La última sirena – Shana Abe

Echó una mirada al chofer, que todavía la ignoraba, y luego se colocó la chaqueta marinera sobre los hombros y se acomodó en el asiento. Cerraría los ojos por unos minutos. Sólo necesitaba unos instantes, sólo eso…

…en el mar, el infinito mar, con una fuerte y mortífera tormenta en el aire; una presión que se elevaba y lo rodeaba todo; olas que lanzaban su ataque de cólera con hinchados picos de vidrio azul y espuma. Las nubes se reunían, la luz se desvanecía y el quejido distante y apagado del viento se convertía en un rugido…

Se incorporó demasiado rápido, agitada, su corazón era un tatuaje temeroso en el pecho.

—¿Una pesadilla?

Como una fantasía, como un nuevo sueño premeditado, Ian estaba ahora sentado a su lado en el automóvil con un brazo apoyado en el asiento detrás de ella en una curva que dejaban las yemas de sus dedos sobre los hombros de Ruri. Sus ojos estaban encapuchados cuando la escudriñó, su piel topacio, pálida y transparente ensombrecida con sus pestañas, su boca seria.

—¿Ya ha despertado, querida? —preguntó, demasiado tenue, y su mirada sobre los labios de ella.

Giró para hacer a un lado la mano de Ian, luego, sin pensar, presionó su pecho con las manos, sintiendo el pequeño temblor que la sacudía. Su chaqueta estaba abierta y dejaba al descubierto uno de sus hombros.

Ian retiró su brazo sin ofenderse, sin modificar su modo de ser o esa mirada ensombrecida. Ruri lo miró fijamente, con los ojos bien abiertos.

—Dormía tan profundamente que era una lástima despertarla. Pero ya estamos en el muelle, listos para partir. No podemos esperar más.

Ruri se dio cuenta de que el automóvil ya no se movía, que la puerta detrás de él estaba abierta. Una corriente de aire helada entró, se filtró en su cabello y le erizó la piel desprotegida.

—Discúlpeme —dijo—. No sabía… no sabía…

Miró a su alrededor una vez más, desorientada. Después, volvió a mirarlo mientras Ian hacía una reverencia.

—Bienvenida a Escocia, Ruriko Kell. Estoy complacido de que esté aquí.

Salió de la limusina y después de un instante ella lo siguió, aceptó su mano y pisó sobre la grava que crujió como si hubiera canicas debajo de sus pies. El viento sopló con más intensidad y dejó el sabor a sal en sus labios.

Estaban al final de la ciudad; en verdad era un pueblo con pintorescas casas de piedra y una sola calle de tierra que llevaba de los edificios al muelle. Había embarcaciones esparcidas en el agua, algunos barcos de pesca, unos pocos veleros, pero la mayoría eran lanchas o barcas blanqueadas por el sol, con motores oxidados sujetados de la popa. Los hombres se movían como cangrejos cautelosos alrededor de algunas de ellas, llevaban redes, trapos aceitados, echaban miradas furtivas v constantes al vehículo y al hombre del ras de ella.

La ciudad entera estaba rodeada de montanas, pendientes verdes y doradas salpicadas con brezos, riscos escarpados de granito, grandes rocas que caían en el prado que las rodeaba.

Ruri se volvió para contemplar el mar. No sólo las montañas habían cambiado mientras dormía. Las nubes se habían vuelto más oscuras también; estaban en el horizonte, deslucidas, se desangraban en una raya poco definida.

Anunciaban lluvia, pero no supo por qué lo sabía.

—¿Lista? —Ian la tocó con suavidad del codo y señaló una embarcación justo delante de ellos.

Ruri enterró sus tacos en el barro.

—¿Quiere que vaya en eso?

La mirada de Ian era claramente inocente.

—Sí. ¿Por qué no?

¿Por qué no? Ruri no sabía por donde empezar. Era una lancha a motor, primero, larga y delgada y construida, con seguridad, para andar a gran velocidad y ya se agitaba con las olas. Dos asientos y un parabrisas con forma de media luna era todo lo que la separaba del cielo y el purgatorio del Atlántico Norte. En las agitadas aguas grises, esa cosa parecía tan maciza como un mondadientes.

Había pensado que un hombre que podía ofrecer doce millones de dólares por una pequeña isla podría seguramente tener un yate.

—No —dijo Ruri, con toda la firmeza que pudo. Vio alarmada que el chofer poco amable de la limusina ya estaba cargando la maleta.

—Es más rápida de lo que parece —dijo Ian con calma, aún pidiéndole que avanzara—. No tiene nada que temer.

—No estoy preocupada por lo rápido que sea. Quiero ir en un barco más grande. Una embarcación más cerrada.

—Por todos los cielos. No pensé que era tan snob.

—No soy snob —dijo enfurecida—. Le he contado acerca de… Le conté sobre aquella vez… y no puedo… —la voz se transformó en silencio; tuvo que hacer una pausa para respirar, para controlar el temor que surgía en todo su ser.

Los escoceses del muelle miraban abiertamente ahora. Habían hecho a un lado los trapos aceitados y las redes. Ian se dio cuenta de que los estaban mirando y luego la miró a Ruri, inescrutable. El viento sopló y le enredó el cabello.

—No puedo ir en eso —dijo impotente—. Por favor.

La mano de Ian soltó el codo de Ruri; sus dedos encontraron los de ella; calidez sobre la frescura de su piel. Bajó la mirada y le habló con tranquilidad. El ritmo de su inglés se volvió solemne, más pronunciado.

—No dejaría que nada te ocurriese —dijo, y la miró una vez más.

Respiraba con agitación. Estaba mareada y aturdida; no pudo determinar si aquel escrutinio con su brillante y dorada mirada ayudaba o empeoraba la situación.

—Ruriko —murmuró; tenía los dedos tensos—. Te lo prometo. Ningún daño caerá sobre ti. Sólo… ven conmigo.

Había logrado que caminara, un paso a la vez, con las miradas enganchadas. Ruri tenía miedo de mirar hacia otro lado. El sonido de la grava era como fuego de artillería en sus oídos.

En el borde del muelle, Ian la sostuvo de la cintura. Ruri se inclinó con cuidado hacia la cabina del bote, donde el chofer la tomó y la ayudó a encontrar el equilibrio. Ruri tragó saliva y se hundió en el asiento más cercano. Afirmó sus manos heladas contra el tapizado de cuero.

Ian la siguió y dio un salto para llegar a su lado con la delicadeza de un pirata.

—Esa es mi niña —dijo, y encendió el motor de la lancha.

Capítulo 7

Era fácil darse cuenta de que nunca antes había estado en el agua. Fácil y al mismo tiempo de una insensatez absurda, porque aunque se aferraba con fuerza a su asiento y mantenía su mentón desafiante contra el viento. Era, claramente, su hábitat, una musa de magia y tormenta contra el oscuro y perlado mar. En verdad, pensó Ian, estaba más pálida que en tierra, pero no dudaba de que pronto se relajaría y se acostumbraría a la lancha como un nativo, que por supuesto, lo era.

—¿Qué sucedió con ese hombre? ¿El chofer? —gritó por encima del rugido de los motores.

—Llevará el transbordador de regreso.

Lo miró de lleno.

—¿Hay un transbordador?

—Sí.

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

—No saldrá hoy, Ruri. Mira allí, hacia el norte. ¿Ves esas nubes? La calma se acabará pronto. Tendrá que esperar en el continente, quizás durante días. Por eso he venido a buscarte yo mismo, todos deben regresar al puerto ahora.

—¡Todos menos nosotros!

Ian sonrió.

—Sí. Pero estaremos bien. No te preocupes.

Murmuró algo que Ian no pudo comprender y miró hacia delante una vez más. Parte de la postura de su mentón había desaparecido.

Ian hizo un gesto hacia la espuma de las olas, brillante y perfecta como copos de nieve sobre las oscuras aguas.

—Hermoso. ¿No es cierto?

Ruri no respondió.

—La verdad, querida, es que ninguna lancha, excepto esta puede llegar a Kelmere a tiempo.

—¿Kelmere? —llamó su atención una vez más—. Pensé que íbamos a Kell.

—Hoy, no. A menos que desees quedar varada en una isla desierta sin un refugio apropiado en medio de una tormenta.

El viento sopló con fuerza en dirección al puerto; Ian lo compensó y lo sintió en el aumento de potencia que corría por la fibra de vidrio de última generación y la madera pulida. Ruriko también lo sintió y otra vez se aferró al asiento. El estrépito de los motores sobre el viento helado hacía imposible que pudieran hablar. Durante un prolongado lapso de tiempo, Ian dejó que Ruri permaneciera en silencio y que se acostumbrara al mar.

La luz se volvió tenue; el aire, espeso. El banco de nubes negras en el norte estaba cada vez más cerca, una voraz cortina negra que devoraba el firmamento. Las nubes rugían y se proyectaban sobre las olas; la lancha a gran velocidad iba directo hacia ellas.

Ian se acostumbró a robarle segundos a Ruri. Tomó nota de la forma en que se aferraba al asiento, de sus rodillas, de cuando finalmente comenzó a investigar las aguas que la rodeaban en lugar de estar inmóvil con esa mirada cristalina y cerrada.

—Ah —escuchó que decía y señalaba a estribor mientras se levantaba del asiento. Ian se puso de pie para ver lo que señalaba Ruri.

—Delfines —dijo Ian. La calma repentina fue conmovedora.

Un cetáceo saltó en el aire lo suficientemente cerca como para casi tocarlo; las aletas dorsales cortaron el agua, el cuerpo plateado salió y volvió a hundirse en las crestas de las olas formando un atractivo tapiz. La hembra que lideraba el grupo dio un salto en el aire y cayó una vez más esparciendo gran cantidad de agua. Ruriko esbozó una sonrisa rápida y deliciosa por encima de su hombro.

Lo hizo trizas. Dios, tendría que haberlo anticipado. Ian se dio cuenta de que nunca había visto su verdadera sonrisa, pero por supuesto, la reconocía, se había conservado a través de los años: tímida y audaz y dulce al mismo tiempo, una invitación tácita, un rechazo atractivo. Le quedaba bien, demasiado bien. Sólo mirarla lo incomodaba.

—Persiguen las embarcaciones de vez en cuando —explicó mientras miraba a un lado e intentaba distraerse él mismo—. Les agrada nadar a toda prisa.

—Pero no los estás haciendo correr ahora.

—No. Tengo algo más para mostrarte.

Su mirada se posó en ella. Lo miraba con perplejidad, sus mejillas en flor, sus ojos con un destello de luz. Justo en ese momento, en ese momento exiguo, Ruri había olvidado sus dudas y sus miedos. Confiaba en él.

Por encima de Ruri, las nubes estaban por estallar.

Ian se movió para quedar detrás de ella. La hizo girar para que quedara de espaldas a él y su cabello le rozara el pecho. Su perfume le eclipsó la razón, océano y jazmín y cielo.

Deseaba, con intenso dolor, enterrar su rostro en la curva de su cuello. Tener su cuerpo contra el suyo. Oler ese cabello perfumado sobre su piel desnuda. Pero ninguna de esas cosas conformaría su verdadero deseo, no en ese lugar, por lo tanto, Ian mantuvo sus manos a los costados del cuerpo, su tono de voz controlado y solo agregó:

—Mira. —No necesitó señalar el lugar.

Kell los había estado esperando. Una sombra, un espejismo lejano acariciado por la neblina, yacía inmóvil y calma delante de ellos, esmeralda y violeta y dorado, bosque y montañas y la costa. Después de tanto tiempo, ya no se veían a simple vista los barcos hundidos que rodeaban la isla; un anillo de boyas marcaba el límite del arrecife; con un rojo brillante advertían a cualquier barco que pasara por allí. La isla de Kell estaba protegida ahora por la magia y por las leyes de los hombres y los únicos naufragios que habían sobrevivido hasta la fecha yacían en las profundidades del lecho del océano.

Todavía brillaba, hechizaba, tan pura y encantadora como el primer día que había puesto un pie en ella. El último hogar del clan. Su última morada.

Ruriko estaba paralizada delante de Ian, quien inclinó la cabeza para poder verla mejor: una sonámbula, sola, en su ensueño, los labios separados, el pulso lento. El color había abandonado su rostro. Era una niña de alabastro, demasiado bonita para ser real. Sólo su cabello parecía mortal; danzaba y se fundía con sus pestañas y ni siquiera parpadeaba, sólo estaba allí, mirada perpleja y la brisa que jugaba con ella.

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