La última sirena – Shana Abe

El viento volvió a soplar y agitó el chal húmedo en sus brazos. Lo soltó y cayó en la arena.

—Voy a vestirme —dijo Ruri.

El refugio de la ruina fue como un bálsamo en su piel, sonrojada por el sol y por él. Fue hacia la habitación sin pensarlo, se dirigió hacia el baúl de su ropa y sólo se detuvo cuando se dio cuenta de que no había ninguna prenda de vestir allí. Estaba en el suelo. Sobre la cama. Pensó que su jersey quizás estaría aún fuera sobre el arbusto.

Ruri encontró su camisola, presionó su rostro contra los pliegues rígidos. Olía a océano. Le trajo el recuerdo de Ian.

No lo conocía; era un extraño para su corazón. Pero al mismo tiempo…

Levantó la cabeza, miró con cautela la alcoba. Y en el ojo de su mente, la torre se transformó:

La cama solía estar allí, cerca de las ventanas. Solían yacer allí todas las noches, contar las constelaciones con sus cabezas juntas.

Los estandartes tenían sus colores favoritos. El baúl había sido revestido en cuero.

Había un estornino que cantaba desde el alero y que cada primavera ofrecía un canto puro a los vientos de la noche.

Se arrodilló sobre el suelo de piedra. Perdió el aliento. Sintió que su corazón golpeaba y un extraño y seco pánico en su sangre. Años de arena y polvo acumulados le arañaron las piernas.

Ruri pensó en Ian y vio otra vez a alguien más, alguien con ojos azules oscuros y una sonrisa cegadora, quien había reído con ella y vivido con ella y la había hecho sentir completa. Querida.

Su rostro ardía y le punzaba; hizo un sonido dentro de la camisola. Cuando lo sintió en su garganta, se mordió los labios y sintió que su mundo se hacía añicos.

Era un cielo nocturno, hecho trizas. Había monstruos, recuerdos, que tiraban de su ser y se agitaban, giraban y se convertían en el rostro de Ian, nada monstruoso, pero algo amado, raído y más querido que su propia vida.

Pensó en que había estado tan sola después de la muerte de sus padres. Pensó que había entendido la palabra… pero la mirada en los ojos de Ian justo en ese momento…

Un hombre sin familia, pero que había vivido para reclamar la suya. Un hombre sin historia que la había arrancado del pasado. Que vivía en una mansión con habitaciones con eco; con pinturas y montañas y dormía solo en su cama.

Un hombre sin amor, pero que también lo había encontrado… que la había esperado con miradas doradas y una paciencia infinita…

Si no quieres quedarte, entonces vete.

Ruri se acomodó la camisola sobre los hombros, miró a su alrededor hasta que encontró su ropa interior a los pies de la cama y luego los jeans… también secos y rígidos en una pila petrificada junto al escritorio. Comenzó a subirlos por sus piernas.

Quería, absurdamente, peinar su cabello húmedo, pero, en cambio, se conformó con una rápida trenza. Permaneció delante de las ventanas mientras sus manos trabajaban, contempló el cielo y las colinas, un solo alcatraz surcó los cielos.

Ruri se acercó y miró la playa debajo.

Ian no estaba allí.

Dio otro paso, frunció el ceño y se asomó. No estaba en ningún lugar que pudiera ver, ni en la costa ni en el bosque. No estaba subiendo las escaleras.

Abandonó la habitación con rapidez, fue a la playa y se quedó junto al fogón que había hecho Ian. La arena se desparramaba en pequeñas lomas y los árboles asentían y una brisa provenía del mar. E Ian no estaba allí.

Cerró los ojos y levantó los brazos hacia el cielo y supo dónde encontrarlo.

El jardín era un trozo de follaje ahora. Los árboles frutales que una vez había admirado (ciruelos, manzanos, perales) habían desaparecido hacía tiempo. Los meticulosos senderos se desenrollaban en diferentes direcciones, rosas salvajes y zarzamoras diseminadas como lazos deshilachados sobre lo conocido y lo desconocido.

El banco de alabastro estaba hecho pedazos. Ian tomó asiento en el suelo con su espalda apoyada en lo que solía ser la base y contempló la vista del mar. No llevaba puestas sus prendas de vestir aún. Tenía una rodilla flexionada y una mano sobre ella. El relicario colgaba de sus dedos.

Ruri se detuvo cerca y miró el océano al igual que él. Desde allí, podía divisar tres pequeñas motas rojas que eran las boyas, separadas uniformemente sobre las verdes aguas.

—¿No tienes frío? —preguntó mientras enroscaba los dedos del pie en la grava y el moho.

Sus bellos hombros se encogieron.

—Un poco.

Ruri se sentó junto a él en el suelo. Incluso en ese momento, era hermoso, en pose para una fotografía perfecta: la majestuosidad de un hombre contra el mar. Se acercó unos centímetros más a él.

—Podría mantenerte templado —dijo—. Si lo quisieras.

La miró de reojo. El destello cauto en sus ojos parecía desgarrarle el corazón, por lo que dejó de mirarlo y llevó su mano sobre su regazo.

—¿Sabes? Una vez me dijiste que tu interés en mí era puramente profesional.

—Sí. —Vio cómo le acariciaba los dedos, alineaba los de ella sobre los de él, luego los deslizaba y los entrelazaba—. Soy un buen mentiroso. También acostumbro a ganar en el póquer.

—Recuérdame que no debo jugar contigo.

La voz de Ian se tensó.

—Por el contrario. Deberías jugar conmigo cuando quieras.

Con mucha deliberación, ella giró la cabeza, y le dio un beso en la suave curvatura de su hombro.

Ian pronunció su nombre, una advocación áspera, pero no se movió.

—Lo siento —murmuró—. Por lo que está hecho. Por lo que hice entonces. Siento haberte abandonado. Siempre te amé.

—Lo sé.

—No recuerdo todo, pero esa noche, con el relicario… no puedo explicarlo. Me sentía tan… vacía. Y sola. Incluso contigo allí, me sentía sola. Creo que me perdí aquí, un poco y un poco más con cada año que pasaba. Y luego, un día me di cuenta de que no quedaba nada de mí. —Presionó su rostro en su brazo—. Nunca pensé que dolería tanto sentirse así.

—No tiene que doler, Ruriko.

—No puedo quedarme.

—No te retendría, querida. Sé que tienes una familia y un hogar en Estados Unidos. Pero… es un mundo muy grande. —Tocó la mejilla de Ruri con un dedo calloso—. Quizás, de vez en cuando, pudieras compartir parte de ese mundo conmigo.

—No lo sé. —Respiró profundo y lo miró entre sus pestañas—. Mi familia es estricta en muchas cosas. No creo que acepten la idea de que viva en pecado.

Esbozó una sonrisa débil.

—¿Esto es pecado? —Levantó el mentón—. No sé porqué tiene que serlo.

El contacto frío de su piel se esfumó. Ian se volvió, bronceado por el sol, y la miró con una mirada atenta color ámbar.

—¿Te casarías conmigo?

—Bueno, creo que ya lo he hecho. —Y ella sonrió.

En la poética destrucción del jardín, Ian también sonrió y llevó sus manos a los hombros de Ruri, luego al cuello hasta la trenza a medio hacer de su cabello. Ruri llevó su mejilla hacia el pecho de Ian y cerró los ojos.

—Te amo —dijo Ian, mientras peinaba la trenza con sus dedos y liberaba algunos mechones suaves y ondulados—. En el mito y a través del tiempo. Siempre te he amado.

—En el mito y a través del tiempo —murmuró, saboreando las palabras—. Todavía te amo.

El viento sacudió las hojas que se encontraban encima de ellos y la grava proyectó un brillo plateado. Había dejado caer el relicario. Yacía entre ambos, la cadena formaba un espiral alrededor de una piedrecilla blanca. Ian se tensó apenas, como si lo hubiera notado en ese momento también.

Ruri levantó la cabeza.

—¿De verdad contiene mi alma? —preguntó, con seriedad.

—No lo sé, querida. Ya no lo sé. —Pensé que se había ido. Pensé… —Hizo una pausa, embarazosa—. Cuando lo abrí, antes…

Su expresión fue fría y sombría.

—También lo hice. —Ian levantó el relicario y la luz del sol parpadeó en su superficie—. Pero incluso la antigua magia puede no haber sido tan fuerte. El alma humana es algo imperecedero. Estás aquí. Y también el collar. Creo que quizás… quizás nunca encerró tu alma, sólo tu palabra. Y cuando eso se quebró…

El relicario se columpiaba entre ambos, giraba contra el mar verde azulado.

—Ábrelo —le pidió Ruri.

Su rostro era de incredulidad.

—No.

Lo cogió; su puño cerrado en la articulación.

—Ruriko…

—No seré una prisionera. Te amo y elijo estar contigo. Pero no te retendré por la fuerza.

Ian la miró por un largo instante con esa mirada fuerte y distante que ella conocía. Luego, bajó la cabeza. Sus dedos forzaban el metal. El óvalo calado resistió… luego se abrió en dos piezas engoznadas. Las sostuvo en la palma de la mano con el semblante ceñudo.

El relicario estaba vacío.

Ruri miró al cielo, interminable, abierto y luego se volvió a él. Ian comenzó a reír una vez más, suavemente.

—¿Qué significa?

Su sonrisa era de júbilo.

—Que somos libres. —Se puso de pie y la levantó en brazos y comenzaron a girar en un remolino enérgico y sin aliento.

—Mi amor, mi corazón eterno. Somos libres.

Epílogo

Había una vez una isla…

Durante miles y miles de años permaneció intacta, solitaria y apartada. Pero un día llegaron amantes y un palacio y la risa enlazó el aire y, desde lo alto, la luna iluminaba varias vidas dichosas. El tiempo reclamó la isla; los días pasaron y se desvanecieron y las noches se dilataron en un cordel de perlas oscuras.

Sin embargo, en las ruinas del palacio quedó una habitación, y en la habitación había una bella cama, tapices, un escritorio y una silla. Encima del escritorio había un montaje de brillantes fotografías, acomodadas sobre la madera.

Cada fotografía mostraba un horizonte diferente, un mundo diferente, Viena y Roma, Hobart y Tokio y Saipán. Y en cada una de ellas había una pareja, de cabellos negros, bellos, con las manos entrelazadas y los rostros próximos; el hombre alto y sonriente, su dama de ojos azules, etérea.

En el escritorio, delante de las fotos había un relicario de plata pulida que, cuando el sol se reflejaba en él, proyectaba un rocío de delicada luz en la habitación y hacia las ventanas para unirse al cielo y al mar.

Fin

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