Pero la historia no se sostendría sin más detalles; lo sabía tan bien como él.

Le permitió que él lo manejara. Ella tenía otras cuestiones en qué pensar.

Leila se inclinó más cerca de las llamas y extendió las manos. En esa posición podía mantener al conde al límite de su visión, una sombra ámbar y oscura, colores que cambiaban y se avivaban según el estado del fuego.

Ella había visto el mar una vez más cuando él la tocó. Más que verlo lo había sentido, poderoso y en ascenso, oscuro y misterioso y, de alguna manera, imprescindible para él. Estaba atado al océano, fue eso lo que sintió; sus dominios se componían de unas cuantas islas escocesas, y él era del mar de una manera muy natural.

Sin embargo esta vez su impresión sobre el océano había sido fugaz, devorada por algo más profundo, algo más salvaje: un anhelo en él. Un anhelo por ella, con forma de demonio azul y oro brillante y una sonrisa peligrosamente sutil. El destello de su barba matutina en la mandíbula, el control frío de su mano sobre la de ella, la sostenía con facilidad, la acercaba a él como si fuera lo más natural del mundo. La había mirado a través de sus ojos soñolientos y una vez más tuvo la impresión de que él también veía dentro de ella, de manera tan clara y profunda como ella podía hacerlo dentro de él.

Era, en todo su conjunto, como ningún hombre que hubiera visto antes.

Ahora Leila pensaba, en retrospectiva, que Lord Kell en verdad podría haber estado cerca de…

—No. Estuvo todo bien.

—Prometo que no me demoraré tanto como con el ponche en el baile del duque.

Ella inclinó la cabeza y sonrió, y el joven se ruborizó hasta las orejas. Che Rogelio hizo un ruido similar a un suspiro.

—Pronto nos marcharemos —dijo Finley—. Y sólo quería… em, asegurarme que estuviera cómoda. Si necesita comida… o, o nada más.

—¿Adonde van?

—No muy lejos. Vamos al puerto. A Ayr.

—¿Con esta tormenta? —No tenía que exagerar su sorpresa.

—No es nada más que una pequeña lluvia para nosotros —le aseguró—. En el norte es mucho peor. Esto sólo es el comienzo.

—Peor —repitió ella con ligereza.

—¿Hacia dónde se dirige, milady? —preguntó el conde, justo detrás de ella. No lo había oído acercarse; ni una pisada, ni el más pequeño crujido de las tablas en el suelo. Eso quería decir algo, si tenía en cuenta lo mucho que se había entrenado a lo largo de los años en captar todo lo que había a su alrededor.

—Ayr —dijo Che de manera inesperada—. También vamos a Ayr.

—¡Vaya!… —Leila pudo escuchar el escepticismo en la voz del conde, tan profundo y suave por sobre su cabeza—. Discúlpeme, milord pero, ¿ha ido a Ayr con anterioridad?

—No tuve ese placer.

El conde se movió hacia la luz y con lentitud apoyo una mano sobre el respaldo de la silla de Leila. Ella notó por primera vez que llevaba una espada. No era la baratija decorativa de la mayoría de los caballeros, sino era gruesa, sencilla pero impresionante.

—Podría no llamarlo placer, señor. Es una ciudad portuaria, pequeña y que apenas vale la pena… visitar —termino con una mirada hacia ella.

—No vamos de visita —comentó ella después de un momento—. Buscamos un barco hacia el norte.

—Hay mejores puertos que Ayr.

—Usted va hacia allí —replicó ella con mordacidad.

—Sí, pero yo tengo un barco.

—Señor —comenzó Finlay con emoción y el conde lo silenció simplemente levantando su mano.

—¿Qué los espera al norte, me pregunto? —inquirió muy apacible.

Leila le lanzó una mirada a Che. Ahora se arrepentía de que no se hubieran reunido; Lord Kell no era un tonto, en absoluto, y a Leila no la engañaba la amabilidad de sus preguntas. Nada iba como lo habían planeado. No tenía idea de por qué Che había revelado su destino a menos que fuera para obligar al conde a que se ofreciera a llevarlos. Eso tenía algo de sentido, desde su punto de vista: Che consideraba que así estarían más cerca de su objetivo y de esta manera, de la finalización del trato… y Leila tendría que hacer el trabajo más duro para tenerlo bajo control.

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