La última sirena – Shana Abe

Ella cogió el cáliz en lugar de beber de esa manera. El instinto de supervivencia no le permitía ignorar la obviedad; hizo una pausa para mirar el fondo del vino de Borgoña. Luego, inhaló con delicadeza. Esencia a vainilla y cerezas negras colmaban sus sentidos.

—Es seguro, se lo garantizo —dijo—. A diferencia de la última vez que este cáliz tuvo vino.

—También entonces era seguro. La Mano no lo había tocado.

—Lo derramó a propósito, mi querida.

Ella probó un sorbo.

—Me equivoqué.

—Dios mío —murmuró levantando las cejas—. Imagínese. Serían dos veces, entonces, las que intentó salvarme de la muerte segura. De verdad es usted una asesina extraña… además de ser muy ineficaz.

—Si hubiera deseado que muriera, Lord Kell, estaría muerto.

—¿Lo cree así?

Se mordió el labio y colocó el cáliz sobre la manta. Un círculo de cielo se proyectó y quedó atrapado en el líquido colorado.

—¿Qué la detuvo, Leila?

Ella pasó un dedo alrededor del borde rozando los ópalos cálidos. Parecía no haber mejor respuesta que la verdad.

—En realidad, nunca planeé matarlo.

—Hizo un muy buen trabajo al fingirlo.

—Sí. —Levantó la mirada hacia él—. Pero eso fue todo. Yo… antes de conocernos, había decidido no terminar con el trabajo. Necesitaba dinero, por eso acepté la misión para obtener el pago pero eso fue todo. Antes de que pudieran hacerle daño, desaparecería.

—Dejando a Don Pío concluir las cosas, imagino.

—No. Él me hubiera seguido. Hubiera dejado todo para seguirme.

—Que tranquilizador. —La mirada de Ronan mantenía la de ella, despiadado zafiro oscuro—. La ama tanto.

Se quitó la arena de las faldas.

—No es amor.

—¿No lo es?

—Nunca fue amor. Con él, sólo es… posesión. Desde que tengo memoria he querido librarme de él. —Leila le dio a su falda otro golpe—. Y ahora supongo que lo estoy.

El conde permanecía en silencio. A lo lejos, en la playa de allí abajo, una foca comenzó a ladrar. El ruido rebotaba en la colina, rodaba agudo por las rocas, triste y profundo.

—Una vez vi a un niño —dijo ella de repente—. Un niño pastor, con un sombrero de paja y sin zapatos, rodeado de corderos. Yo tenía dieciséis años y estábamos en Francia. Nos habíamos detenido en una finca elegante en el campo para cenar. Él tocaba la flauta. Caminaba por el pueblo, tocaba una canción con las pequeñas ovejas que lo seguían detrás, y el sol pasaba por delante de las nubes. Se detuvo, volvió la mirada hacia mí y me sonrió… —Ella quedó en silencio, recordando.

Ronan sólo la miraba con su cabello que se secaba lacio, y los cuadros escoceses eran una raya oblicua que atravesaba su pecho.

—Ese muchacho era todo lo que yo siempre deseé —rió—. Pensará que es tonto. Pero entonces lo supe. Si me hubiera hecho una seña con su dedo, lo hubiera seguido con su rebaño, lo hubiera seguido a las colinas y más allá de ellas, sólo para oírlo tocar o ver esa sonrisa. Sólo… para ser libre, como lo era él.

—Es una vida dura, la de una pastora —dijo el conde después de un momento.

—Sí. —Tocó el vino con un dedo, observaba la gota que volvía caer dentro de su círculo—. Pero hay recompensas. Arboles, pasto y nubes el cielo azul desnudo.

Ronan se puso de pie.

—Venga conmigo – dijo con seriedad —y le mostrare el cielo.

Extendió la palma de su mano. La luz del día salía detrás de él y la cegaba con un color oro; era un hombre y no lo era, era bestia y no lo era. Un ángel o un demonio en contacto con la simple tierra, de cualquier manera, su ofrecimiento era el mismo.

Leila apartó el cáliz y aceptó su mano.

Capítulo 12

El viento en la cima de la torre soplaba con más intensidad que abajo. Ella no entendía cómo podía soplar racheado con tanta fuerza y aún así dejar inmóviles los casquetes de nieve sobre los árboles.

Paseaba de un lado a otro por la torrecilla cuadrada con los brazos en el pecho. Mantenía los dientes cerrados en su charla y luchaba con el golpeteo del vestido contra sus piernas.

—Leila —Ronan la llamó con señas para que fuera hacia donde se encontraba de pie en el centro del cuadrado. Cuando llegó a su lado, levantó los brazos y sólo dijo:

—Mire.

Arriba, fuera y alrededor: quedó suspendida como una burbuja en un azul infinito. Ni siquiera había nubes a tanta altura, sólo el cielo, puro azul celeste justo arriba que fluía y perdía intensidad en los límites de la tierra. No había mar. No había bosque. Sólo eso, el exilio intocable de los pájaros y los espíritus y el sol ardiente.

—Es aún mejor si se recuesta —le aconsejó.

Y así lo hizo. En posición horizontal sobre la espalda con los brazos aún cruzados, con el cosquilleo de la piel de la capucha en las mejillas. Ronan se sentó a su lado, no demasiado cerca, y se echó hacia atrás sobre sus manos.

Nada la amenazaba allí arriba; nada la ataba a la tierra. Imaginaba que la más pequeña presión la haría dispersarse por el cielo para volar fina y delicada como una pluma perdida. Se sentía temeraria. Soltó los brazos para abarcar el espacio abierto. Era vertiginoso y estimulante. Hasta el viento sabía a libertad.

—Ahora no necesita molestarse por las ovejas —dijo Ronan—. Ni por el pastor.

Rió a pesar de sí misma.

—Una ocupación aburrida, las ovejas —continuó él, muy solemne—. Créame, lo sé. Tengo unas miles o algo así. Comen lo que sea.

Inclinó la mirada hacia él. Lo vio con un color azul alrededor.

—La maleza, el pasto, los tréboles. Vestidos, botones, botellas. Una vez tuve una que se comió una pastilla entera de jabón perfumado.

—¿De verdad?

—Sí. Eructó burbujas por una semana. La llamamos Lavanda —agregó mientras miraba cómo se levantaba la curva de sus labios—, en honor a su gusto refinado.

Era tan bella cuando sonreía. Era tal como había soñado. Sueños oscuros, oscuros. Soñaba que sería lo opuesto a él, lo opuesto a lo que vivía dentro de él, una agitación salvaje hervía bajo su calma superficial. Ronan se obligó a devolverle la sonrisa. Sintió la boca tirante y era falso, porque no quería sonreírle.

Quería tomarla. Cubrirla, dominarla. Subir sus faldas, sentir la piel de marta y su piel juntas. Besarla, respirarla y unirse a ella ahí en la ostentación del cielo. Hacerla suya.

La sonrisa de ella temblaba. Él oía su propia respiración, cómo raspaba dentro de su pecho, lo traicionaba incluso cuando mantenía la expresión tranquila. Ella se encontraba tan radiante y abierta contra las rocas gris perla, se mostraba ante él de una manera que estaba seguro que ella ni siquiera se daba cuenta. Con el vestido medieval, todo el relleno moderno (lino almidonado, volados fruncidos y enaguas) ya no estaba. Observaba cada movimiento de su figura, el contorno de sus piernas, su cintura. Sus pechos. El rubio pálido de la trenza que colgaba de manera despreocupada sobre su hombro. Se estaba soltando en el extremo, se desenrollaba en rizos que deseaba enredar en su puño.

Para él había sido así desde el principio. Desde el primer momento en que la vio en el baile, en el jardín iluminado por la luna: una ninfa plateada vestida de coral, labios carnosos y una elegancia hábil, el abanico y los zapatos, el palpitar de sus dedos en los de él y luego, más tarde, y más tarde, una llama entusiasta que siempre parecía regresar a él, una tentación que estaba siempre presente. Se había mantenido fiel a sí mismo porque eso era lo que debía hacer. O así lo creía.

No obstante, ahora las cosas eran diferentes. Estaban en Kell y todo era diferente.

Apartada de la civilización, ella era incluso más bella que antes, sin sus cintas y pelucas empolvadas. Aquí era más salvaje, con la piel de durazno y miel, los ojos verde vidriosos y el olor del mar aún atrapado en el cabello. Sí, allí arriba, en la torre de la sirena, en la isla que amaba, ella se convertía en una criatura menos mansa, más de sal y luz de sol que de la tierra.

Más parecida a él.

Era su enemiga y su defensora. La tenía atrapada y sonriente y no podía imaginar no tocarla nunca más.

Su mano se movió y levantó la trenza, dejó que los rizos se deslizaran por sus nudillos. La textura, el color; era reluciente, lustroso y fino. Estaba completamente fascinado. Ella permanecía quieta mientras él separaba sus dedos por los cabellos, tres mechones separados, cuidadosamente combinados en uno, como la luz de las estrellas en la plenitud del día. Podía contar cada respiración de ella, podía ver la punta en pico de cada uno de sus senos empujando el vestido, la manera en la que sus pestañas bajaban y llevaban a sus ojos un color verde botella. No decía nada mientras él desataba su cabello, mientras pensaba en desatar su vestido. Tenía lazos al costado. Se había dado cuenta de eso la noche anterior. Lo había elegido por el color, la suavidad y ese detalle en encaje, porque incluso entonces lo supo. Incluso entonces había soñado que se encontraba allí, con ella. Lo había convertido en un reflejo del futuro que tanto deseaba.

—No habla como lo hacen los demás —le confesó de pronto y con un jadeo muy delicado—. Su acento.

—No. —Le peinaba con dedos el dorado ceniza—. Supongo que es porque he… viajado mucho.

—¿Por dónde? —jadeante, sin duda.

—Por los siete mares —respondió como distraído, y con gran cuidado, desplegó la caída de su cabello por su pecho, lo abrió en forma de abanico con caricias mientras descubría la calidez de su cuerpo con la yema de sus dedos. El pulgar le rozó el pezón y sintió que un temblor le recorría el cuerpo. Por eso, lo hizo de nuevo. Esta vez, con mayor lentitud, en círculos, con fricciones. Se inclinó y rozó sus labios contra la firme protuberancia. Nunca había sentido algo tan erótico en su vida.

Leila se incorporó con mucha rapidez y luego se puso de pie. Se apartó de él con los brazos cruzados otra vez, con el cabello ondeando detrás hasta llegar al borde de la torrecilla. Ronan permaneció donde estaba, inmóvil.

—Tengo frío —dijo ella con la voz temblorosa.

—Bajemos —le ofreció con calma—. Lejos del viento.

—No. No entiende.

Se puso de pie. La miraba a ella y a los temblores evidentes que la poseían.

—Leila…

—Tengo frío —dijo con urgencia, casi suplicando—. Siempre tengo tanto frío.

—Puedo ayudarla, si me lo permite.

No dijo que sí pero tampoco dijo que no. Por eso, desató el nudo que sujetaba el tartán a su cintura, lo dejó alzarse con la brisa mientras caminaba hacia ella y lo colocó alrededor de sus hombros. Ronan lo sostuvo en su lugar con los brazos como un leve cobijo; ella levantó la mirada hacia él con los labios caídos y aquel frunce en su frente. Permanecieron allí juntos, ella atada y él desnudo y el viento como una balada hueca entre ellos.

—Bien —dijo mientras se esforzaba por conseguir calma pero sólo percibía tensión—. ¿Mejor ahora?

Levantó una mano para entrelazarla en la de él. Por la mirada en sus ojos no estaba seguro sobre quién estaba más sorprendido, ella o él. Se mantenía congelado bajo el más ligero control de sí mismo, firme e inmóvil como si no estuvieran a media respiración de distancia del precipicio de la torre, tan cerca que sólo necesitaba inclinar la cabeza para presionar su mejilla contra la de ella.

—Leila —susurró y dio la vuelta a la mano para llevar el tartán y los dedos de ella hasta sus propios labios—. Venga conmigo. Venga y abríguese conmigo.

Leila cerró los ojos. Sentía pánico en la garganta, cautela y aprensión, y muy, muy profundo dentro de ella, una necesidad llamativa que combinaba con el dolor que había bajo las palabras de él. Debía dejarse ir. Debía soltarse. Él era un ser de fantasías empañadas, pero en ese instante sólo lo sentía como un hombre, con una necesidad tan profunda y ferviente que la sentía como propia.

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